Ilustración: Manuela Caicedo
Húmedo estudio de medusas
—Dossier El otro-animal—
Composición imaginaria
Agua y veneno en partes desiguales.
Índice de humedad
Solo el 2% del cuerpo de una medusa representa el misterio de la inmortalidad, la regeneración y la supervivencia milenaria. El 98% es agua.
Silueta bailarina
Campana y tentáculos flexibles, móviles. Una burbuja de aire bajo el agua basta para hacerlas girar sobre sí mismas y salir eyectadas hacia cualquier dirección donde volverán a propulsarse dócilmente. No es la voluntad artística la que mueve sus gráciles cuerpos: su danza acuosa es el puro fluir en las ondas marinas.
Supervivientes no heroicas
Habitan el planeta desde hace millones de años. Han atravesado sin sobresaltos diversas extinciones masivas. Algunos científicos creen que encontrarán en el espécimen Turritopsis dohrnii las claves de la inmortalidad por su capacidad de rejuvenecimiento. Ellas se deslizan, ligeras, sin percatarse del paso del tiempo.
Aproximaciones lejanas
La extinción del Cretácico-Paleógeno ocurrió hace 66 millones de años.
La extinción del Triásico- Jurásico ocurrió hace 200 millones de años.
La extinción del Pérmico-Triásico ocurrió hace 250 millones de años.
La extinción del Devónico ocurrió hace 350 millones de años.
La extinción del Ordovícico-Silúrico ocurrió hace 450 millones de años.
Y las medusas cuentan, también en valores aproximados, 600 millones de años nadando imbatibles.
Luces
Si pienso en una medusa, la primera imagen que logro es la de un globo traslúcido cortado por la mitad que deja ver en su interior el contorno imperfecto de cuatro cubos. Medusas comunes. Remembranza de lámparas dentales que guardan cuatro focos tras un vidrio redondeado capaz de iluminar el más oscuro recoveco oral. Lámparas comunes. Ambas igual de peligrosas en su anodina existencia. Recordatorios brillantes de que el peligro es contemporáneo al dolor.
Ver a quien no ve
Las medusas, como todos los cuerpos, están constituidas principalmente por agua. Me equivoco. No son como todos los cuerpos: las medusas son agua gelatinosa que avanza en y por el agua. Seres sin otra voluntad que la vida misma, incapaces de conocer al mundo de otra forma que los estímulos —siempre en presente— del medio que las contiene. Sin boca, nariz, ni oídos. Sin ojos. Sus sentidos se limitan a percibir su posición espacial y la cantidad de luz en su entorno. Ellas no pueden vernos. Su capacidad de advertir nuestra presencia está determinada por qué tanto nos acerquemos, con el peligro que implica la posibilidad de nuestros cuerpos en contacto. Nosotros, los humanos, podemos espiarlas desde la seguridad de nuestra mirada, embelesarnos por su diversidad de colores o el milagro de su bioluminiscencia. Mirarlas igual que un objeto brillante al que podemos aprisionar para iluminar nuestras noches. Quizás lo haríamos. De no ser por el veneno.
Vivir sin ellos
Berger anunciaba hace tiempo, antes incluso de que mi madre naciera, que “los animales han ido desapareciendo. Hoy vivimos sin ellos”, mientras las medusas, inconscientes de su animalidad, se multiplican infecciosas en los océanos. Su presencia crece mientras que las de sus depredadores naturales. merma en una escala. Es el caso de las tortugas, quienes cada vez son menos por una mezcla de condiciones adversas como la polución de las aguas o la caza furtiva. Los otros, los depredadores, parecen ser animales más animales, susceptibles a la desaparición. Las medusas, en cambio, resisten, volátiles.
Avistamientos
La primera vez que vi una medusa fue una aparición múltiple de lo que me parecieron bolsas transparentes de gel sobre una franja de arena húmeda. Pero no podían ser bolsas de gel ni de plástico, porque los bañistas las miraban embelesados. Cuando no se deshacían con los pisotones, el gel se mezclaba con los granos de arena. Era otra cosa.
—No te les acerques, pican muy feo. Queman—sentenció mi madre al advertir mi curiosidad por esa presencia extraña—. Y si te pican, el remedio es que alguien te mie donde te picó. O tú misma, si es que te alcanzas.
La escuché en silencio, mientras contemplaba el peligro a lo lejos. No pude decidir cuál de las dos posibilidades, orinarme encima como un bebé o someterme a la orina de alguien más.
—Y tampoco puedes meterte al mar. Si hay en la arena, hay en el agua.
Si no podíamos jugar con la arena, ¿qué hacíamos ahí, contemplando el veneno? No volvimos sino hasta poco antes de la puesta de sol.
Nombre propio
No les dije medusas la primera vez. Entonces eran malaguas. Seres acuosos esparcidos por varios metros en esa playa de Manzanillo. Seres, porque en ese momento no comprendía que aquello pudieran ser animales. Animales sin rastro de forma animal.
Medusa, en cambio, me remitía a esa criatura griega con serpientes colgantes en lugar de cabello que había visto en las caricaturas. La que habría de convertir a todos en piedra gracias a su veneno.
Tardé años en asimilar que esas bolsas acuosas que vi en Manzanillo, desechas bajo tanto pisoteo, eran medusas; sin serpientes, pero con tentáculos urticantes.
Juego de espejos
Producida por 20th Century Fox, en 2010 —plenitud de mi adolescencia, cuando cumplí la mítica edad de 15 años— se estrenó Percy Jackson y el ladrón del rayo, primera adaptación fílmica de la serie de libros, inspirados en la mitología griega, del autor norteamericano Rick Riordan. En ella, su protagonista logra vencer a Medusa con ayuda de un IPod plateado que la petrifica al encontrarse con su propio reflejo.
La escena, inevitablemente, despertó en mí la fantasía de enfrentar al peligro venenoso así, con puro ingenio. Me imaginaba venciendo a Medusa con ayuda del espejo incrustado en el estuche del maquillaje en polvo. Me inventaba valiente.
Pulsiones
¿Qué se sentirá la picadura de una medusa? ¿Debería decir quemadura? Imagino el dolor, pero, aunque sé que arde, el ardor no puedo imaginarlo en la piel. ¿Qué tan grave podría ser su picadura, su veneno?
Dones
Scudo con la testa di Medusa es una obra pintada alrededor de 1597 por el italiano Michelangelo Merisi da Caravaggio, resguardada en la Galeria degli Uffizi en Florencia. Algunos consideran que este óleo ceñido a un escudo de madera sería nada menos que el autorretrato del pintor.
En la tradición, se suele considerar a la figura de Medusa como un símbolo de la prudencia y la pintura del italiano refuerza la idea mostrando una escena doliente: el grito desesperado de una cabeza sin cuerpo. El cuerpo femenino castigado dos veces: la primera, en la violación perpetrada por Poseidón; la segunda cuando Atenea la castiga por haber profanado el templo con actos sexuales.
O podría ser que no. Una profesora me cuenta que en su clase una de las alumnas sugirió que no todos los castigos lo son por completo. A final de cuentas, Atenea le otorgó en las serpientes colgantes un arma defensiva: condenar a los otros a la inmovilidad.
Sentido del tacto
Acaté las instrucciones de mi madre, temerosa de que su explicación sobre las malaguas y la orina se convirtiera en profecía. Mientras tanto allá, en la arena, varios niños jugaban a picotear esas bolsas de gelatina hasta dividirlas. Algunos precavidos utilizaban varitas de árbol, otros se lanzaban de lleno con los dedos desnudos. Me sorprendió esa posibilidad. ¿No decía mi madre que picaban?, ¿que su veneno tendría que ser revertido con orina? Quise acercarme yo también y hundir los dedos en ellas para retar al veneno. Para retar a mi madre. Acercarme lo suficiente al peligro para desencadenar una reacción; quemarme, tal vez, pero lograr algo por mí misma en lugar de solo obedecer.
Defensa
Rozar los tentáculos de una medusa avispa de mar o enredarse en los larguísimos hilos de una carabela portuguesa basta para matar a un humano. Para matarse. Ellas, las medusas, no funcionan bajo la noción de peligro como lo haría un alacrán o una araña. Sus cuerpos, simplemente, reaccionan al contacto del material biológico distinto al suyo. Los tentáculos desprenden su materia urticante porque esa es su función: el veneno que nos aleja o nos daña.
Castración
“Favor de ver y no tocar”.
Tregua
Los tentáculos de las medusas pueden herir incluso una vez que ellas mueren. Para librar el peligro es suficiente conocer la técnica de la tregua: tomarlas desde la campana no supone ningún daño, incluso cuando todavía viven. Los niños en la arena sumergían sus dedos en las campanas con total impunidad, escudados en la biología. Eso, sin embargo, lo comprendí muchos años después.
Última tarde de verano
El grito ahogado fue la señal para que se formara un círculo de mirones. Mamá no tuvo que detener mi cuerpo abriéndose paso entre piernas adultas hasta vislumbrar a ese hombre que se retorcía de dolor tirado en la arena. La medusa estaba todavía enredada en su pierna, pero nadie lo meo. Después de unos minutos eternos apareció un salvavidas que, con la mano enguantada, procedió a quitar los tentáculos con firmeza mientras otra gente peleaba a un lado sobre la conveniencia de enjuagar con agua salada o embotellada. Mientras el hombre seguía quejándose y su pierna estaba tan roja que parecía gritar ella también que, por lo que más quisiéramos, no debíamos retar a las medusas. En esa lucha saldríamos perdiendo nosotros, los condenados a la extinción.
Itzel Romi (Guadalajara, 1995) Licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara. Durante su formación se desempeñó como asistente de traducción para la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar. Ha publicado poemas y cuentos en revistas como Luvina, Punto de partida, Letralia y Casa del tiempo. Participante del X curso de creación literaria convocado por la Fundación para las Letras Mexicanas. Becaria del programa Jóvenes Creadores 2020-2021 en novela y del PECDA Jalisco 2022-2023 en cuento. Formó parte del taller de periodismo de investigación de Daniela Rea como parte de los programas formativos de la Casa estudio Cien años de soledad, al igual que del taller de novela de Antonio Ortuño en el marco del programa Guadalajara Capital Mundial del Libro 2022.