La antropóloga mexicana Marta Lamas, en su ensayo “Cuerpo e Identidad”, reflexiona, entre otros asuntos, sobre el miedo a la diferencia. En palabras de Lamas, lo que subyace a este fenómeno es el temor a verse reflejado en aquel que consideramos diferente. La angustia radica en la posibilidad de perder ante el otro, ante el diferente, la propia identidad: ¿cómo así que podemos ser iguales a quien no encaja? Esa amenaza de pérdida de identidad que se cierne sobre el lugar que algunos reclaman como suyo, como si les perteneciera por derecho o antigüedad, es lo que conlleva a prácticas excluyentes dentro de la sociedad. Que una persona reconozca que la existencia de ese otro que es señalado de anormal/abyecto/distinto es tan válida como la suya, más allá de lo que la cultura impone, puede representarle el despojo del que siempre asumió como su lugar en el mundo. Ahí empieza el miedo o la osadía. Reconocer la existencia del otro o rechazarla determinará (y ha determinado) el tipo de sociedades que construimos.
Precisamente acerca de las implicaciones de la diferencia reflexiona Carolina Sanín (Bogotá, 1973) en La gata sola (Loqueleo, 2018), libro con el que esta novelista, ensayista y cuentista colombiana explora la literatura infantil, desde una perspectiva que va más allá de la idea recurrente de que para los niños y las niñas existen temas vedados. La escritora logra trasladar temas como la identidad y la diferencia, que tanto inquietan a la sociedad actual, a una historia narrada con un lenguaje sencillo, armado con frases que parecieran ser, cada una, pinturas depositadas en la mente del lector.
La historia comienza con una gata que aparece en un lugar donde nunca habían visto nada igual. Con esta aparición, una tensión se desata en ese espacio que no tiene un nombre y que, por lo tanto, puede ser cualquier sitio. En el pueblo, la llegada del animal incierto genera todo tipo de preguntas, incertidumbre ante sus intenciones, temor por lo que pueda llegar a hacerles, curiosidad por descifrar su origen. Esto lleva a la gente a hacer conjeturas. “Era un hombre transformado en animal por una bruja enemiga”, dijo el maestro de la escuela. “Era una rata gorda que se había tragado una paloma”, dijo otro. Que la gata llegó con la lluvia, “una vez en que no llovió solo agua” o que quizás “habría brotado de la tierra”. Las anteriores, muestras claras de la curiosidad revestida de un temor que paraliza, que impide recorrer el camino que hay entre la duda y la confirmación de una idea.
Ese temor por lo que no se conoce lleva al prejuicio, la forma más primaria que tenemos los humanos de acercarnos a lo que no entendemos. El prejuicio es, al mismo tiempo, una forma de preguntarnos por el otro. Lo complicado viene cuando nos quedamos ahí, rumiando nuestra duda, con el miedo en la boca, incapaces de abrirnos a la posibilidad de conocer y reconocer. Y es que la sospecha del peligro nos aísla, invade los espacios, se filtra por cada rincón, como se filtra en cada uno de los personajes del libro de Sanín ante la aparición de la gata desconocida.
Es precisamente la pregunta por lo desconocido la que define esta narración, que busca, paso a paso, despertar a quien esté leyendo, valiéndose de una voz pausada que se da tiempo para explicar con detalle y poner en alerta los sentidos. La historia toma un giro cuando la duda se vuelve miedo, el miedo toma la forma de la rabia y, entonces, aparece la violencia; el deseo de aniquilar eso que no sabemos qué es. Es justamente al retratar ese tipo de violencia que la escritora logra darle mayor vuelo a su narración, al poner sobre la mesa los extremos a los que pueden llegar las interacciones sociales cuando una comunidad se enfrenta a personas o fenómenos que no logra entender y que en consecuencia rechaza.
Otro de los asuntos sobre los cuales se reflexiona en el libro es la conciencia de la soledad. La gata se sabe sola, rodeada de personas, pero sola. Este personaje enigmático, a medida que el libro avanza, se cuestiona a sí misma, intenta entender lo que ocurre a su alrededor. Primero entiende el exterior, la relación que los demás tienen entre ellos y la manera cómo se comportan con ella. Comprende que su lugar está en los extremos (duerme en una cueva en la carretera) y que la noche es la única porción del día a la que tiene derecho. Ella no es solo una gata. Es un cuerpo extraño que busca un lugar, su lugar. Pero el temor se ha apoderado de los habitantes y eso les impide imaginar un espacio entre ellos para ese animal raro.
La historia también habla de las muertes que importan y de las que no. Cuando la gata mata a las ratas del pueblo, la gente siente cierto alivio y respeto por ella, pero no por eso dejan de desconfiar. Las ratas son, en ese momento, vidas que no importan, no hay en ellas ninguna gloria. Por el contrario, cuando mata a los pájaros, la gente decide armarse y contraatacarla. La muerte de los pájaros y su canto a manos de la gata sí despiertan el rechazo, su belleza tiene un valor social importante, sus muertes logran conmover al pueblo. Un asunto que tiene resonancias actuales, más aún, en un país como Colombia, que empieza a dar sus primeros pasos hacía el perdón y la reconciliación, no sin antes preguntarse por qué la justicia y el Estado dejaron de lado tantas vidas y tantos cuerpos en medio del conflicto armado. Lo anterior da lugar a la pregunta sobre quiénes fueron ratas y quiénes pájaros.
Y para detonar aún más la cabeza de quienes leen, la historia escudriña en preguntas por el propio lugar y el autodescubrimiento. ¿Cómo construirnos cuando nos dicen que algo en nosotros está mal? ¿Cómo entender lo que sentimos cuando nadie parece ser igual a nosotros? La gata siente la pulsión por cazar las ratas y luego esa pulsión cambia a un deseo profundo por atrapar a los pájaros. Esas cuestiones del deseo que hablan de su ser, la llevan a imaginarse, mientras duerme, qué tipo de animal es y cómo se relaciona con el entorno. Contrario a los habitantes del pueblo, este ser enigmático es capaz de imaginar-se e imaginar a los otros, de analizar lo que la rodea, es una mente abierta, más duda que certeza, la duda necesaria para conocer el mundo.
El efecto de todo lo anterior lo enfatizan con precisión y contundencia las ilustraciones de Santiago Guevara (Sogamoso, Colombia, 1990), que logran transmitir el miedo, la duda, toda esa oscuridad que se riega por el pueblo y que rodea el misterio de la presencia del bicho raro que nadie logra reconocer. Imágenes que funcionan como guía para ir entendiendo los cambios en la atmosfera de la historia. Por último, el final de libro es poético y provocador. Invita a pensar si la gata era efectivamente una gata u otro tipo de animal. En medio de la selva, lejos del lugar que la hizo sentir como una extraña, una extranjera, ella logra descubrir que existen otras posibilidades.
La gata sola podría ser una fábula, pero eso sería limitar el libro, pues éste se expande y busca su sentido más allá de lo que se entiende por la fábula clásica. La narración, que va del detalle a la poesía, trasciende las clasificaciones en cuanto a etiquetas literarias, especialmente la de literatura infantil. La historia no subestima a niños y niñas, por el contrario, cuestiona, ofrece herramientas para la reflexión. La autora sabe que esas mentes jóvenes que eventualmente leerán el libro están, como su gata, descubriendo el mundo con ojos nuevos, ojos que preguntan, ojos incisivos que intentan ir hasta las tripas del mundo, en busca de un lugar en el que exista la posibilidad auténtica de ser individuo y crear comunidad.