Porque la sabiduría está en el lugar donde crece la arena
María Sabina
I
En la isla de los sacrificios no vive nadie. Sólo el farero. Hay que pedir un permiso especial para llegar allá…
Desde acá puedo ver a los navegantes que ya no vienen. Soy testigo de su “no estar” en la superficie de las aguas. El faro necesita lumbre, se le agota cuando riñe con las olas, cuando su haz se convierte en caricia gastada. Entonces, me toca irme hasta el zócalo donde las dunas se extienden. Esto sucede así: llega el medio día en la plaza y las edificaciones se deshacen. Hay que ver cómo todo se vuelve arena: van cayendo columnas, arquitrabes, cúpulas, umbrales como si fueran muñequitos de polvo o como cuando uno sopla un diente de león para dejar el palo seco; también la gente, detenida en su último gesto, se va deshaciendo. Es común ver a una pareja de ancianos en pleno danzón, un hombre lustrándole las botas a otro hombre, a una mujer con sus bolsas de la compra o a un par de turistas tomando una fotografía, convertirse de repente en un montículo y desperdigarse por ahí, en las llanuras. El viento se los lleva. Los de aquí reciben este momento del día con la misma naturalidad con que en la noche el desierto vuelve a edificar la ciudad, dándole forma al puerto, a las calles, a los gestos. Pero los de afuera se quejan: “¡Este lugar no se queda quieto!” Muestran sus fotografías: sólo manchas, vacíos.
Han dejado de venir. A veces pasa que mientras se están quejando al agente de viajes, los toma por sorpresa la ventisca (aquí la llamamos la catrina) y sus palabras terminan enredándose con las partículas de arena del cuerpo del agente y, seguramente, con las partículas de lo que fue su último intento de retrato: una mujer con su niño amarrado a la espalda con un trapo. “De lo más mexicano que he visto” dicen que fue lo último que dijo. Yo no sé.
Así pasa esto de la catrina. Yo no lo he vivido. Me han dicho que se siente un cosquilleo y que luego es como soñar, como irse lejos. Yo permanezco en la frontera, en la muralla invisible. Observo. El puerto es mi cuerpo. Lo llevo conmigo hecho polvo, hecho marea. Y cuando todo acaba y no queda rastro humano, atravieso la muralla y voy a la decimocuarta duna. Allí encuentro luz para mi faro. He prometido que cambiaría la dirección del haz. Y es que ya no vienen barcos, aquí los que necesitan guía son los marineros de tierra, los hombres y mujeres que van por las calles, como perdidos.
II
Hemos venido de paseo. Hemos atravesado lo ignoto por aburrimiento. Un faro erguido es el ojo que nos guía hacia sangre aún desconocida. Vade retro, sangre sucia y corazones inflamados. Tenates de polvo los nuestros para enterrarlos en esta tierra. Tierra Puta, Virgen, Sacra, Venerada. Labios inflamados y una sombra violácea junto al lugar donde habita el metal. Venas de mármol las nuestras para encintarlas con hojas de plátano, nopales y elotes mezclados con el estiércol de los animales y el sudor de los niños. Estamos cimentando la historia de los grandes nombres, los monumentos, los suvenires, las estatuillas, las imágenes en versión digital de los próximos muertos. En el mar y en la montaña, en el tiempo de ahora y en el de siempre, con los ojos cocidos de polvo, nos estamos buscando. Boca muerta, narices y oídos sellados por el hilo de cabellos mixtecos. Miembros de fieltro, maraña de vida que se escapa en el lugar donde desaparecimos. Y es miedo el que nos trajo, el mismo que ahora se encarna en cuerpos abiertos con su corazón expuesto.
III
Los ríos tajan la tierra. O los continentes se abren a la caricia de las líneas. Ramificaciones de agua para alimentar a las manadas. Torpes cabezas en el lugar del humo. Giramos, giramos a la espera de que se desate la marea en esta casa que somos, en este puerto que es nuestro cuerpo ansioso de recibir algo que lo saque de su furia, furia derramada por años de soledad enquistada. Ser puerto o ser muralla: es la pregunta de todos nuestros soles. Y nos repetimos: para apagarse despacio, haber nacido, para apagarse despacio en este puerto que es la vida.
IV
Me decían “la que llueve”; y sí, llovía cocomites, nardos, dalias, begonias como una ofrenda, como una invitación a vivir aun cuando el tiempo transcurriera llevándose pedazos nuestros. Sabía que en cada flor había un alma detenida, un alma que aún no se decidía a entrar a este mundo. Yo quise invitar a cada una de ellas a desatarse; yo quise ser el camino que las condujera a un cuerpo. Por eso las sembraba, por eso me gustaba verlas crecer. Una tarde, los ríos que le crecieron a la casa llegaron hasta mi jardín, y el agua empezó a destilar los pétalos hasta pulverizarlos, hasta dejar todo color ceniza. En ese momento también yo empecé a sentir algo de ceniza dentro: cuerpo calcinado habitándome. Ahora, desde mi gruta, arrojo mis nuevas flores, flores marchitas para acompañar el viaje de mi hermano; todos los féretros que llevo dentro, que viajan en mi sangre, se van con él, se van cantando.
V
No para siempre en la tierra:
Sólo un poco aquí
Nezahualcóyot
El viejo faro ya no alumbra. Desde aquí lo veo como una herida negra en el cielo. También veo los remolinos de arena que a medio día se alzan. A mi casa no llegan, mi casa de cal y agua al final del camino de flores de todos los muertos. A las paredes le empezaron a nacer ríos el día en el que me hice viejo. Fue de golpe. Así no más. En un sueño escuché la palabra Tlalocán y sentí los hilos de mi sangre retirarse, irse lejos, danzar en el aire. En sus trazos creí adivinar el rostro severo de mi madre, el sendero de piedras que de niño atravesaba para ir a la escuela, las flores de mi hermana, las manos de la primera mujer a la que amé. Cuando abrí los ojos escuché a los cauces abrirse paso entre la cal. Sangre destilada, sangre transparente mostrándome lo que había sido de mí en esta tierra. En el techo apareció el cauce mayor: un río grande que se desborda cada mañana y se lo lleva todo, todo lo arrastra: los zapatos, la peinilla, los retratos viejos, las sombras, los cabellos. Cuando las aguas se aquietan, el cuarto oscurece, y las pelonas, las bellas mujeres sin carne, me rodean, me invitan a la fiesta. Voy, ya voy, ya quiero ir, porque hace tiempo empecé a partir. Hay un destello, lo observo a medida que entro en mi cuerpo, cuerpo de cal, casa astillada. Estoy flotando en las aguas de lo que fui y algo se espanta en el fondo al verme.