V. Guillermo Campelo
Ilustración por Azul de Metileno
Todo empezó con la caja. Cuando llamó a su madre para contarle que estaba embarazada ni siquiera la felicitó o le preguntó quién era el padre, tan solo le contestó que menos mal, que se le iba a pasar el arroz al ritmo que llevaba. Colgó antes de que continuara con su perorata. La caja gastada, con el cartón arrugado por la humedad y el moho negro que ascendía por las esquinas inferiores era la responsable de todo. Rosa no tenía ninguna duda.
Se había mudado hacía siete meses a un piso de apenas cincuenta metros cuadrados, situado en la confluencia de Alí Bei con Girona. Le encantaba estar cerca del Paseo de Sant Joan y del parque de la Ciutadella. Sin embargo, era tan pequeño el piso que había tenido que contratar un trastero donde amontonar las cajas de la mudanza. Tendrías que haber aprovechado para venirte a Rubí, hay mucha más calidad de vida, le afeó su madre cuando le enseñó el nuevo piso. Esto parece un zulo.
—Esté tranquila, todo va bien. Lento, pero seguro.
En el trastero de tres metros cúbicos apenas cabía un alfiler cuando los de la empresa de mudanza terminaron de apilar las cajas, pero a medida que fueron pasando los meses ya vislumbraba la pared metálica del trastero. Todo el mundo temía el día del traslado cuando lo peor llegaba después, todas las cajas pendientes de desembalar y ordenar. La elección del trastero había enlentecido todo mucho más. Por alguna extraña razón, siempre rechazaba llevarse al piso la caja. Cuando la tenía delante, la apartaba y cogía otra. No sabía qué había dentro, no la había etiquetado, lo cual le llamaba la atención porque hasta en el momento de mayor estrés se las había apañado para poner una palabra con el rotulador: libros, estantería, cocina, mezcla, etc. Prefería elegir otra en su lugar. Con esa actitud no llegarás a nada en la vida, recordó que le reprochaba su madre cuando evitaba resolver los problemas postergándolos para otro momento, con la vana esperanza de que desaparecieran sin más.
Cuando habían pasado siete meses, esa caja era la única que quedaba. Se arrodilló ante ella y le llamó la atención que el logo de la empresa de mudanza, desgastado por el paso del tiempo y que apenas se distinguía, no pertenecía a la que ella había contratado. Intentó alzar la caja, pero enseguida apartó la mano porque el fondo estaba húmedo y en las yemas de los dedos se le había pegado un poco de cartón deshecho, quedándole una plasta desagradable. Mientras se limpiaba la mano con una mueca de horror tuvo una epifanía: la caja no era suya.
—Bueno, parece que esto va cogiendo un poco de ritmo. Es normal, las primeras veces siempre cuesta mucho más. ¿Siente dolor?
En la recepción del almacén le reprocharon que eran una empresa seria y que el trastero estaba vacío cuando descargaron las cajas, que el error debía de ser de ellos. Llamó por teléfono a la compañía de mudanzas y le dijeron que sí, que quizás había sido su error. No obstante, como nadie había reclamado ningún extravío y habiendo pasado tanto tiempo ya les daba igual, que hiciera lo que quisiera con la caja. No le supieron responder cuando les preguntó por qué la caja tenía el logo de una empresa distinta. No conocemos esa marca, señora. Buscó por internet el logo y llamó al número de teléfono que aparecía. Solo obtuvo un pitido agudo como respuesta.
—¿Quiere que llamemos a alguien para que esté con usted?
Abrió la caja y un fuerte olor a humedad rancio la sacudió. Estuvo a punto de vomitar. En su interior, rodeado de una fina capa de moho verdoso, había ropa de bebé, algunos juguetes y una manta que se deshizo nada más tocarla. Rosa vacíó el contenido en una bolsa de basura y salió del trastero. Su madre no habría dudado en deshacerse de la caja. En cambio, Rosa vaciló y cuando apenas le faltaban unos metros para llegar al contenedor marrón, dio media vuelta y emprendió el camino de vuelta a casa.
—Bien, ahora vamos a pedirle que empuje, pero debe hacerlo cuando le digamos nosotros, para que no gaste fuerzas innecesariamente.
Tardó un tiempo en darse cuenta de que estaba embarazada. No le dio mucha importancia a los dos meses que estuvo sin la menstruación. Ya le había sucedido en otras ocasiones, eres de constitución delgada, le dijo el médico como única explicación. Y cómo iba a pensar que estaba embarazada si hacía más de seis meses que no echaba un polvo. Al tercer mes de ausencia visitó a la ginecóloga. Estaba embarazada de catorce semanas y un día. El aborto ya no era una opción. Si su madre se hubiera enterado de que pensaba en interrumpir el embarazo la habría abofeteado.
—Ahora, empuje, empuje, empuje, empuje. Venga, no pare, vamos, tiene que hacer un esfuerzo más. Vale, descanse, coja aire. Hasta que venga la próxima paramos, recupérese. Necesitamos que la próxima vez empuje mucho más fuerte, Rosa.
Esta vez fue su madre quien llamó. Tendrás que comprar ropa para el bebé. Para recién nacido tengo, que me ha dejado una amiga una bolsa de ropa, mintió Rosa. De acuerdo, pero hay que conseguir un carrito, una silla para el coche, y siguió enumerando todas las cosas que necesitaba un recién nacido, aunque Rosa había dejado de escuchar hacía un rato. En su cabeza no dejaba de darle vueltas a cómo podía haber sucedido y la única respuesta que le venía era que la caja mohosa del trastero tenía algo que ver. Por cierto, quién es el padre, querida, le preguntó su madre. No hay padre, le contestó Rosa. Entiendo, le dijo su madre. Lo dudo, le contestó. Lo importante es que te hayas decidido a tenerlo tú sola.
—Venga, ya asoma la cabeza, Rosa, sigue así. En cuanto tenga un hombro fuera ya es coser y cantar. Vamos, Rosa, un último esfuerzo.
No te das cuenta de que esto es un regalo del Señor, le decía su madre. Pero, cómo puedes decir semejante estupidez. Pues ya me dirás, sin pareja y embarazada, no hay mayor señal divina. Si esto es algo sobrenatural, madre, es una maldición. El sonido de la bofetada resonó en la sala de espera y enmudeció a Rosa, que no volvió a decir nada más hasta que entraron en la revisión de las cuarenta semanas donde le anunciaron que estaba todo perfecto. Un varón con pocas ganas de salir, le dijeron, aunque solo podrá tener dos semanas más de tranquilidad, que a las cuarenta y dos semanas y un día le sacamos por la fuerza, se rió la matrona.
—Ya sale, Rosa, ya sale. Ahora no empuje, no empuje. Incorpórese y cójalo usted misma.
Rosa vio como de su entrepierna salía una diminuta cabeza cuyo tronco no se vislumbraba todavía. El ginecólogo mantenía sujeto al bebé por la espalda. Rosa alargó los brazos, lo agarró por las axilas y lo apoyó en el pecho. La sala del paritorio estaba en un silencio tenso hasta que cortaron el cordón umbilical. El bebé comenzó a llorar con furia, agitaba sus estrechos y largos brazos con violencia, pellizcaba los pezones de Rosa de manera furibunda mientras pataleaba sin parar. Rosa se fijó en que los sanitarios que la rodeaban se habían quedado helados ante la reacción del bebé. En ese instante, lo supo. La abandonaron las fuerzas, dejó caer los brazos y giró la cabeza para no ver más al bebé. Susurró algo inaudible y una matrona apenas consiguió agarrar a la criatura antes de que cayera al suelo.
V. Guillermo Campelo (Santa Cruz de Tenerife, España · 1985) es diplomado en Enfermería por la Universidad de La Laguna. Actualmente está cursando el tercer año de Narrativa en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonés y es estudiante de Lengua y Literatura por la UNED.