“Hace tiempo no se veía así, tan despejado” dice un científico mientras se quita el sudor de la frente y fotografía la última panorámica del estrecho desde la cubierta. Estamos en Punta Arenas, pero se siente lejos a ser la puerta de entrada al fin del mundo. Los fierros del Aquiles se reflejan nítidamente sobre el mar y el chirrío de la grúa que carga containers del tamaño de casas hace la espera del zarpe aún más tediosa. Miro a mi alrededor. Cientos de científicos deambulan desorientados con una chaqueta roja con el parche de INACH (Instituto Antártico Chileno) la misma que me han entregado a mí para aguantar el frío, la nieve y el viento polar que nos espera para esta Expedición Científica Antártica número 55 (ECA 55).
“Bienvenidos al mejor buque de la Armada”, dice un oficial que insiste en cargar mi maleta por los escalones empinados. El AP-41 Aquiles es un barco de guerra de proporciones formidables. Es largo como una cancha de fútbol y tan pesado (cinco mil toneladas) que no hay forma de frenarlo si ocurre una emergencia. La única forma de detenerlo es bajar el ancla y disminuir la velocidad con horas de anticipación. “El problema no es lo que hay arriba, sino lo que hay abajo. Este buque no es un rompehielos, y hay gruñones (témpanos) que el radar no detecta y nos pueden pegar en la hélice”, explica el oficial.
Esperamos el zarpe en el sector de popa, donde hay mesas de taca-taca, una “cantina seca” donde venden snacks y un televisor donde pasan las noticias. Distracción para horas de tiempo muerto. Los pasillos están plagados con fotografías de las bases rodeadas de pingüinos y la bandera chilena flameando por delante. La historia oficial de nuestra Antártica. Ese triángulo invertido bajo el confín sudamericano que es también tierra de todos y tierra de nadie. Sentados, los civiles (científicos, logísticos, un par de periodistas) de pie, los oficiales nos enfrentan con su corte varonil y proyectan el mapa que identifica el track y el territorio reclamado por Chile, aunque todos sabemos que sobre esa tierra conviven bases y refugios de decenas de países distintos. “Nuestros mundos son diferentes –me dice Verónica Vallejos, coordinadora científica de INACH que tiene la titánica tarea de conciliar los intereses de la Armada con los objetivos científicos de la expedición– tenemos un estilo de vida que nos hace pensar de otra forma a las Fuerzas Armadas. A pesar de eso, la temática de Antártica nos acerca. Pero hay temas, como la seguridad de las personas (que depende cien por ciento del comandante) en los que no podemos tener acuerdos”.
Al fin se configura el escenario de la travesía. Doscientos setenta pasajeros a bordo entre dotación y gente de INACH; casi ocho mil kilómetros que navegaremos desde los canales fueguinos para abrirnos al mar de Drake y luego de tres días de olas extenuantes, refugiarnos en los canales de la península Antártica. Ahí el buque hará de “taxi” para abastecer a las bases y desembarcar a los científicos en sus puntos de muestreo. Todo esto, insiste el comandante Edmunds –con su perfil de moai y físico de surfista– si las condiciones climáticas lo permiten. “Con la naturaleza no se puede pelear”, alerta. Los científicos se miran con leve gesto de preocupación. Años de investigación dependen de poner pie ahí donde el hielo surge en geometrías insospechadas. Necesitan ese pedazo de suelo, de musgo, la nieve de un volcán, la sangre de un pingüino; cualquier evidencia que apoye la tesis de que Antártica ya no es un continente aislado. “Es un sistema tan prístino y poco estudiado que cualquier cambio aquí es mucho más notorio”, explica Roger Sepúlveda, biólogo marino que viene a estudiar las comunidades bentónicas (algas, esponjas, hidrozoos) de los fondos del mar.
En eso, el remolcador nos separa del muelle y una melodía pascuense suena por altoparlante. Es la señal de arranque. Un hoko guerrero rapa nui, el himno que ha escogido el comandante para elevar el espíritu de la dotación en cada zarpe y recalada. De pronto la televisión se transforma en un rectángulo de hormigas y entonces me doy cuenta. Es la última noticia que veré en las próximas tres semanas.
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Duermo en el camarote 129 con una periodista y dos mujeres buzo que miden metro ochenta. Si no fuera porque una es francesa y la otra chilena parecerían hermanas. “Yo aguanto menos frío que la Zambra”, dice Karin Gerard cuando le pregunto sobre los desafíos de bucear en aguas bajo cero. “Las manos. Es lo que más duele, porque tienes que tenerlas libres para trabajar”. Ellas vienen a buscar un cangrejo que se reportó en Isla Decepción hace casi diez años, y esta es la tercera expedición tras ese Halicarcinus planatus, sin éxito. “Hace quince millones de años que no viven cangrejos en Antártica. Es que no sobreviven a temperaturas tan bajas. Tienen un compuesto químico que les produce un efecto narcótico y los adormece hasta morir”, explica Zambra López. ¿Y qué harán si no lo encuentran? “Un reporte de ausencia”.
Las chicas salen. Nuestra habitación huele a cloro y a humedad. Hay una mesita de madera y una escotilla romboidal cubierta con una cortina desgarbada. Todo aquí es color madera o azul marino. Sello la escotilla con tape para que no entre luz a la hora de dormir, amarro mis cosas porque de ahora en adelante todo arriesga a caer y salgo a recorrer lo que será mi hogar durante los próximos 22 días. Pero en eso, un leve golpeteo en el casco y alguien da la orden de fondear y trincar. A dormir y a amarrarse, traduce un suboficial en el pasillo. El Brecknock, el último de los canales protegidos, ha quedado atrás. Ya estamos en mar abierto.
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El Drake era eso. Un paso de navegantes temerarios, un océano descrito en sagas míticas de la navegación, el comienzo de esa Terra Australis Incognita que en la cartografía del siglo XVIII aparecía con el rótulo de inexplorado, con mapas que ilustraban bestias de aspecto monstruoso e impedían el paso hacia ese otro horizonte desconocido. Un siglo más tarde, las expediciones científicas alcanzarían el continente blanco para racionalizar el origen de su miedo: la Corriente Circumpolar Antártica, esa frontera de aguas gélidas y ciclónicas que atravesamos en el buque y que hace ochenta millones de años enfriaron el continente, separándola en tiempo y espacio del resto del planeta.
Estoy recostada en mi camarote. Es el segundo día en el Drake, el peor de todos, han dicho. El buque se mueve y la madera cruje. Pero es un movimiento cándido, no algo que asuste. El pronóstico fue de olas de cinco a seis metros con vientos de 45 nudos. Dicen que el Aquiles está viejo, que ésta será su última comisión y que luego navegará hasta Talcahuano, el puerto que lo vio nacer, para entrar en un largo período de recuperación. Me cubro la cara con la manta azul marino, cierro los ojos e imagino que estoy en una cuna. El buque tiene 31 años, pienso, mi misma edad. Salimos a enfrentar las aguas de la vida al mismo tiempo. El ronroneo del motor se hace líquido, desaparece. Duermo. Despierto horas después con hambre, entonces camino dando tumbos de muro en muro, de barra en barra, y es como que el movimiento que antes gobernaba ya no sirve, ha caducado. El pasillo está vacío. Alguien corre al baño a vomitar. Pobre gente. Ya no surfeamos la ola como antes. Parece que el mar golpeara el casco por los costados, porque retumba en una vibración impredecible, como si estuviéramos en una licuadora.
En el comedor, o el “rancho”, encuentro apenas un par de mesas ocupadas, la mayoría con el plato de asado alemán a medio comer. Me siento junto a Verónica, la coordinadora científica que sostiene su computador para que no se deslice a lo largo de la mesa. Pareciera no importarle que el mar revienta adentro del buque. Ella ha venido veintidós veces a Antártica, es decir, ha cruzado este infierno de olas más de cuarenta veces. Le pregunto sobre su primera vez aquí. Entonces alza la mirada y dice: “Fue un bautizo. Me caí al mar, en la Antártica”. Le pido que me cuente su historia. Navegaban en un zodiac con oleaje pronunciado y de pronto, al tomar una ola de costado, se dieron una vuelta campana. Se dio cuenta de que estaba bajo el agua porque todo era silencio. Miró hacia un lado y era negro. Miró hacia el otro y había luz. En su mente se atravesaron dos palabras: tres minutos. Tres minutos es lo que tengo para salir de aquí antes de morir ahogada por hipotermia. Entonces nadó a lo que pensó que era la superficie, respiró, miró la línea brumosa de la costa y nadó por un tiempo indefinido hacia la orilla. Un hombre que la vio caer corrió hacia ella con un traje térmico naranjo. Pero ella, todavía con la adrenalina en la sangre, dijo, “no, gracias” y regresó al agua porque pensó que su deber era recuperar el bote. “Lo único que sentí fue ira”, me dijo, de una forma pausada, pero segura. “Pero era rabia, nada más. No algo racional. Sólo la fuerza de la ira recorriendo mi cuerpo”.
Un soldado con uniforme apretado me regaña por no comerme mi plato. Se me ha quitado el apetito. “Esto le va a servir”, me dice, y me pasa un pan. No es bueno tener la guata vacía. Agradezco su consejo, mastico la hallulla en forma automática y tomo una pastilla para el mareo. Verónica se levanta, y antes de perderla le pregunto por qué regresó tantas veces a Antártica después de casi morir en el mar. “Hay que matar el chuncho”, me dice. Entonces retrocedo entre tumbos hasta la 129, me amarro a la cama y pienso que toda esta incertidumbre que se me ha instalado en la nuca es una exageración, pero antes de dar con un argumento más racional la pastilla hace efecto y caigo en un sueño oscuro que se mezcla con el vaivén del oleaje.
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No sé cuánto tiempo ha pasado desde que me dormí. ¿Quince horas? Salgo a la ducha, pero me quemo la espalda con un chorro de agua hirviente. Aquí todo parecer convivir en sus extremos. Por primera vez, siento esa acidez crítica en la garganta. Entonces me abrigo con lo primero que encuentro y salgo estilando a la popa para eliminar por la borda lo poco que he comido. El frío es un frío nuevo, distinto, el mar tiene un tono que no habíamos visto antes. No es negro ni azul oscuro, sino de un gris lechoso, con sedimentos, posiblemente por el efecto del desprendimiento glaciar. Entonces alguien me jala del brazo y me pregunta en inglés si estoy bien. Sí, le respondo, claro, ya estamos por llegar. “Lo que haces es peligroso. Apoyarte ahí”. El hombre es un alemán alto que fuma cigarrillos sin descanso. Me cuenta que viene por un año a la base O’Higgins para calibrar una antena parabólica que entrega información satelital a todo el mundo. Es la única que existe aquí, explica, y vuelve a inhalar. Me pregunto cuántas cosas en Antártica serán las únicas que existen en ese lugar. Una sola cosa de cada tipo. Me fijo en su labio, está partido y un poco de sangre mancha el filtro. Y como si me leyera el pensamiento, habla de que en el hielo las heridas no sanan. Es la humedad, explica. Una humedad que no existe en ninguna otra parte del planeta. Por eso hay que estar atento a los riesgos.
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El vuelo en helicóptero sobre Isla Robert dura apenas cinco minutos, pero la imagen del mar y la nieve desde lo alto se impregna en la memoria como ya lo han hecho esos témpanos tabulares que avistamos al entrar en las Shetland del Sur. En península Coppermine, el primer punto de muestreo, ni siquiera hace tanto frío. Camino por un musgo esponjoso de un verde radioactivo, un musgo en el que cada paso que das te hunde y te cansa. Me desconciertan estos copos gigantescos, tan sólidos y diseñados que demoran varios segundos en derretirse sobre mi guante. Tomo una piedra de obsidiana, pero a los minutos la dejo en su lugar. Me lo han repetido hasta el cansancio. El “Pasaporte verde” deja en claro la prohibición de llevarse un souvenir; sólo los científicos pueden llevarse un pedazo de esta naturaleza. Debemos tomar cinco metros de distancia de la fauna, pero no es fácil seguir la regla. No por mala voluntad. Un pinguino papúa camina hacia mí, me mira y sigue de largo hasta desaparecer bajo el agua. Debo seguir a los científicos, pero me distraigo con los aullidos de una colonia de elefantes marinos que lanzan rocas con el hocico. De pronto, a la distancia, veo al grupo de tres chicas de INACH que debo seguir. Corren cerro arriba. Van tras los nidos de skúa, aves pelágicas de gran tamaño que habitan las Shetland del Sur. La captura es compleja, casi violenta, tanto para las aves como para ellas. Por eso usan cascos y canilleras para protegerse. Atrapan el pájaro con una red, cuidan al polluelo y sacan la muestra de sangre mientras otra sujeta la skúa, que bate las alas y da picoteos ciegos hacia su rostro. En eso, encuentro un huevo. Tiene un agujero y se escucha el pitío de un pollo que está por nacer. Emocionada, intento registrar el momento, pero otra skúa me sobrevuela en círculos y se lanza directamente hacia mi cabeza. Caigo sobre una roca y me rompo el codo. El pájaro ya está sobre su huevo y me observa con avidez. Entonces me doy cuenta. La Antártica era esto. Un lugar al que el hombre no pertenece.
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No es la luz ni los hábitos lo que nos rige, sino el clima. Estamos cercanos a la segunda semana, y si no fuera porque los jueves el rancho es siempre igual (empanada y cazuela) la vida a bordo transcurriría sin grandes variaciones. El movimiento por los canales es plácido, las caras en los pasillos ya son familiares y lo que al principio era extraordinario ahora se ha vuelto común. El soplido de las ballenas, los témpanos, los pingüinos –que tanta ternura provocaron en un principio– ahora nos generan cierto rechazo por el intenso hedor a amoniaco que se impregna a nuestros trajes cada vez que visitamos sus colonias.
Hay veces en que debemos muestrear a horas incómodas. Como en Isla Decepción, donde desembarcamos a las una de la madrugada. “Si estamos en un punto hay que aprovecharlo, porque eventualmente no vamos a poder volver”, nos dice Verónica y movemos la cabeza en gesto de aprobación antes de dormir un par de horas más. Todos, menos Karin y Zambra, que protestan, porque días atrás, en Isla Paulet, pasaron un susto enorme al buscar su cangrejo a las doce de la noche, cuando el fondo marino era una boca de lobo amenazada por focas leopardo, el mayor depredador de Antártica que aquí se conoce como las “come buzo”.
Decepción es una isla volcánica con forma de anillo donde hasta hace poco se podía excavar en su arena para bañarse en aguas termales (las misma bases lo prohibieron al ser zona protegida). Esa madrugada tomamos muestras de nieve en las cercanías de una base española que emite un fuerte olor a basura quemada. Desde ahí, ascendemos al cráter del volcán a ver el “amanecer”; sobre sus faldas negras pintadas con hilos de nieve se ilumina una laguna turquesa, que regala una panorámica tan bella como abrumadora.
Hay lugares (la mayoría) donde el clima no da tregua. Como Bahía Esperanza, donde intentamos recalar tres veces, pero es tan intenso el viento que el soplo de las ballenas no se alza hacia arriba, sino que vuela en rachas horizontales, a lo largo del oleaje. El buque gira sobre sí mismo, y lo que parece una nube en realidad es nieve levantándose con tal intensidad sobre el glaciar que forma remolinos de hielo sobre la península.
Así es Antártica. Viento, olas, hielo, a veces el sol. En Isla James Ross, al lado este del Paso Antártico, un sitio de incertidumbres debido a los muros de hielo que se levantan por cientos de metros sobre la costa, el cielo está despejado. Pero algo pasa con el hielo. Como atraídos por una misteriosa fuerza magnética, los témpanos se pegan al casco del Aquiles y amenazan con cerrarnos el canal por el que ingresamos. Un vigía hace notar la situación y el comandante da la orden de evacuar, derrumbando el sueño de decenas de científicos que esperaban obtener ahí sus muestras.
La ansiedad se come a los tripulantes. Llevamos más de la mitad del viaje y varios no han logrado bajar a tomar ni una sola muestra. Esa tarde, desde el puente de mando, al fin divisamos la base O’Higgins, sus instalaciones color cangrejo rodeadas de un vasto horizonte de nieve. Los pasajeros salen a cubierta con las maletas listas para descender. Hay esperanza. El buen tiempo indica que en minutos estarán bajando.
Entonces suena el hoko rapanui por altoparlante. Afuera, en el sector del “castillo” en la proa, cuatro personas preparan el ancla, un ancla gigantesca que pesa 1.800 kilos. Pero de pronto, la música se intercala con otras palabras: “Herido, herido”. Algo pasa en el castillo. La música se detiene de golpe. Es una cabo, escucho decir. Se le ha enredado la mano en la cadena del ancla y está grave. Estabilizar y evacuar. En minutos, el Aquiles da media vuelta, redobla la velocidad y nos resguardamos en los camarotes, silenciosos y otra vez sumidos en estado de alerta a esperar noticias. “La Antártica es un lugar hermosísimo, pero sumamente peligroso”, dice Verónica Vallejos, mientras explica la situación. La cabo ha perdido un dedo y tiene dos fracturas expuestas en su brazo. En cuanto lleguemos a Bahía Fildes, en Isla Rey Jorge, un avión la evacuará hacia Punta Arenas. Pero ocho horas más tarde, la médico de la dotación decide mantener a la accidentada a bordo. No hay un servicio de salud en las bases que la mantenga más estable que en el buque. El avión de la FACH recién podrá rescatarla en dos días, dicen, debido a las malas condiciones de visibilidad.
Mientras tanto, se hacen muestreos. La moral está baja. A simple vista, más que un escenario antártico, Fildes parece un campamento militar erosionado y sumamente intervenido. Está la base Escudero de INACH, la Villa las Estrellas, la base Frei del Ejército y junto a la playa los escombros de la gobernación marítima, que se incendió el año pasado. Lo único que queda en pie es el busto del piloto Pardo. Algunos van a rezar por la cabo a la iglesia ortodoxa de Bellinghausen, la base rusa que también tiene una pequeña tienda con souvenirs donde venden gorras, imanes de pinguinos y parches antárticos.
“Está bonita esta muestra”, me dice Héctor Mansilla, paleontólogo, mientras hurga la piedra de andesita en Fosil Hill, el cerro que separa la base china Great Wall con Escudero. Es un retazo de hoja de Nothofagus, esa familia de árboles como los coigües y ñirres. “Venimos a contar una historia que está escrita debajo del hielo”, me dice el paleobotánico Juan Pablo Pino. Cuesta creer que sobre este montón de roca y nieve alguna vez crecieron bosques exhuberantes. Entonces describe un paisaje como de cuento de aventuras. En el período del Cretácico hubo más de 150 especies de plantas, bosques de hojas inmensas como los que crecen en la Amazonía, lagunas de agua dulce donde pastaban avestruces y dinosaurios de cuello largo que caminaron hasta la Patagonia cuando ambos continentes eran uno solo. “Es un privilegio, como volver a ser niño. Porque es tan poca la gente que ha recorrido estos lugares que seguramente lo que descubras va a ser inédito. Es riesgoso, es difícil llegar, es un sacrificio, pero la gratificación de estar acá siempre es muy grande”, dice el paleontólogo. En eso, el cielo ruge y un avión cruza nuestras cabezas. Es el vuelo de la FACH que viene a rescatar a la cabo para llevarla a Punta Arenas.
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Hacia los canales Guerlach y el Niumayer el escenario es como el de un paisaje de alta montaña a nivel del mar. Cerros enormes cubiertos de glaciares, témpanos que caen y levantan olas, muchos de ellos con cientos de pingüinos a bordo a la deriva, como si el hielo fuera el medio de transporte oficial para la fauna en este continente. “¿Puedes ver las grietas? Todo se está desmembrando”, dice Verónica, que no había navegado en cuatro años por estos canales. Pero para mí, alguien que jamás ha visitado un lugar como éste, todo este paisaje es lo más silencioso, blanco y hermoso que he visto en mi vida.
“Aquí se cierra y sonamos”, dice el patrón del zodiac mientras empujamos con remos los hielos que nos impiden llegar a la base Yelcho. Es el punto más austral que alcanzaremos en esta travesía. La marea alta es problemática para el biólogo marino Carlos González, a quien le resulta imposible recolectar los bivalvos que busca en la zona intermareal. “Confío que las chicas del buceo saquen las muestras”, dice, con cierta resignación. “La Antártica es así. Necesitas colaboración. Pretender hacer ciencia sólo aquí es un suicido científico”, agrega.
Por primera vez siento frío y entro a resguardarme a la base. Ahí, el cocinero me regala una empanada. Es también carpintero y el paramédico de la base. “El trabajo aquí es duro porque todo es a pulso, todo se hace a mano, por eso hay que tener un temple especial, ser guerrero, si no, no se aguanta”, me dice Jorge Reyes, patrón de las embarcaciones. Es su cuarto año en Yelcho. “¿Y no se aburre?”, le pregunto. Él ríe. “Será la costumbre, será la pasión o será que uno ya está viejo, porque yo me emociono cada vez que vuelvo este lugar”.
En eso, un llamado por la radio. Hay que volver al Aquiles. La ventana de buen tiempo se cierra y todavía hay que desembarcar gente en la base O’Higgins.
De ahora en adelante, cada noche tendrá quince minutos más de oscuridad.