Juan Luis Landaeta y José Kózer
Al encuentro lo preceden tres imágenes: su alta estatura, la clase que tuvimos dos días antes a esta conversación y esa cifra que recorre virtualmente su figura: 9.600 poemas.
Estoy frente a un hombre de 73 años que ha dedicado su vida no a la escritura (esa ha sido una manifestación) sino al conocimiento, a la que él llama “ingenuidad, ignorancia necesaria” del descubrimiento. Autor de una gran obra que incluye recientemente a los títulos Naif, Ogi no mato y Acta est fabula, resultó ganador en 2013 del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Fue junto a Roberto Echavarren y Jacobo Sefamí editor del famoso “Medusario” que a mediados de los 90 ofreció una muestra del Neobarroco. Se fascina en el universo, el hombre y el arte. José Kozer, aliento, forma, instante y ritmo. La mano que traza en el aire lo acompaña en el compás de su expresión: “de mi mano no sé nada, allá ella si le provoca escribir, yo, yo estoy tranquilo”.
Abordar el poema: la imagen y el símbolo
José Kozer trabaja sus poemas como lo hacían mucho de los pintores con los que creció: en series. En Nueva York, el joven Kozer vivió en la calle 4, donde estuvo rodeado de un intenso movimiento cultural y artístico. Allí conoció a Phillip Guston quien estaba muy interesado en entender cómo funciona la cabeza de un poeta. En su computadora tiene dispuestas más de cuarenta carpetas a las que va sumando textos a medida que escribe, según sean las correspondencias. Comenta, ante la premura de algunos temas que de un tiempo a esta parte lo visita la conciencia de la muerte y es a través del zenbudismo como de la tradición greco latina que busca establecer(se) un panorama de lo que puede ser la muerte. Inmediatamente me habla de una imagen que tuvo esta mañana. La de una mula que lo orienta (una mula vieja) y luego esa sensación que producía se bifurcaba en otras imágenes: el tema mismo de la muerte. Ese tránsito de la mula no tiene proceso, no tiene por qué. Hay una información cifrada, un símbolo que remite a la primera emoción a la que el poeta se ciñe, de allí parte.
“Esa mula seguro sabe cómo se llega aunque no de qué se trata. Esa mula avanza hacia un horizonte que puede ser otra vida a través de la conversión, transmutación o simplemente el reposo. Hay una potente ráfaga que se origina en una imagen, antes con la mula (esta mañana) y ahora con la imagen de un caballo”. Remite a una anécdota de Nietzsche llorando al ver cómo se patea a un caballo. Es un emblema decimonónico y cita a Galdós: “Al morir se te lleva en un carruaje de jamelgos en señal de pobreza”. Claro que son imágenes convenientes, dice Kozer. Para ese momento no hay nada programado. Vuelve a la imagen de Nietzsche frente al caballo y todas las emociones que pueden partir de una visita así: “Así se suscita el poema en mi caso”.
Si bien parte con la atención a ese primer momento de la imagen, también existe el murmullo, el lento silabeo que hila versos. La tradición oral fue primero. Es aquí donde Kozer comenta aquellos años en que llegó a Nueva York en los que el agite y la velocidad propia de la experiencia lo obligaron en muchas ocasiones a empezar el poema en el vagón del metro, rodeado de gente. “Empezaba a escribir el poema, me lo de decía a mí mismo, lo recitaba en voz baja, el canturreo es una forma del sosiego… el momento de la escritura debe ser un acto de inocencia y de desconocimiento”. En atención a ese impacto primigenio de la escritura el poeta no concibe un título como “Confieso que he vivido” pues más allá de la vanidad que lo encubre, el poeta se pregunta: ¿quién confiesa qué?
Las ediciones: ostinato rigore
Con respecto a las ediciones de sus obras, Kozer reconoce un cuidado meticuloso en la revisión, organización y disposición de sus versos en la página. Acota que en su opinión escribe poemas de una larga y única frase. Para el momento de la conversación recién salía editado un libro llamado “naif” bajo la edición de “El sastre de Apollinaire” en España. De los eventos curiosos en este proceso, comenta jocosamente que en una ocasión, de la editorial Monteávila en Caracas, le hicieron llegar una carta donde se referían a 17 errores o erratas. Kozer, muy agradecido por la atención del corrector contestó aclarando: ¡son cubanismos!
Influencias
Sería absurdo detenerse ante un solo elemento tomando en cuenta a un hombre que cada vez estudia y persiste en la cosmovisión, el hombre en la tierra, el artista, el pintor, el que sea. El paso del mundo a través de los sentidos jamás será en vano. Menos con un ojo alerta. Por eso al preguntarle por influencias o referencias me respondió: “todo”. No por ello deja de mencionar una cierta obsesión con Goya, Cezanne. Alguna atracción más ligera con el impresionismo francés. En música me dice: Bach de ida y vuelta, cantatas, pasiones. Mozart. Repara en cómo una misa fúnebre puede generar alegría, inclusive frenesí gracias a la perfección que se percibe. Kozer sostiene que hay ciertas músicas que poetizan como la de Satie. En cuanto a Beethoven: ¿Quién no llora con los últimos cuartetos?
Como escritor, me repite que todo lo ha influenciado. Se detiene momentáneamente en Keats y Shakespeare. Estando en Cuba lo influenciaron mucho los simbolistas franceses: Rimbaud, Baudelaire y Verlaine, que hoy detesta un poco. De Estados Unidos sería innegable la influencia tras la experiencia de Elliot y Pound. A los treinta años llegan dos autores decisivos: Nicanor Parra y César Vallejo. Con Parra tuvo un encuentro personal recientemente al recibir el Premio Pablo Neruda. También incluye a Huidobro y Borges, pero para nada al Borges poeta.
Leer para escribir
Son prácticamente cincuenta años de escritura en los que se cuentan más de 9600 poemas. Dedica buena parte del día a la lectura, está entregado a ella. Actualmente está leyendo a Virginia Woolf y concibe que al leer busca la poesía de cada quien “leo para escribir”, me dice. Kozer relata que hasta hace unos 15 años era un pésimo lector “leía y no recordaba nada”. No solo fue la lectura la que retomó un vigor en un momento dado. Aunque parezca mentira, el gran poeta estuvo un período largo de su vida sin escribir. Una década. Diez años en los que el autor de una obra tan imponente estuvo sin hilar un verso.
Oriente: zenbudismo
A los cuarenta años su vida da un vuelco. Ocurre un giro interno, una “bifurcación” entre occidente y oriente. Llegan Allan Wats, Confucio y Lao-Tse. El momento de aspiración, la mariposa de Chuang-Tzu, el gallo siempre, el gallo inquieto. Había llegado joven al “A hundred chinese poems” y a las mujeres poetas orientales. El viaje al norte de Basho también aparece como uno de los textos claves en este vuelco. El zenbudismo ocupa en su vida un canal de meditación y contemplación. Ha acoplado otros ritmos a su estar en el mundo. Actualmente lleva una vida de rutina. Diariamente hace ejercicios por la mañana. Escribe, suelta y en algún momento del día va y corrige ese poema. Kozer prefiere el respeto de los poetas que valora. Sabe que su obra necesita atención y que un distraído no pasa por aquí. En retrospectiva de su vida y obra reúne dos citas, una de Wordsworth quien a los 60 años es preguntado por un poema escrito rondando los 20 y responde: “Tenía 20 años, seguramente no pensaba en nada” y otra maravillosa perteneciente a la tradición budista, para la que se levanta y narra de pie: “…Fue llevado el joven y talentoso arquero a donde el mejor de todos, que era un anciano sentado al borde de un risco. El joven arquero se presenta y alardea con el arco en la mano de su excelso talento. Lo demuestra alzando sus brazos y tensando el arco dispara acertando en un ave que pasaba. El ave cae. Inmediatamente, el anciano maestro lo mira con aceptación y es entonces cuando de pie, sin nada en las manos, ve a otra ave pasar, las mueve y la tumba. El ave cae”.
La Maquina barroca: Jose Kozer from temporales NYU on Vimeo.