Ilustración: Manuela Caicedo
La leona
—Dossier El otro-animal—
Quisiera estrellarse la cabeza, carne apagada, asesinada, contra esas rocas grises y lisas, casi fieras, deslavadas y tristes, y sangrar y sangrar y sangrar hasta vaciarse. Aunque quizá serían de utilería, como todo en el zoológico del Bronx, y nada más haría un mal chiste de sí misma. De los días malos, hoy es el peor. Un aniversario más. Así era su vida, carcomida. Cuando creyó que venir aquí le ayudaría a calmar el dolor se equivocó, como se equivoca ya con todo. Sólo quedaba el miedo, la tranquila furia.
Caminó hacia ese rincón sin proponérselo, sin rumbo, como hacía muchas cosas, cada vez con más frecuencia. Y apareció, un gozo líquido. Apenas logró verlo porque se volvió a sumergir en el agua dolorosamente azul en unos segundos. Quizá ni segundos fueron, sólo fracciones. Detrás de él, la cola, plateada también, empapada, metálica, filosa, obscena, se quedó suspendida un poco, un poco más.
Según el letrero que informaba al público de ese extraño domingo de invierno soleado, se trataba de un león marino de California. Siempre se preguntó por qué los llamaban así si no tenían nada que ver con los felinos de la sabana, pero más allá de eso, estos mamíferos acuáticos no le habían provocado ningún otro pensamiento. O eso creía.
Twinkle Twinkle Little Star/
How I wonder what you are/
La visión de un peluche que representaba a uno de ellos la golpeó y sintió que algo amargo y viscoso se le trepaba desde las entrañas. De una pequeña mano morena colgaba el juguete con un gesto de aburrimiento y desesperación casi idéntico al de su dueño. Olía a esa mezcla de sudor que todavía no se enrancia, a leche caliente, a un poco de caca y talco, como huelen casi todos los niños pequeños. El chico se colgó, balanceándose, de la reja negra que separaba los espacios, el animal y el humano. ¿A dónde fue, mamá?, ¿va a regresar?, ¿por qué no sale?
Ella no se quedó a escuchar las respuestas. Tenía que salir de ahí. Apenas giró el cuerpo ávido de largarse cuando volvió a sentir la brutalidad del agua del estanque al abrirse. Y ahí estaba otra vez: ahora sí, luciendo su pelaje plateado y café hacia los bordes, algo vivo entre tanta falsa escenografía, latiendo en su belleza, trepado en una piedra, emitiendo un sonido que bien podría ser una palabra, un lamento, una canción o una risotada, algo nasal, un sonido del que escurría el día entero.
La insólita presencia del león marino en ese zoológico ruinoso casi le hizo olvidar las náuseas, las ganas de vaciarse, hasta que el niño con el peluche en la mano volvió a hablar, y su voz se volvió una espada rencorosa que le recordó que tenía que irse, que no iba a poder contra la omnipresencia de su dolor, no, otra vez no.
Una arcada precisa y el estómago se vació. Los Oh, my God!, los That’s disgusting, se mezclaban con los Lady, are you ok?, los May I help you?, mientras ella, entrañas reventadas, podredumbre en el aliento, Nikes escarchados de la sustancia glutinosa que todavía le incendiaba la laringe, siguió avanzando como pudo, sin contestar, sin voltear hacia atrás, algo chueca, rota dentro de ese cuerpo oneroso.
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Regresó al día siguiente. Tomó el tren C para ir a su trabajo. Como siempre, se bajó en Fulton, pero en lugar de salir a la calle, la línea L hacia Uptown se la tragó. Cuarenta y cinco minutos después la expulsó en la estación West Farms Square, demasiado tarde para desandar el camino, así que pagó una vez más los 34 dólares de la entrada y caminó, ahora sí con toda la intención, hacia la escenografía de erguidas piedras manchadas de humedad, cuyas puntas asomaban entre el agua azul sucio, azul derrota.
Estuvo parada delante del espacio de los leones marinos lo que le pareció una eternidad o el más minúsculo de los instantes, hasta que salió del agua, sólo asomó la cabeza redonda, brillante y calva, como una piedra recién raspada.
La miró. Carajo. El sonido de esa voz humana no lo amedrentó. En sus ojos sin esclerótica cabía su inmensa figura, desde los zapatos de tacón que usó por última vez el día del funeral hasta la punta del cabello canoso, recogido en un chongo alto, de esos que llaman space buns. Carajo. Carajo. Al contrario de lo que esperaba, el animal se acercó aún más a la orilla del lago artificial. El espacio entre ambos se acortó y se densificó. Carajo, carajo, carajo.
Estaba acorralada, a la víspera de un ataque de pánico. Lo siguiente era que el león marino le hablara, pero no se movió. Siguió mirándola. No tenía intenciones de nadar hacia otro lado, ni de sumergirse. Podían estar ahí el resto del día porque ella tenía los tacones clavados en el cemento.
Estampida, el recuerdo. La contundencia del sol de invierno ya le picaba el cuero cabelludo debajo del peinado que esa mañana se había esforzado por hacerse. Habían pasado dieciocho años pero pudo escucharlo como si estuviera ahí parado, a su lado, lamiendo un helado de chocolate y viendo los ojos oscuros del animal. Mamá, ¿por qué no me compras uno? Porque no los venden, mi vida. Además, ¿dónde lo pondríamos? Necesita vivir en el agua. Pues en la tina, mamá. ¡Pero qué poca imaginación!
Cayó de rodillas frente al hábitat artificial. A esa hora no había nadie más que los elefantes; las jirafas, que lamían con insistencia un cielo de cemento; los gatos monteses, apiñados como racimos tristes; todos, dentro de sus jaulas disimuladas con escenografías de safari. Nadie la miraba, sólo el león marino. El cuerpo le encogía y expandía al ritmo de un llanto que había olvidado cómo producir.
Up above the world so high/
Like a diamond in the sky/
Entonces le quedó todo claro: la estaba llamando.
Y decidió que regresaría por él.
Llegó a casa. Se sirvió un vaso de whisky. Empezó a desnudarse mientras el líquido le calentaba las venas. Abrió la llave de la tina y miró cómo se formaban, trémulos círculos concéntricos en el agua que la llenaba sin prisa, con un canto terso al contacto con la porcelana. Mientras se sumergía y la piel se le volvía tornasolada, intentó calcular si el animal cabría ahí. Si estaría cómodo.
¿Cuánto pesa un león marino? Desnuda, dejaba que el agua acariciara todos los pliegues y hendiduras de su ingente cuerpo flácido, azulado por el efecto de la luna pertinaz que entraba por la ventana. Sonrió.
Recordó el letrero del zoológico:
The sea lion is polygamous, aggressive in mating, capable of eating 33 to 44 pounds a day of fish, octopuses, squid and even penguins. The female can weigh up to 200 pounds and measure 5.9 feet long, but if it is a male she could weigh 600 pounds and measure more than 6.56 feet.
La aventura se auguraba mucho más difícil de lo que había pensado. Una vez más las ansias de estrellarse la cabeza para enmudecer el dolor, una vez más los huesos que aullaban, la respiración que no se completaba, el corazón que ya no conocía de riendas.
Respiró. Una, dos, tres. Respiró. Tomó otro vaso de whisky. Y otro. Y otro más.
Cuando abrió los ojos los contornos de las cosas se borraban en distintos tonos de azul. A lo lejos, ladraba un perro.
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Los domingos son los días más tristes. Qué ganas de quedarse en cama hasta no soportar la hinchazón de la vejiga. Hasta arrastrarse al baño y obligarse a vaciarla. Y de pronto recordar que era un día importante, que ya todo estaba listo. Que tú me lo prometiste, mami, que sí mi amor.
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La velocidad del cuerpo se confunde con las ráfagas de viento helado de otro domingo de invierno. El chico de la entrada advierte: We’re almost closed, ma’am, don’t you want to come back another day? Ella no lo escucha. Traspasa el umbral completamente segura de que esa noche, al ver cumplido su sueño, su hijo tendrá que regresar. Tiene que apurarse para dejar lista su cama, con sábanas olorosas a suavizante, como le gustan. Lo llevará a la tina y le enseñará que tenía razón, que ahí podía vivir el animal que él quería, que ahí lo tiene, sólo para él, que ella lo consiguió. Y él ya no se irá más. No más triste domingo de verano a velocidad infinita llantas luchando contra feroz pavimento frenos que no sirven metálicas máquinas deshechas azules luces rojas luces de patrullas cantos de sirenas sirenas de ambulancias anormales ataúdes demasiado pequeños demasiado para cuerpos demasiado frágiles demasiado blandos demasiado.
El cielo ha dejado atrás el incendio. Un gris borroso empareja los rostros de las últimas personas que salen del zoológico: mujeres exhaustas, empujando carriolas con bebés o perros dormidos; parejas hostiles que hace rato agotaron el repertorio de cosas que decirse; niños sudorosos, con caras pringosas y dosis de azúcar que los mantendrán despiertos hasta que sus madres se pregunten, una vez más, por qué no los abortaron. Es momento de salir del escondite de brotar sin contención de ser viento furioso en dirección del artificial hábitat marino. De liberar.
Escucha con atención, el oído comienza a distinguir. Dicen que los muertos no envejecen. Dicen que tampoco sus voces cambian, se quedan ahí colgadas, como las nubes del último día, como el cepillo de dientes en forma de dinosaurio que sigue en el baño dieciocho años después, como las pijamas de Star Wars que ya no se usaron más.
Up above the world so high/
Like a diamond in the sky/
La está esperando. Ya sabía que vendría por él. Su cabeza de gris plástico es lo único que sobresale del agua podrida, helada. La mira. Se miran. Ven acá, vámonos a casa. Le tiende la mano. Su aleta reluce de lo que escurre. La escucha. En casa, él nos espera.
Twinkle Twinkle Little Star/
How I wonder what you are/
¿Cómo no lo supo antes? No hay necesidad de taxis ni sábanas limpias ni chocolate caliente ni peluches baratos ni almohadas sedosas ni pastillas blanco con azul ni batas verdes ni visitas al psiquiatra ni jeringas ni flores en una tumba chiquita. Le dice que está ahí, que es la voz que le canta todas las noches, que es la noche que no acaba, que es el insomnio de noche oscura, que lo siga, que su casa es la suya, que el agua es su casa, es su cama, es alimento, cobija, refugio, brazos que abrazan y no sueltan, labios limpios resbaladizos, olvido, olvido, olvido.
La aleta extendida, la explosión descomunal del cuerpo de la mujer que abre a su paso el agua. Las estrellas pinchando la bóveda helada. El mudo sonido acuoso de algo vivo, es una bienvenida, es una canción de cuna, un bautismo.
Irma Gallo. Escritora, periodista y profesora de español nacida en la Ciudad de México. Fue reportera y conductora para un noticiero televisivo hasta que recordó el gozo de la escritura de ficción. También escribió para Letras Libres, El Universal, Revista de la Universidad de México y Literal, Latin American Voices. Ha publicado cuatro libros y participado en dos antologías. Su novela más reciente es El susurro de las estrellas (Paraíso Perdido, 2023). Estudia el MFA en Escritura Creativa en Español en NYU y vive en Bed-Stuy, Brooklyn. Tiene una hija y un perro viejo a los que extraña rabiosamente.