Ilustración: Manuela Caicedo
La canción de lo profundo
—Dossier El otro-animal—
Las orcas cantamos en lo profundo. Yo nací en las aguas tibias del Mar Extenso, cuando mi clan cruzó desde más al norte, frío y nutritivo, en donde pasamos la mayor parte de nuestras vidas. En aquellas latitudes, el agua es oscura y llena de nutrientes. Tienen en su frontera aquella tierra de grandes promontorios como arrecifes de coral secos, que se levantan a lo lejos. Nuestro hogar es el profundo mundo del océano; en la superficie la luz es intensa y el agua cálida. Hay muchos colores, todas las tonalidades de azul hasta el turquesa. Una de nuestras lecciones es aprender todos los tonos y los cambios que se producen cuando nos vamos sumergiendo. La superficie es ideal cuando queremos jugar, comer o sanar nuestra piel; en las profundidades, el agua es oscura y rápida, fría y rápida; ahí podemos husmear por aquí y por allá. En las aguas profundas el suelo, cuando lo encontramos, está lleno de pequeños peces que son manjares. Madre y los mayores dicen que muchos años atrás, antes incluso de que ella fuera pequeña, el fondo estaba lleno de vida. Mucha más vida de la que hay hoy. Con los años los peces y la vida que habitaban en las profundas mesetas del Mar Extenso fueron disminuyendo; en su reemplazo aparecieron extraños objetos de muchas formas y colores; con el tiempo los objetos se iban quedando sin color. Era divertido masticarlos pero si los comíamos enfermábamos. Si los mordías su textura era similar a la de los calamares pero no tenían ningún sabor y entre más los tuvieras entre los dientes peor era.
Cuando desperté a la vida el agua fría y salada fue vivificante, una descarga de energía. En el Mar Extenso, nuestro hogar, nadamos con total libertad. Desde pequeños cruzamos las vastas aguas y descendemos a lo profundo. Una de las primeras lecciones de Madre fue jamás comer estos nuevos visitantes de la profundidad que han reemplazado a los pequeños peces. Dicen que aparecen en la superficie y luego van cayendo hasta lo profundo. Otros clanes dicen que son las entrañas de algunas ballenas enfermas, que al morir explotan y los esparcen; otros, que las sirenas de la superficie, que siempre surcan los mares en extrañas mantas, las echan al mar porque en tierra no tienen espacio; otros dicen que son los excrementos de las sirenas de la superficie; nadie sabe con seguridad de dónde vienen. Madre nos contó alguna vez que antes de ser la líder del clan, antes de que acompañaran a su madre a lo profundo para morir, se encontraron con un clan que había dejado el Mar Extenso. Aquel clan había viajado durante años a través de los otros mares conocidos. Le contaron entonces a Madre y los suyos que las sirenas de la superficie siempre se acercaban a nuestra especie, pero que nunca nos hemos podido comunicar.
Nadie sabe de dónde vienen las sirenas de la superficie. Algunas creen que son como los delfines pero más torpes pero diestros en sus cosas. Hay cantos de otros clanes que cuentan que son dioses que han salvado a varias de nosotras; Madre misma escuchó estas canciones y las cantó de pequeña. Otros piensan que alguna vez vivieron en los mares con nosotras pero que luego, por alguna razón, se marcharon a la superficie. Nadie sabe de dónde vienen pero todos los clanes del Mar Extenso y los que cruzaron hacia el Mar Angosto dicen que hubo una época en la que se alimentaron de ballenas. Cazaban grandes ballenas en plataformas que surcaban la superficie y cuando esto ocurría ayudaban a todos los clanes y les daban comida. Nadie sabe cuándo ni por qué acabó esta alianza, pero todos los ancianos escucharon de aquella época y de la ayuda que nos brindaron. Los cantos más antiguos así lo cuentan.
Pero al parecer, como nosotras, las sirenas de la superficie son muchas y no todas son buenas. Si ellas son las responsables de lo que ocurre en lo profundo del mar nadie lo sabe. Madre dijo que siempre debíamos respetarlas. Podemos comer a todos los animales, incluso perseguirlos y cazarlos si necesitamos entrenar a los nuevos, o cuando estamos aburridas. Pero jamás debemos atacarlas. Es una ley que hemos aprendido de generación en generación y nadie ha nacido aún que la quebrante. Tal vez, como pensaba Madre antes de morir, y también su madre antes que ella, las sirenas de la superficie fueran las almas de las orcas muertas que toman esa nueva forma y protegen a las orcas vivas. Por eso el clan jamás las atacará, pues si esto es verdad no queremos lastimar el alma de nuestras antepasadas.
Alguna vez un clan perdió a uno de los suyos por culpa de las sirenas de la superficie. Era solo un bebé. La madre de aquel desdichado no lo soportó y no comió de tristeza hasta que murió. Nunca supimos muy bien lo que ocurrió. Solo escuchamos historias que decían que las sirenas se habían llevado a un bebé de aquel clan. Se fue a su mundo y jamás volvieron a saber de él. Cuando oímos esa historia, Madre ya nos había dejado y pienso que fue para mejor. No creo que le hubiera gustado escuchar aquello. Madre tenía unos ojos preciosos y cantaba todo el tiempo mientras nadábamos por las profundidades. Era su manera de enseñarnos cómo debíamos mantenernos unidas en medio de aguas oscuras y profundas. Ella nos enseñó que la profundidad es música, que todos los grandes animales cantan en lo profundo, especialmente las grandes ballenas. En las aguas profundas, donde la oscuridad es eterna, las ballenas y orcas cantan para mantenerse unidas y no perderse. Cada clan tiene una canción especial y sus miembros la aprenden desde pequeños. Las grandes ballenas también tienen sus canciones. No las entendemos completamente pero son las más hermosas de la profundidad.
Cuando acabó mi niñez y empecé a comer más peces, Madre y los mayores nos reunieron; cruzamos entonces el Mar Extenso, hacia las aguas más al sur, las de la corriente fría por donde viajan las ballenas azules. Madre nos llevó a la zona de la superficie y nos pidió que la siguiéramos en todo e imitáramos lo que ella y los mayores hicieran. Empezamos a nadar con todas nuestras fuerzas en una línea, siguiendo la forma de una mantarraya, con Madre a la cabeza y los mayores posicionados a su derecha e izquierda. Mis hermanos mayores iban un poco más atrás; y, al final, cerrando la formación, yo y las cuatro más pequeñas. Entonces Madre divisó un gran tiburón solitario. El gran tiburón puede detectar a cualquier animal que se le acerque. Pero cuando se nada en círculo y se le va acercando de esta manera, por alguna razón sus habilidades quedan neutralizadas y es como si fuera ciego ante el peligro que se le acerca.
Madre empezó a dibujar un extenso círculo de varios metros ante el gran tiburón. El artilugio sirvió, no se percató de que nueve orcas lo habían rodeado. Nunca he entendido cómo los grandes tiburones pueden ser tan buenos cazando pero incapaces de sentir la presencia de las orcas cuando empleamos esta técnica. Es una técnica aprendida. De no ser por ella los grandes tiburones se percatarían de nosotras y huirían en el acto. Madre nos pidió que sigamos nadando en círculos cada vez más estrechos mientras ella se separaba de la formación; entonces el gran tiburón pareció tomar conciencia de que un peligro lo acechaba pero parecía no poder responder. Nadó un poco antes de quedarse quieto, como hipnotizado. Madre enfiló directamente contra él. Era una hembra de gran tiburón de unos cinco metros. Madre la embistió con toda sus fuerzas, con la mandíbula abierta. El golpe fue tan fuerte que la gran tiburón parecía un pequeño arenque. Madre la atrapó en su boca y la sacudió decididamente antes de soltarla; cuando lo hizo volteó y nos indicó que nademos hacia ella; en formación, ordenadas, nos precipitamos hacia nuestro festín.
De Madre y de adultos aprendí cómo cazar y devorar al gran tiburón. Los arenques y atunes, veloces y suaves, nos proporcionan una gran cantidad de nutrientes pero el gran tiburón es un festín que nos damos de vez en cuando. Madre nos enseñó a cortar la barriga, luego de haberlo matado y extraer su hígado. El hígado de los tiburones es delicioso. Después de comerlo uno siente un calor extraordinario en todo el cuerpo y su fuerza aumenta durante varios días. De todos los hígados de tiburones, el más delicioso es por supuesto el del gran tiburón. Madre nos enseñó entonces muy bien. Nadie lo hacía mejor que ella. Ahora que yo la he reemplazado, he intentado convertirme en una gran cazadora del gran tiburón. A veces lo he conseguido, a veces no. Pero siempre recuerdo que Madre y los mayores de ese entonces lo hacían muy bien. No sé cómo consiguieron ser tan buenos, porque el gran tiburón huye muy rápido apenas siente a las orcas acercarse. A pesar de nuestro sigilo, muchas veces no logramos evitar que se percaten de nuestra presencia y huyan antes de poner en marcha nuestra danza de cacería.
Cuando llegó el momento de separarnos de los últimos mayores de la generación de Madre viajamos más al Sur, hasta los confines del Mar Extenso, allá donde las aguas culminan en el continente helado. Nunca hacemos ese viaje a menos que tengamos que despedirnos de un mayor. Cuando llegó el momento, casi en las aguas de los hielos, en la zona más austral pudimos ver a otros clanes de orcas que solo viven en esas aguas lejanas. Cantaron para saludarnos y yo no pude evitar llorar y recordar las bellas canciones que Madre me cantaba de niña. Las orcas de aquel clan se mantuvieron a distancia y luego de unos minutos elevaron sus aletas en señal de respeto. Querían dejarnos solas en el momento de la despedida. Cuando los dos últimos mayores empezaron a sumergirse nosotras los rodeamos.
Durante unos minutos, como Madre antes, frotamos nuestros cuerpos con los de ellos a manera de cariño y despedida. Nuestros dos últimos maestros se fueron sumergiendo más y más en lo profundo. Nosotras los acompañamos hasta donde nos permitía la respiración. Pero ellos ya estaban más cerca de la muerte que de la vida y se dejaron llevar y siguieron descendiendo mientras sus pulmones dejaban de funcionar. Aquella pareja de mayores había pasado toda la vida juntos. Se habían apareado juntos y habían cazado juntos, habían sido nuestros maestros. No quisieron separarse ni en el final. Y aunque eso era una tradición muy poco frecuente en nuestra cultura, y nos dejaba sin dos miembros del clan al mismo tiempo, respetamos su decisión. Cantamos entonces nuestra canción de despedida y lloramos por nuestros mayores antes de regresar a la superficie.
Después de dejarlos nos entretuvimos con el espectáculo de las aguas del Sur; islotes de hielo que servían a las focas para huir de las orcas locales, imponentes montañas de hielo que dejaban caer sus capas al agua, ballenas centenarias que comían sus últimos alimentos. Emprendimos luego el viaje de retorno al norte, a nuestro hogar. En el mar abierto, lleno de libertad y amplitud, nos topamos con una orca solitaria. Es muy raro ver aquel espectáculo y por lo general se trata de un renegado, un violentista o un criminal. Ninguna orca nada sola en el vasto mar. Cuando estuvimos cerca le ordené al clan que se quedaran ahí donde estaba y avancé yo sola hacia el desdichado.
—¿De dónde vienes?—canté.
—Estoy perdido. Hace muchos años fui separado de mi clan por las sirenas de la superficie—me respondió.
—¿Y dónde estuviste todo este tiempo?
—Con las sirenas de la superficie— me respondió. —Ellas me llevaron a su mundo, un lugar que llaman Acuario. Hay muchos de ellos, todos con nombres extraños. Estuve con ellas más de veinte años. Me alimentaron y me enseñaron su idioma. Siempre quise volver al Mar Extenso y reencontrarme con mi clan pero era muy pequeño cuando ocurrió y las sirenas me alimentaban mucho. No quería dejar esa vida y no sabía cómo escapar.
—Eran cárceles, dices—canté intrigada.
—Hay una muy grande que se llama SeaWorld—cantó de vuelta.
—¿Ci uork?— le respondí.
—¡No! Se dice: siii uord— me respondió. —El lenguaje de las sirenas es complicado pero uno acaba entendiendo.
—¿Y cómo llegaste a escapar?—canté asombrada por la historia que me contaba.
—Yo no estaba solo. Había otras orcas—me respondió agitado. —Todas vivíamos apiñadas en horrendas prisiones pequeñas. Nuestra piel se estropeaba todo el tiempo. Las sirenas de la superficie nos cuidaban, jugaban con nosotras. Pero no podíamos salir. Ellas eran buenas con nosotras pero no sabíamos por qué no nos liberaban. Tienen un nombre que comprendí después de muchos años. Hombres, se llaman a sí mismos. Y a nosotras nos llaman cazadoras de ballenas. Un día todas enfermamos. Una de nosotras mató por error a un hombre que nos cuidaba. Era una hembra. Luego de eso una de las nuestras murió y así los hombres empezaron a enviarnos al mar otra vez. A mí me llevaron al lugar en donde me habían encontrado más de veinte años atrás. Desde entonces empecé a nadar hacia el sur. Recordé que mi madre y mi clan siempre viajaba al sur para aparearse.
—Puedes venir con nosotras si deseas— canté.
—No— me respondió él. —Quiero encontrar a mi clan y saber si mi madre todavía vive. Si no logro encontrarlos seguiré nadando hacia el Sur. Una orca que alguna vez logró escapar pero fue capturada de nuevo me dijo que en las aguas polares había descendientes de orcas que habían convivido con las sirenas. Esas orcas eran desheredadas, marginales y sabias. Me dijo que si lograba escapar algún día fuera al Sur y me uniera a aquellos clanes, que ellos me aceptarían y protegerían.
—Mucha suerte en el Sur— canté y agité poderosamente mis aletas en señal de despedida.
Cuando se marchó una gran tristeza me embargó por la miserable vida que aquel desdichado había tenido y que aún no terminaba.
Mi clan se reunió otra vez y seguimos nuestro viaje de regreso. Me pregunté entonces si aquel desdichado era el mismo de la historia que Madre me contó. Me dijo que en aquella prisión había más orcas. ¿Cuál sería la del relato de Madre? ¿Y por qué las sirenas de la superficie secuestraban a las orcas y las alimentaban? Alimentar a una orca requiere de muchos peces. ¿Las sirenas hacían el trabajo de salir a cazar peces todos los días? ¿Y por qué lo harían? Tal vez aquellas orcas de siii uord pasaban por eso para acceder a algún conocimiento especial que pudiera ayudarlas.
Luego de varias semanas de nado, finalmente llegamos a nuestras aguas. Los más pequeños se deslizaban por la superficie, llenos de felicidad por haber hecho aquel viaje extraordinario. Nosotras, las líderes del clan, las adultas, decidimos buscar algo de alimento. A lo lejos vimos a una gran ballena azul. Nos acercamos para saludarla. El poderoso animal empezó a acelerar su nado. Yo no comprendí por qué lo hacía. Pero al alcanzarla, le cerramos el paso. Primero quisimos conversar con ella; luego, saber por qué había tratado de huir de nosotras.
—Por favor, no me coman— cantó desesperada.
—Nosotras no te haremos daño. Solo comemos peces y muy rara vez focas— canté para tranquilizarla.
—En la parte norte del Mar Extenso, en donde las aguas se ponen más frías, hay orcas que cazan a las ballenas y matan a nuestras crías— cantó antes de ponerse a llorar.
—Nunca hemos visto orcas cazando ballenas. Sabemos que hay clanes que lo hacen pero nunca nos hemos topado con uno— le canté y empecé a nadar cerca y frotar mi cuerpo contra el suyo en señal de amistad.
Le pedimos que cantara alguna de aquellas bellas canciones que solo las ballenas azules saben pero no tenía ánimos; en cambio, cantó una triste canción solitaria que hablaba de una madre buscando a su hija en el mar abierto. No pude evitar llorar al escucharla. Nadé a su lado durante unos minutos para despedirla y luego regresé con las mías.
Cuando el clan se reunió les canté a las más jóvenes el episodio con la ballena azul solitaria. En el extenso mar no hay especie que no conozca la bondad y el mal. No todas las orcas somos buenas, como tampoco lo son todas las ballenas o todos los delfines; hasta las misteriosas sirenas de la superficie parecen ser amigas a veces y voraces secuestradoras otras tantas. Les canté entonces lo que tal vez Madre nunca llegó a conocer: que las orcas nos debemos a nuestro clan y a las nuevas generaciones. Pero que eso no significa que debamos perseguir ni torturar a las grandes ballenas ni a los delfines. Si había orcas que lo hacían, nosotras jamás seguiríamos esas costumbres.
Madre me dijo que las canciones que cantaban las orcas eran tan importantes como las técnicas de cacería o cómo aparearse en las aguas tibias de los corales. Yo, además, descubrí que el resto de canciones de la profundidad, cantadas por las ballenas y delfines, eran tan importantes como las nuestras, especialmente las canciones solitarias y de amor de las grandes ballenas azules. Solo las sirenas de la superficie parecían no saber cantar; solo ellas parecen no tener nada que cantar.
José de niño fue domador de perros chuscos en un barrio popular de Lima. Por supuesto que ama a los animales aunque no tiene ni ha tenido ninguno a su cuidado desde hace más de veinte años; y, sobre todo, no le gusta que los lastimen. En esta perra vida desde 1984.