Ilustración: Pablo Eluchans
Las figuras se acercaban, enturbiando el sopor de la tarde. Aristeo las miró con recelo, mientras descolgaba las hojas de tabaco y las apilaba sobre la banca. Se había extendido el rumor de sus accesos de tos; los jóvenes llegaban como zopilotes a ver qué verso podían arrancarle todavía. El calor le zumbaba en los oídos. Como si no fuera víspera de año nuevo, sino un día cualquiera de verano, de esos en que el aire pegajoso te lengüetea el cuerpo. En otro tiempo, ya estaría vistiéndose para salir. Ahora solo deseaba que lo dejaran en paz. Vadear aquellas horas como quien pasa de la vida a la muerte sin darse cuenta.
Las voces de los visitantes se entretejían con el concierto de las cigarras. Seguro eran los mismos que habían ido el día anterior al fandango de los Urrieta. Aristeo ya no iba a esas fiestas, aunque lo trataran como un rockstar y le pidieran fotos y le dieran de beber toda la noche. Para qué, si la música tradicional no es ni la sombra de lo que era. Ni con la ausencia se olvidan las horas que se han gozado… Todo se deteriora, los chavos piensan que solo existe una manera de acomodar los tonos en el instrumento. Están negados para la afinación, para el acuerdo natural entre el sonido y el sentimiento, que tan bien conocieron los que se juntaban en medio del campo a tocar.
Poco a poco, las figuras se volvieron más nítidas. Eran seis o siete. Ahí estaba Juan, el hijo del Gorrión, acompañado por una güera como era su costumbre. También reconoció a María, flaquita y corajuda, y a Rubén, uno de esos chamacos que hacen vibrar la tarima desde que están en el vientre de su madre. Con quince años cumplidos Rubén ya dominaba la jarana y el requinto; para colmo zapateaba como un demonio. Aristeo se sentó y empezó a despalillar las hojas de tabaco. Los jóvenes de ahora, hasta los más despiertos, todos eran desagradecidos.
Él siempre estuvo al pendiente de su maestro Evaristo. Hasta que la enfermedad aquella se lo llevó a la tumba, un diciembre ya lejano. Nunca regresarían esas madrugadas de versos y aguardiente, mientras el sol reventaba la cortina de la noche. Alumnos para compartir anécdotas y echar relajo por donde quiera se hallan, pero que sepan guardar secretos… de esos hay pocos. Aristeo estuvo con él cuando Ignacia tuvo su infarto, también cuando dejaron de llamarle los hijos que se fueron al norte. La soledad es un animal hediondo: para ahuyentarlo, pasaban noches enteras bebiendo y echando sones. Después Evaristo se fue apagando. En cuestión de semanas, la piel se le apergaminó.
Aristeo suspendió el trabajo para toser. Las figuras se detuvieron frente a él, esperando a que se recuperara antes de saludarlo. ¿Cómo está, don Aristeo? Qué gusto verlo, maestro, qué alegría. Venimos a tocar unos sonecitos con usted antes de ir al fandango de año nuevo, ¿cómo ve? Aristeo les devolvió una sonrisa a medias, mientras los estudiaba de reojo: chamacos escuálidos, deslavados por la ciudad. Recordó su antiguo vigor, su cuerpo sudando bajo el cielo raso. ¿Quieren agua?, no tengo nada más, se excusó. Pero los chicos venían preparados. Rubén sacó de su morral una botella –mezcal recién traído de Oaxaca– y una bolsa de naranjas. Nadie se atrevió a rechazar un gajo del sol líquido que empezó a circular de mano en mano.
Los chicos llevaban su mundo a cuestas. Mientras manipulaba el tabaco, Aristeo los escuchó hablar, sin esforzarse en seguir el hilo de la conversación. ¿Se fijaron que ayer la Xochi andaba como loca?, decía Juan. Se subía a cada rato a la tarima, y cuando alguien cantaba un verso se ponía a zapatear más fuerte. Al final ya no la dejaban subir, agregó María. Se enojó y se fue solita al otro fandango, el de Monte Aldeño. Yo creo que la Xochi andaba embrujada, dicen que vieron marcas de una mano roja sobre su falda…
Aristeo pensó en los días en que iba de fandango en fandango. La comida era lo de menos; siempre había quien convidara un trago o un tamal. Cuando no había transporte, se iba a pie de una ranchería a otra. Tocaba en fiestas, en bodas, también velorios. A veces se quedaba en un mismo pueblo por semanas, conquistando muchachas y estudiando con los viejos. Le gustaba aprender nuevas afinaciones: las jaranas tenían que adaptarse al clima y la madera de cada zona. Las cuerdas se iban acomodando como si fueran regiones del cielo nocturno. Las pisadas cambiaban de forma, igual que las constelaciones.
En aquellos tiempos, después de haber bailado toda la noche, la gente se iba temprano a trabajar, a cultivar con el cuerpo cansado y el corazón ligero. Él mismo ayudaba a sembrar o cosechar cada vez que regresaba al pueblo. Se estaba ahí con su padre y sus hermanos, pero en cuanto escuchaba de alguna fiesta, sus pies ya no podían estarse quietos, y vuelta a las andadas. Como si hubiera leído sus pensamientos, María volteó su silla para preguntarle: oiga don Aristeo, ¿y usted cómo fue que empezó a tocar?
Se hizo un silencio. Oyendo nomás, respondió el viejo, y con eso zanjó la conversación. Ni que les fuera a andar contando de la guitarra que su papá tenía arrinconada en la casa cuando era niño. De cómo lo molía a golpes cada vez que la usaba: pinche chamaco, ya ponte a hacer algo de provecho. Un día guardó algo de ropa, agarró la guitarra y se fue directo a ver a Ramón, el laudero. Te la vendo, le dijo. Esa guitarra está vieja, le respondió Ramón, no vale nada. Además, es de tu papá. Aristeo tuvo que esperar a que se tomara sus tragos de aguardiente, para que el corazón se le ablandara. Mira, estoy arreglando una sexta a la que se le oxidó el alma. Ramón le mostró una varilla de acero que descansaba sobre la repisa. Si me dejas desmontar esa que traes y no dices nada, te regalo una jarana que tengo ahí en el desván, ¿cómo ves?
Con ese instrumento, Aristeo ganó el concurso de San Francisco Cuachilapan, años más tarde. No era la primera vez que se encontraba tocando frente a frente con algún desconocido, esperando la salida del sol como se espera la llegada de un juez inapelable. Habían empezado más de cincuenta; a la medianoche comenzó el duelo de versos. Los contrincantes se subían por pares al estrado, hasta que uno de ellos se quedaba sin respuesta. Ya solo quedaban cuatro o cinco, cuando apareció aquel extraño vestido de negro. Muchos pensaron que estaba ahí para retar a alguien, pero él nomás se quedó mirando a los versadores, como observando truchas en la pecera de una fonda.
Lo que siguió fue una serie de sucesos inexplicables. Aristeo había dejado la jarana apoyada contra la pared para ayudar a cargar una tarima. Cuando regresó, notó que estaba movida de lugar. De forma instintiva, buscó al extraño vestido de negro, pero no lo vio por ningún lado. En ese instante una mujer de rostro adusto se acercó para avisarle que era el siguiente en la lista de improvisadores. Aristeo tomó la jarana y caminó hacia el estrado, donde se hallaba su contrincante, un muchacho alto y fornido. Mientras daba unos rasguidos al aire, notó que le habían cambiado la afinación a su instrumento. Con el rabillo del ojo distinguió la silueta de Evaristo acercándose y moviendo los brazos, apurado.
–Aristeo, ¡espera!
Evaristo subió los escalones y se acercó a murmurarle:
–Alguien le echó mal de ojo a tu jarana, mejor te presto la mía.
El rostro de Evaristo delataba una ansiedad que le pareció exagerada.
–A mí los brujos no me asustan.
Aristeo tomó su lugar en pequeño escenario. La intuición guio sus dedos por los trastes, y la madera retumbó como mil jaranas juntas, lanzando los primeros acordes del Buscapiés. El instrumento se amoldaba perfectamente a sus manos: nunca se había sentido tan cómodo. Su contrincante parecía agotado de antemano: tartamudeaba, se le enredaban las ideas. Uno por uno Aristeo fue derrotando al resto de los oponentes; al alba, lo declararon vencedor. Los organizadores del evento corrieron a felicitarlo y le entregaron una botella de alcohol de caña. A partir de aquel fandango, su nombre empezó a sonar por todas las rancherías.
Casi al mismo tiempo, y sin saber muy bien por qué, la relación con Evaristo empezó a deteriorarse. El maestro parecía molesto, y lo recibía de mala gana. Aristeo siguió buscándolo de vez en cuando, llevándole algún regalo, preguntándole por su salud. Lo consternaba pensar que un versador de ese tamaño se hubiera quedado tan solo. Una víspera de año nuevo fue a visitarlo con un par de compadres; lo encontraron inflado como un globo, con la piel grisácea, casi blanca. Recostado en un petate, deliraba; murmuró versos a lo divino hasta que su cuerpo se hizo cenizas. Como nadie vino a buscarlas, Aristeo las arrojó al río Papaloapan. Desde entonces nunca celebraba el fin de año.
El recuerdo de esa noche le llegó en desorden, y Aristeo trató de ahuyentarlo. Seguía sentado en silencio: hay cosas que no pueden hablarse. Maestro, ¿de veras no quiere un poco de mezcal? La novia de Juan sostenía la botella con una sonrisa casi materna. Aristeo asintió y se llevó un poco de licor a los labios. Un hormigueo placentero le recorrió las encías. Algunos de los chicos ya habían sacado sus instrumentos, Rubén tamborileaba con los dedos. ¿Qué, nos echamos un Siqui? María lanzó la declaración con la leona, y las jaranas empezaron a rasguear al unísono.
El día empezaba a refrescar. La música entró por el cuerpo de Aristeo, calmando a los pájaros carpinteros que perforaban sus pulmones. La luz del atardecer se filtraba por el carrizo, llenando el patio con polvo dorado que cercaba a los músicos. Poco a poco, el barullo de unos tambores empezó a colarse entre los acordes. El suelo retumbó como si se acercara una estampida. ¡Una!, gritó Rubén. Todos callaron, tratando de distinguir el canto que parecía dirigirse hacia la casa.
Ya se va el viejo
muriéndose de risa
Ya se va el viejo
muriéndose de risa
porque a media noche,
porque a media noche
lo vuelven ceniza
lo vuelven ceniza.
Ya se va el viejo
bailando en el alambre
Ya se va el viejo
bailando en el alambre
porque el pobrecito,
porque el pobrecito
está muerto de hambre
está muerto de hambre…
Aristeo aguzó la mirada: afuera unas mujeres altas y voluptuosas, vestidas de colores, se acercaban riendo y bailando, seguidas por tamboreros. Al frente de aquel grupo se distinguía una figura barbada agitándose como poseída. ¡Es la conga del viejo! En cuanto los divisaron, las mujeres desviaron el rumbo hacia la casa. El viejo parecía feliz de ver a Aristeo: apuraba el paso, jugando con el bastón y moviendo las caderas. Aristeo se había levantado para verlo desde la entrada. Le parecía raro que aquellas personas hubieran llegado hasta ahí: normalmente se entretenían en la ciudad, deteniendo el tráfico o metiéndose a algún bar a pedir limosna. En aquel páramo boscoso, con las sandalias cubiertas de tierra, parecían espectros de otro mundo.
El viejo llevaba ropa negra, lentes oscuros y un sombrero de palma. La barba abundante cubría todas sus facciones, si bien estaba claro que se trataba de un muchacho. El personaje avanzó hasta colocarse frente a Aristeo, bailando con gesto desenfadado. Aristeo miró a su doble, un remedo de sí mismo. Si no es que él era el remedo de aquel otro viejo. Algo en su gesto le parecía familiar, y al pensarlo sintió un escalofrío. Échese una zapateada, maestro, exclamó María. Aristeo miró al resto de los chicos, que no parecían incómodos frente a la coquetería de las vestidas. Esbozó una sonrisa parca; les dio la espalda y fue a sentarse en la banca.
Estaba oscureciendo.
La música se había vuelto enérgica. Aristeo seguía despalillando lo que faltaba de hojas. Sintió sus manos secas, endurecidas. Cerró los ojos. No supo si se había quedado dormido cuando alguien lo sujetó y lo obligó a incorporarse. Avanzó lentamente, sin entender nada, empujado hacia donde se encontraban los otros. Los cuerpos de las vestidas se distorsionaban bajo la luna, arrojaban sombras que se confundían con los árboles. La noche se había tiznado de un humo denso y oloroso.
De golpe, recordó con claridad el día en que había ido a visitar a su maestro, en víspera de año nuevo. La transformación estaba casi completa, pero tuvo que tocar un rato para que las tripas de Evaristo se le volvieran cohetes, para que el fuego lo devorara apenas dieran las doce. Aristeo se estremeció. A pocos metros, el falso viejo agitaba su pelvis cerca de Rubén. El muchacho, que estaba de espaldas, movía las posaderas frenéticamente; su nuca sudaba gruesas gotas. Sin dejar de moverse, como si hubiera sentido el peso de los ojos del versador, volteó hacia él. Aristeo vio con espanto cómo su rostro se había transformado en el de Evaristo.
Nadie más pareció darse cuenta. María y la novia de Juan se habían unido al baile, sus cuerpos ondeando como culebras. El muchacho con rostro de Evaristo empezó a acercarse. Su jarana tronaba igual que mil jaranas. Aristeo quiso alejarse, pero sus pies parecían anclados al suelo. Entonces la reconoció: aquella afinación diabólica que escuchó en San Francisco Cuachilapan, rasgando su pecho. Sintió ganas de gritar, pero en vez de eso le vino un acceso de tos: algo se estaba quemando. El tabaco, pensó, y logró correr hacia la banca. Demasiado tarde.
Ya había amanecido cuando los jóvenes decidieron irse. Uno a uno le agradecieron y se alejaron, con paso tambaleante. Aristeo no dijo nada: los despidió sin moverse, sentado en la banca de madera, con la mirada fija y la piel cubierta de ceniza. No era más que un muñeco relleno de papel, igualito a los que humeaban en los patios continuos, junto a los buscapiés que los vecinos quemaron a medianoche.
Julia Piastro (México D.F., 1989). Escritora, traductora y editora de fanzines. Doctora en Literatura Latinoamericana y Latinx por la Universidad de Cincinnati. Ha publicado los poemarios “Agua Sucia” (Editorial Veme, 2013), “Pies en la tierra” (Editorial Literal, 2016), “Perro asco” (Ojo de Golondrina, 2020) y “Blues de Nadie” (Los libros del Perro, 2020), así como el libro de crónica “Derecho de Piso” (Los libros del Perro, 2023). Colabora con diversos músicos y artistas sonoros, y explora géneros literarios híbridos.