En 2018, Barragán volvió con El gusano, una novela de ciencia ficción en la que la piel pierde la capacidad de contener los órganos y la conciencia de los individuos, que ahora están expuestos a mezclarse con cualquier forma de vida con tan solo tocarla. Bajo esa premisa, Barragán logra una impresionante mirada del conflicto colombiano y sus secuelas en la vida cotidiana, una mirada tan aguda y penetrante, que poco tiene que envidiar a cualquier propuesta realista sobre el tema. Esto nos dijo en conversación con Temporales.
Es artista visual y se especializó en arte islámico en Egipto. ¿En qué momento se empezó a interesar en la literatura?
Es una historia divertida: empecé a escribir porque jugaba Calabozos y Dragones al tiempo que leía los libros de Tolkien. Pensaba que todo lo que estaba leyendo se parecía a las aventuras de mis juegos de rol, así que comencé a escribir la historia que estaba jugando con mis amigos. Creo que ahí fue donde comenzó todo, aunquetambién viene de compartir con amigos a los que les gustaba mucho la literatura y que me compartían libros. Empecé a escribir cuando estaba en el colegio pero seguí escribiendo cuando entré a la universidad. El lenguaje de las artes plásticas me permitió usar algunas de esas cosas en la escritura, sobretodo a abrir la imaginación.
Tanto en Vagabunda Bogotá como en El gusano, sus novelas vienen con un concepto visual claro…
Sí, en Vagabunda Bogotá estaba un poco inspirado en un libro de Douglas Coupland que se llama La vida después de Dios. Además de ser escritor, Coupland también es artista plástico e integra pequeños experimentos en sus novelas. Yo quise hacer algo parecido, pero también influenciado por unas pinturas para colorear que hizo Andy Warhol. Así aparecieron las ilustraciones del libro, que solo tienen que ver con un pequeño detalle de cada capítulo. Ya cuando escribí El Gusano, había empezado a hacer ilustración digital. Para ese entonces me había alejado mucho de las artes plásticas y me enfoqué más en la ilustración de Ciencia Ficción y de Fantasía, que es algo que a los artistas plásticos o a los museos no les interesa tanto. Gracias a que El Gusano se ganó una beca de publicación, las pudimos imprimir a color.
Por momentos, en El Gusano, la narración está fuertemente mediada por el discurso de los medios de comunicación, mientras Vagabunda Bogotá el libro está lleno de definiciones más o menos arbitrarias ¿cómo llegó a esos recursos y en qué medida encajan con lo que quería lograr en ambos proyectos?
Si uno ve las noticias todo el tiempo, uno empieza a entender que la información siempre va a pasar por un filtro, que todo está mediado por distintos narradores. Siento que mi aproximación, por ejemplo, al conflicto armado nunca ha sido personalizada. He conocido militares, pero nunca he conocido a un guerrillero, a un paramilitar y a un montón de actores del conflicto que solo he conocido a través de las noticias. Me parecía que la forma más realista que tendría de hablar de temas en los que no he participado era a partir de ese filtro. Ahora, Vagabunda Bogotá, es una novela más experimental. No sé cómo surgió el uso de definiciones, pero sé que en ese momento estaba muy influenciado por (Rafael) Chaparro y Georges Perec. Creo que lo que estaba intentando era encontrar un ritmo y definir algunos conceptos pero de una forma absurda y un poco más intuitiva.
A propósito de Warhol, en ambas novelas hay una reinterpretación de lo pop, desde los Kaijus hasta las marcas de productos con los que todos crecimos en Colombia ¿por qué llenar estos mundos ficcionales con esas mercancías y por qué hacer una literatura que se aleja de los grandes temas para detenerse en lo efímero y omniprosente, en las licuadoras Oster y en el Chocorramo?
Escribo de las cosas que conozco y, obviamente, lo más familiar para mí son estas cosas que, de alguna manera son pop. Probablemente mis libros son una mezcla de realidad, de las personas que conozco y de los conceptos y marcas que, sin embargo, termino llevando a un lugar muy distinto. Siento que al hablar de las cosas que me suceden a mí, de las cosas que hacen parte de mi vida, estoy siendo honesto y creo que eso es importante.
Junto a esos materiales, de alguna manera banales, también aparecen elementos teológicos…
El budismo me interesaba muchísimo cuando estaba escribiendo Vagabunda Bogotá, y en parte eso, junto a mi lectura de la generación beat —Ginsburg, Burroughts, Kerouac—influenció mucho la novela. Después de esa novela hice un viaje en bicicleta, por Asia, y allá, en una mezquita de Uzbequistán apareció lo que me hizo estudiar arte islámico, en Egipto.Aunque el islam no me pareció tan interesante como la religión judía o incluso el cristianismo, creo que lo que hay en toda esa búsqueda es interés en torno al misticismo. Es raro porque siente el tema de la religión me interesa muchísimo, pero soy ateo y la idea de unirse a dios, de dejar de ser un individuo y formar parte de algo mucho más grande, que además es capaz de entenderte, es algo que quería explorar en El gusano. También creo que esa búsqueda tiene que ver con algo que, en principio es todo lo contrario; con la soledad, con sentirse aislado.
Sobre ese aislamiento, en sus novelas los grupos humanos aparecen como oportunidades para superar la soledad, pero también hay una mirada muy crítica de esos grupos porque, al mismo tiempo, son una especie de aplanadora que anula la diferencia. Pienso, por ejemplo, en la violencia totalitaria de los punks de Vagabunda Bogotá ¿Cree que los elementos queer en sus novelas cumplen el rol de contrarrestar esas tensiones?
En mi vida he pasado por el proceso de romper muchas barreras y hacerlo me ha hecho muy feliz. Cuando era chiquito, no aceptaba que me gustara el reguetón o la música para bailar, como la salsa. Cuando pude romper esa barrera pude abarcar muchísimas más cosas. Creo que algo parecido pasa con lo queer. Siento que las ficciones que armamos en torno cosas como el género, las religiones o las nacionalidades limitan nuestra capacidad de ser felices, de abarcar más cosas; son una esfera mental en la que estamos y nos hacen sentir que hay un límite entre una persona y la otra.