Yolanda Pantin (Caracas, 1954) es uno de los pilares de la poesía venezolana contemporánea. Su obra, sin embargo, no ha experimentado la misma difusión de la que ha gozado el trabajo de Rafael Cadenas o Eugenio Montejo, tal vez por pertenecer a una generación posterior a ellos. Quizá sea porque, como una araña, Pantin se ha dedicado a tejer la voz femenina desde la sombra, eludiendo la estruendosa luz del foco. O acaso porque una buena parte de la crítica le escapa a esa voz catalogada como fría y hermética y que, como una planta de galán de noche, abre sus flores en la oscuridad atrayendo, primordialmente, especies nocturnas.
En Lo que hace el tiempo (Visor, 2017), libro galardonado con el premio Casa de América de Poesía Americana en su XVII edición, el orden de las cosas se vuelve la preocupación de la voz poética. Pero no es un orden estricto ni impostado, es la aceptación de lo presente bajo la calma del que en realidad no espera. Dividido en cuatro partes más una coda en prosa incluida “La hora del cuento”, el poemario transcurre entre vestigios materiales que dejan testimonio de tal orden. En el “Minutero”, por ejemplo, se habla del tiempo como “una hierba / que cunde / y nunca acaba” o en “Mudanzas” se vuelve luz: “La estoy viendo caer / sobre la palma / alzada en el jardín / pero no veo / las formas que veía / en otro tiempo”.
Como en su volumen anterior (Bellas ficciones, 2016), la palabra busca la claridad, dejando de eludir su búsqueda como lo hicieran los poemarios de Pantin de las décadas de los 80s y 90s. Hasta se podría decir que lo que antes era de un frío metálico, ahora se entibiece porque se acerca a la palabra, se deja enternecer en la proyección de la infancia en las figuras de los nietos y el desdoblamiento de la maternidad a través de las generaciones. Es así como lo que hace el tiempo, más allá de acercarnos a la muerte, es arreglar la vida, colocar las cosas en el lugar que están porque, a pesar de los presagios, “todo lo que ocurre / es igual cada vez / y siempre es distinto” (del poema “Diario”).
Gina Sareceni, en su ensayo “La trama intraducible” (2008) dice que para Pantin “la poesía es lenguaje secreto y también lugar que preserva el secreto para que el heredero/la heredera encuentre lo que se resiste a hablar”. Esto sigue siendo válido aunque Lo que hace el tiempo pareciera iniciar a soltar el velo, darle a la palabra parte de la responsabilidad de enunciar con “el canto de otra lengua”. Desde luego, la familia sigue presente como yacimiento genealógico, pero su brutalidad se mira desde afuera con la conformidad que adjudica el orden natural. Es a través de esa mirada que la poética del testigo vislumbra las escenas más allá de su historia, como en “Heridas”: “(Nelson con un machete / desgajando la caoba). / Ahora, / sueltas / de sus amarras / hasta ese punto / quedaron / sin pudor expuestas / las heridas.”
El último poema del libro, escrito en prosa, se titula “El corneto” y narra la historia de un caballo salvaje que tan sólo el primo de la narradora puede montar. El poema/narración es de una belleza bucólica pues el animal, reflejo de la figura masculina y paternal, es un bestia de la tierra, del trabajo del fundo, muy distinto a la simbología aristocrática que a veces se le otorga. El texto está inspirado en una historia que la madre de Pantin le dictase, pues ya no veía lo suficientemente bien como para escribir por sí misma. Acerca de esta experiencia, la autora dice a Karina Sainz Borgo (2017) “Descubrí, e incluso me perturbó esa idea, de que durante toda mi vida yo he sido la amanuense de mi mamá. No es fácil eso. Verlo con tanta claridad me sorprendió y me sacudió”.
Lo que hace el tiempo termina en afinar el lenguaje para vencer la carrera de nombrar las cosas antes de que se paren los relojes. Así, la voz poética dibuja con palabras porque no puede evitar dibujar lo que ve (he allí el tan acertado epígrafe de Monet), describe el sabor de la guarapita como “memoria y clavitos en partes iguales”, y define a la madre desde su hija (“como un solo / cuerpo / pegado / al cuerpo de / madre / recién nacida). Es esa voz que habla de un cuaderno de escritura que “empezaba con las primeras letras: / a, / e, / i,” desde el comienzo, desde antes de que la palabra fuese palabra y tuviese noción del tiempo mismo.