Ilustración: Manuela Caicedo
La finca
—Dossier El otro-animal—
La entrada a la finca lucía igual que siempre desde la carretera. Ese portón metálico y simple que aparecía súbito después de una de las tantas curvas del camino entre San José y San Ramón. Los nervios expectantes, resaltados por la falta de señalización vial de Costa Rica. El susto de saltarse la entrada, porque las carreteras son estrechas, llenas de camiones pesados y temerarios que van y vienen del Puerto de Caldera, lo que implica que para desviarse hay que conducir muchos kilómetros, hasta poder encontrar un ensanchamiento de la ruta que lo permita.
Conducía yo en ese viaje post separación que decidí hacer a Costa Rica, con mi mejor amiga Antonieta a mi lado. Ambas fumando y contando chistes, como si más de veinte años desde mi partida no hubieran pasado. Aquí es, le dije emocionada al detener el auto frente a un portón gris. En mi infancia era siempre Zaira la que se bajaba. Salía calzando sus botas vaqueras del asiento del conductor, y se dirigía con paso firme a aquel portón translúcido a través del cual se admiraban extensas montañas, todas parte de la propiedad. Del otro lado de ese portón, vivían los mejores recuerdos de mi infancia.
Al bajarme del carro alquilado, encontré el cerrojo abierto, y me complació el gesto atento, de cálida recepción. Sin embargo, esa alegría mermó al percatarme de la ausencia de animales en los extensos campos que se abrían una vez dentro de la finca. En las visitas de mi infancia, en aquellas colinas descendientes, pastaban siempre caballos y ganado, esparcidos en el espacio como los animales de plástico con los que jugaba de niña en mi hogar. Qué raro, le dije a Antonieta mientras observaba los campos trazados por cercos de alambres que creaban una red cuadriculada. Al final de la bajada, pasando un puentecillo que en época de lluvia solía estar desbordado por las aguas crecidas de un río, estaba la casona de madera. La casona, a diferencia de los prados, seguía igual. Una sólida construcción de madera color rosa, erguida frente a un lago artificial, y bordeada de árboles frutales. Zaira, a quien había visto muy poco en mis años en el extranjero, parecía la misma, a excepción de algunos cambios probablemente operados por la edad. Ya no llevaba botas vaqueras, sino tenis de deporte lila, y caminaba lento, sosteniendo una perrita o perrito de avanzada edad. Dejó al animal con cuidado en el suelo y me dio un fuerte abrazo. Cómo está mi machita favorita, pronunció, y con esas palabras volví a ser la niña pequeña a la que vio crecer, a la que crió como segunda madre en una familia que a mis 46 años de edad aún no lograba entender en su totalidad.
Qué linda está, mi amor, me dijo al observarme con sus ojos tibios de miel. Ojos similares a los de la perrita a la que pronto presentó como Petite.
Nos sentamos las tres en la terraza abierta, en las mecedoras café que no habían cambiado con el tiempo, mirando el lago que teníamos enfrente. Allí, un centenar de gaviotas blancas solía posarse en el árbol más grande del borde del lago a la hora del atardecer. Es como ver nieve, pensaba yo de niña y trataba de retener esa imagen preciosa que se desvanecía con la luz que desaparece tan veloz al caer la noche en los países cercanos al ecuador. Zaira nos ofreció un café, y mientras lo bebíamos, le comenté que me estaba separando después de 17 años de unión, que había aplicado para estudiar una maestría en Nueva York, pero que aún todo era incierto. Ay mi amor, dijo, y soltó una de las manos de la taza para acariciarme el antebrazo en silencio. Al terminar de beber el café, colocó la taza sobre el suelo, se palmeó los muslos, y habló.
¿Sabés qué, mi machita?
¿Qué?, contesté.
Te tengo un caballito ensillado, solo para vos.
Sostuve su mano con la misma intensidad infantil con la que solía hacerlo cada vez que nos dirigíamos al establo para buscar un caballo. Caminamos juntas y nos adentramos en la fresca oscuridad de las caballerizas. ¿Dónde están los caballos?, pregunté al notar los cubículos vacíos, que ahora servían para almacenar cajas de cartón, herramientas herrumbradas, botellas plásticas de diversos tamaños.
Es muy caro mantenerlos, mi amor. Pero mirá qué lindo el Lucas, es buen muchacho, leal, dijo Zaira acariciando la voluminosa panza del caballo negro cuyas formas eran inciertas en la oscuridad del lugar.
Acerqué mi mano al estómago del animal, que hablaba de modo pausado en las respiraciones que retumbaban allí.
Zaira lo tomó de las riendas y caminé detrás de ellos hacia el exterior, con la prudente distancia para evitar una patada traicionera. Afuera, bajo los potentes rayos de sol, el pelo negro de Lucas brillaba como una criatura recién salida de un vientre vivo. Mientras Zaira continuaba sosteniendo las riendas me subí al lomo del caballo de un enérgico salto, y me mantuve en silencio unos minutos, sintiendo el calor entero de Lucas, y su respiración. El mundo era distinto desde allá arriba, siempre lo había sido. Zaira me pasó las riendas, y antes de dejarme partir, se dirigió a un pequeño almacenamiento y de allí trajo un sombrero blanco que me calzó a la perfección. Ahora sí, dijo y pasó a emitir veloces besos con su boca, para activar la marcha del animal.
Toqué las orejas de Lucas, que parecían hechas de papel de construcción, mientras me alejaba de la casona, desde la cual mi amiga y Zaira se despedían de mí. En el cruce del puente, que aparecía después de una bajada, Lucas hizo lo que todo caballo siempre desea hacer: ser libre, galopar, desatar su energía absoluta e ilimitada. Es inmediata su capacidad de aceleración. Antes de poder procesarlo, ya estábamos volando los dos rumbo a los prados ascendentes. Me sujeté temerosa de la montura, con el vértigo de la velocidad subiéndome como una constrictor por el pecho, y cuando sentí que mi cuerpo perdía el control y temí deslizarme tonta, débil y envejecida por un costado del caballo, apreté las riendas con todas mis fuerzas. Lucas al instante respondió a mi comando, y aquella libertad cedió al trotecito controlado con el que maniobramos entre aquella misteriosa encrucijada de cables.
Cuando alcanzamos la altura suficiente para poder ver la casona y el lago como pequeñas ficciones, detuve la marcha, y observé aquella parte de mi vida. Dejé que el animal pastara, con sus dientes de marfil que crecerán hasta el día de su muerte, y acaricié su pelaje, tibio bajo el sol.
Al regresar del paseo un trabajador que no había visto hasta entonces se llevó a Lucas para desensillarlo. Lo vi desaparecer con su movimiento lento de caderas en la oscuridad de las caballerizas, en aquella soledad de desechos en la que él era el rey.
Sin quitarme el sombrero blanco regresé de nuevo a la mecedora café. De niña el cuerpo flotaba en aquel inmenso espacio, pero ahora calzaba a la perfección. Miré el lago y pensé que no podría quedarme a ver la nieve del atardecer, porque la vista me empezaba a fallar, y no me gustaba manejar a oscuras.
Zaira sirvió más café, ahora con unas galletas dulces, que untamos de mantequilla. Al terminar el último sorbo nos pusimos de pie, nuestros cuerpos menos ágiles lentos en el ascenso, y nos dimos abrazos fuertes, ahora más largos, por si acaso, por si no había más.
El atardecer nos encontró a mi amiga y a mí en la carretera, que por unos breves minutos fue naranja como la lava, antes de ceder de modo súbito a la penetrante oscuridad de la noche.
Sara Caba nació en San José, Costa Rica. Desde niña alimenta a animales desde su ventana. Hoy en día maúlla a diario con sus dos gatos bengala en una guarida de Brooklyn. Cuando no está ocupada lamiendo su piel, escribe cuento y poesía en la Maestría de Escritura Creativa en Español que cursa en New York University. Se graduó en Psicología de la Universidad de Costa Rica, hizo una maestría en Sociedad y Tecnología en la Universidad de Roskilde de Dinamarca, y estudios de postgrado en la Escuela Graduada de Educación de Harvard University.