Desde hace mucho tiempo le rondaba la idea. Llevarla a cabo chocaba un poco con su «estructura estructurada», como la definían todos en el tribunal. Simplemente dejó el cerebro de lado. Sin pensarlo demasiado, se vio de copiloto un domingo por la mañana, poniendo la radio y desempañando los vidrios. En la conducción iba Loreto, la única pachamámica de sus amigas. La energía y los chakras eran habituales en las conversaciones que compartían cada cierto tiempo. El resto de sus amigas eran solamente racionales. No había espacio para nada más. «Abogadas po, ¿qué se puede esperar?», las molestaba, cuando se ponían muy graves.
De Ñuñoa hasta Colina eran por lo menos cuarenta y cinco minutos de viaje. Como ninguna había tomado desayuno, pasaron por el Burger King de Irarrázaval. Dos combos Whopper, Nuggets de Pollo, aros de cebolla, dos helados — en invierno es más rico — y cuatro porciones de empanadas de queso. El chico que atendía las miró raro. Acentuó la mirada cuando le pidieron las coronas. Les dijo que eran sólo para los niños. En ese instante la Lore se desabrochó el cinturón, se acercó más a la ventanilla y dijo en tono beligerante, enarbolando el puño: «Sin corona no hay cumpleaños. No nos movemos de acá sin nuestras coronas». Ahí el tipo no se pudo aguantar la risa, y les dio cuatro coronas y las llenó de bolsitas de mayonesa y kétchup.
A mitad de camino Camila se estaba arrepintiendo un poco. Con toda esta comida — y con la lluvia aumentando cada vez más su intensidad — lo lógico era irse para la casa y ver una maratón de películas, enrolladas en una manta. Estuvo a punto de sugerirlo, pero la energía desbordante de la Lore —muy desbordante en lo relativo a estas cosas— hizo que mantuviera un rato más las ganas.
Era un condominio de parcelas, bien bonito. Camino de tierra (de barro, a estas alturas), había que llegar hasta el fondo. La parcela 2470. Abrieron el portón y unos perros las fueron a buscar.
Adela estaba apoyada en la puerta, con un chal morado sobre los hombros, cruzado por un pequeño adorno de madera. Tenía una taza en las manos y un rostro amable. Las hizo pasar, los zapatos en la entrada, las chaquetas colgadas y cada una con una taza en la mano. Loreto se quedó esperando en un sillón, mientras Camila entraba con Adela a la pieza que utilizaba como consulta.
***
– Me ahogo, veo agua, como si tuviera la cabeza hundida en un recipiente
– ¿Dónde estás? ¿En qué tiempo?
– Latinoamérica
– ¿En qué país?
– No lo sé
– Sí lo sabes, ¡Vamos! ¡Tú lo sabes!
– Argentina
– ¿En qué año?
– 1976
– ¿Qué está pasando? Intenta mirar a tu alrededor
– Estoy en una mesa de tortura. Me meten la cabeza en el agua. ¡No puedo respirar!
– Respira, tranquila, yo estoy contigo.
– Son dos hombres, uno rubio, al otro no lo distingo
– ¿Qué más ocurre?
– No puedo. De verdad, no puedo.
– Dime, yo estoy contigo.
– Uno de ellos, el rubio, se mueve sobre mí, parece un perro. Ya no tengo fuerzas para oponerme. Sólo me queda cuerpo para mecerme por la inercia provocada por el suyo. Intento no escuchar los sonidos que hace ni los que surgen. Cierro los ojos y me abandono, ya no hay más. Esta vez puedo mirar la situación desde arriba (tiemblo, tiemblo).
*
Esa noche, la Lore ofreció quedarse con ella. Todo el viaje de regreso hizo chistes, le ofreció papitas, hasta le regaló lo que le quedaba de Whopper. Camila sólo pudo asentir y responder con monosílabos.
Llegaron a la casa de Camila. Ella dejó las llaves en la mesita de la entrada y se fue a tirar al sillón. No se dio cuenta en qué momento se quedó dormida. Ni siquiera alcanzó a sacarse las botas mojadas. Despertó más tarde, con caña de sueño y de Burger King. Sintió una sed que la quemaba por dentro. Fue hasta la cocina y se tomó el litro de jugo de naranja que tenía preparado para los desayunos de la semana. Cuando volvió al living, limpiándose la boca con la manga del chaleco, estaba la Lore sentada en la pera, al costado del sillón donde se quedó dormida. Le dijo que había dejado sus botas en el balcón. Camila asintió y volvió a acostarse. La Lore se acercó y le preguntó si podía acostarse a su lado. Le respondió que sí. Pasó con cuidado por sobre la Cami, y se acomodó detrás de ella. Quedaron en cucharita, tapadas con un chal cuadriculado, azul marino.
Camila se levantó poco rato después, estaba inquieta. Dio algunas vueltas por el departamento, y le propuso que vieran una película. La Lore le dijo que bueno, que venía preparada. Fue a buscar su cartera, revolvió un poco de aquí para allá y se sentó en el sillón. Le mostró unas cajas con películas y la dejó elegir la que quisiera. Después de revisar los títulos, Camila la quedó mirando fijo. Le preguntó si pretendía hundirla aún más en la miseria. Ella le respondió que no entendía a qué se refería. La Cami se sentó en el sillón, y de manera afectada empezó a leer uno a uno los títulos: «El niño con el pijama de rayas», «Hachiko», «Las Horas», «Aimeé y Jaguar». La Lore, muerta de la risa, le pedía disculpas. Ella le dijo que no se preocupara, que ya había terminado de hundirla. Y que, por favor, antes de retirarse en silencio, dejara el horno y el gas encendido. La Lore le respondió que trataría de arreglarlo: se acercó sigilosa y le empezó a hacer cosquillas. Camila respondió encorvándose como un caracol cojo, desparramándose en el sillón, mientras las cosquillas iban aumentando en intensidad, y la Lore comenzaba a desplegarse completa sobre ella, cuando dejaron de ser cosquillas y terminó corcoveando alrededor de su cuello, perdiéndose entre su chaleco y su blusa, cuando el chaleco quedó sobre el choapino, en la entrada de su pieza, cuando los calcetines volaron hasta la cabecera de su cama, cuando los pantalones como dos muñones quedaron abandonados sobre la alfombra, cuando la medalla iba y venía sobre su pecho, cuando sus antebrazos se encontraron en la refriega póstuma de la alegría desalcoholizada, con los pies juntando y pegando futuros posibles, con los sudores y la lluvia confundidos en un estertor linguistico lingual anquilosado a la espera de los golpes que darían los vecinos del piso de arriba ante la bulla eclocal, contando hasta diez, nueve, y pasa una imagen, dos chicas en una habitación escuchando vinilos, siete, seis, están sobre la cama, una se acerca y toca su pierna desfaldada, cinco cuatro, otro, ahora entra y está amarrada, ojo en tinta, ojo de mátame, ojo de huye, tres dos, gritos y vendas, gritos y vendas, gritos y vendas, uno, cero.
***
– ¿Cómo se llama tu pareja?
-No lo sé
– ¿Está vivo?
– ¡No sé! ¡No sé!
– Si sabes. Tranquila, respira hondo y relájate. ¿Él está vivo?
– No
– ¿Qué le pasó?
– Veo un bosque, unos arbustos. Dos balazos. En el pecho y el estómago. Está tirado en el piso, al lado de los arbustos.
– Trata de recordar, ¿cómo se llama?
– No lo recuerdo
– ¿Puedes verlo?
– Es un rostro común, pelo negro, patillas, largo que apenas sobrepasa el cuello de la camisa.
– ¿Qué pasó con su cuerpo?
– Nunca lo encontraron.
– ¿Sabes dónde está?
*
Recorro lenta y firme las formas de su estómago encogido, deglutido sobre sí mismo y puesto sobre la cama cual mesa de adornos y cenas. Está perfectamente ubicado al costado derecho, se mueve sobre su eje invitando a mis dedos a explorar de forma tenue — y no pomposa, por favor —, leve, ¿grácil? A veces no sé si me refiero a mí misma como ¡mira! ¡Un ciervo ecuestre rodeado de flores la cabeza! O ten cuidado, se aproxima un ornitorrinco manco y tuerto que trata de hacer un show de focas. Sigo en el estómago guitarrero de Loreto, en los huesos de las caderas como cuchillos, en su ombligo chino, en sus pelusas revueltas, en su mano de vaivén que va y lleva la risa enrolladita y apretada, calada por calada se le van subiendo los humos y la guitarra sigue moviéndose inquieta, pero no emite sonido.
Ella explora mis dedos más minúsculos de los pies que calzan 35, se va extendiendo e insinuando bajo la sabana corta que trata de acortar aún más, agarra cada dedito y siento que trata de estrangularlos, de forma leve pero firme, como los padres serios, y al final uno termina con el corazón leve y la cabeza firme. Luego, de tan firme quiebracuellos y se te desparrama la cabeza, y qué haces con la levedad auricular, ¿ah? ¿Qué haces?
Me pregunta qué vi. Enrolla piernas, pies y brazos, enrolla guitarras, chinos y caladas y me pregunta, bajito, casi una gota, qué fue lo que vi. Parece una serpiente almáciga empotrada en cada poro, siento que es todo mi cuerpo al que le cuesta respirar. Para qué me agarra de todos lados, si no le hablaré con el cuerpo. En este tipo de cosas nada tiene que decir. Le digo que vi quien fui y quien no quiero nunca más ser. Me acaricia las sienes y me da dos languetazos en cada ojo. ¿Y si somos lo que fuimos?, pregunta. ¿Y si la memoria sólo importa en cuanto cuerpo? En ese caso no lo soy, le respondo. ¿Y si el cuerpo no importa, y sólo somos ese elemento fugaz que se evapora con cada muerte?, me pregunta, dando la última calada antes de caer sobre mi pecho.
***
– Cuando llegó a la casa estaba muy nervioso. Algo me decía que no fuera con él.
– ¿Quién es? ¿Cómo se llama?
– Santiago. No quise escuchar a mi estómago. Preferí pensar que lo ponía nervioso todo esto. Me llevaría con mi pareja. Hemos sido amigos desde hace mucho y escojo confiar en él. Luego todo se hace medio confuso. El auto, un camino que no debía tomar, «¡Déjame bajar!», llegamos a un lugar como un campo. Una casa roja, salen a recibirnos el rubio y el grandote, entre los dos tienen que arrastrarme. «¡Suéltenme, hijos de la gran puta!», escupo a mi amigo, le tiro un escupo lleno de rabia y le cae sobre la polera. La mía es con rayas horizontales, no distingo bien los colores, creo que son rojas y los pantalones negros. Les cuesta mucho someterme, casi me arranco para pegarle a ese hijo de puta, hasta que me tiran al piso de tierra y el grandote me pega una patada en el estómago. «¡Gritá todo lo que quieras, nadie te va a escuchar, pendejita de mierda!».
– Dime, ¿qué más pasó?
– En el auto, el miedo se me empezó a meter por las entrañas. Era un dolor que me recorría, incertidumbre, seré yo, serán ideas mías, o en realidad estoy jodida. Santiago tomó otra vía, primero me dijo que debía comprar cigarrillos. Luego que se había olvidado de decirme, pero que debíamos recoger al no sé cuánto, que mi pareja se lo pidió. Quise creerle de nuevo. Cuando nos empezamos a alejar demasiado, cuando la ruta se estrechaba y se iba poniendo cada vez más rural, no pude engañarme más. Ahí, en medio de quien sabe dónde, me asusté en serio. Era un sacudón que venía desde la boca del estómago hasta la garganta. Tiritando e intentando, a su vez, que no se notaran los temblores. Cuando no pude aguantar más, traté de abrir la puerta infinidad de veces. No se puede. Abrió la boca para decir eso. No se puede. Me giré asustada hacia la izquierda y él me dijo, resignado: «Lo siento, Mari. Vos no tenés nada que ver. De verdad lo siento, nena».
*
En las semanas que siguieron, Camila no pudo conciliar el sueño. En adelante, sin previo aviso, los recuerdos empezaron a aflorar. En los pocos sueños que recordaba, durante alguna audiencia, en cualquier lugar, venían chispazos que no podía controlar. A veces dormía breves siestas a la hora de almuerzo y despertaba ahogándose, haciendo un sonido como forzando una breve inspiración seguido por una arcada de silencio. Sus compañeros estaban preocupados, y ella pensaba que sólo exageraban un poco.
Una tarde la llamó la Magistrado a su oficina. Le invitó un café y un cigarro, para conversar más tranquilas, le dijo. Estaba preocupada por su salud. Quizás sería el caso que llevaba hace meses que le estaba haciendo tan mal. Que todos en el Tribunal estaban muy preocupados. Que ya había conversado con Matías y él no tenía problemas en tomar el caso. Camila se levantó de la silla, y entre mareada y furiosa le dijo que ella no podía hacer eso, que no se lo podían quitar. La Magistrado le respondió que no le estaba preguntando si quería dejarlo, que era una decisión ya tomada. Camila se acercó hasta el escritorio, y con los ojos vidriosos y las manos temblorosas le pidió que por favor no le hiciera esto. Llevaba meses trabajando en el caso, había sido tanto trabajo. Y tan doloroso, agregó como una puñalada. La Magistrado le dijo que se tomara un par de semanas para descansar, que lo necesitaba con urgencia. «Hace tres años que no te tomas vacaciones, Cami, ya es mucho. Acá estaremos bien, por favor descansa unos días, así vuelves repuesta. A tu regreso veremos si puedes seguir con el caso». Camila asintió, le dio las gracias y salió de la oficina arrastrando los pies.
Los días libres sólo lograron empeorar su estado. Se pasaba los días fumando, revisando carpetas y viendo películas. Dormía a ratos, pero en general esos sueños eran sólo sobresaltos. Si dormía de tarde, despertaba a eso de las diez de la noche, sudorosa y sedienta, para luego correr al refrigerador a tomar cualquier cosa. Durante la noche seguía teniendo los mismos sueños. Despertaba ahogada, tratando de salir, de zafarse.
La llamaban día y noche al celular, pero no le contestaba a nadie. Le daba un poco de lata no contestarle a la Lore, pero no tenía ánimo. Justo cuando estaba pensando en ella le llegó un mensaje. Sí, de ella. «Mañana te voy a ver, no es una pregunta. Revisa esto: lapatrulladelamemoria.blogspot.com».
***
– La noche cayó y él seguía esperando sobre el capot del auto, a la orilla del camino. Fumó una inmensidad de cigarros, esperó, buscó en los alrededores. Se metió al auto a escuchar música, sintonizando una y otra estación del dial. Cuando terminó de oscurecer, vislumbró un auto a lo lejos. Se estacionó atrás, unos metros más allá del suyo. Se bajó un tipo, camisa de manga corta, pantalones amasados y barba de tres días. Las luces lo encandilaron, así que recién pudo reconocerlo cuando estuvo bien cerca: era Santiago, sólo Santiago. Estaba solo. Miró hacia su auto y estaba vacío. No alcanzó a decirle nada. Cayó de rodillas frente a Santiago, y lloró como nunca lo había hecho. Gritaba, mientras se agarraba de sus pantalones. Santiago se agachó junto a él y lo abrazó, mientras le hablaba al oído y le daba pequeñas palmadas en la espalda.
Después que Adrián se tranquilizó, fueron con Santiago por un café. Adrián estaba devastado. Santiago le explicaba que yo no llegué nunca al punto de encuentro. Que me fue a buscar a casa y estaba todo destruido, desordenado, espantados los muebles, los libros destrozados, la revoltura llevada al extremo. «Nadie sabe nada, pero no puedes perder la esperanza, che. Quizás la fueron a buscar y no la encontraron. Ya haremos algo, Adrián. Por ahora tranquilizate». Y Adrián claramente no se tranquilizaba, y pedía más cafés, y movía sus manos, nervioso, se refregaban los diez dedos en un baile amusicalizado, se frotaban entre los diez dejando las palmas sudorosas y el dolor en el pecho lo seguía inmovilizando. «Vos sabés que con Mari somos re amigos y esto me tiene muy mal, pero debemos seguir. Nos conocemos desde primero de carrera. ¿Recordás cuando nos conocimos los tres? Vos de profesor, nosotros unos pendejitos. ¿Te acordás de tu pregunta? ¿Qué hace un argentino, un uruguayo y una chilena cagados de frío afuera de una sala de clases? La Mari enganchó enseguida. Joder o webear, depende, te dijo». Adrián asiente, con la cabeza aturdida, tomando café y abrochando y desabrochando el primer botón de su camisa. Santiago pide la cuenta.
*
Faltaban veinte minutos para que llegara la Lore. A Camila se le había olvidado revisar la página. Ganas no tenía, pero para dejarla contenta se fue a conectar. Más que contenta, era sólo para no escuchar lo mismo de siempre, que cuándo le iba a hacer caso en las cosas que le decía, que si la escuchara las cosas serían tan distintas, que por favor sacara la nariz de esas carpetas llenas de polvo y viera otras cosas, que abriera la mente. Que abriera la mente, le decía con sus ojos enormes. En el minuto de ojos grandes dudaba —sólo levemente — de la cordura de su amiga. Pero siempre después de ese instante Sabú Mafú, se ponía turnia y sacaba la lengua. Así disimulaba.
En la página no había fotografías ni artículos. Sólo pudo observar un comunicado breve de letras negras enormes, sobre un fondo morado:
LA PATRULLA DE LA MEMORIA
Somos una organización encargada de buscar la verdad, a cualquier costo.
Ante la ausencia total de información,
Ante la impunidad,
Ante el espanto de los desaparecidos, muertos y torturados,
Ante la ineptitud total de nuestras autoridades,
Ineptitud forzada, consciente y planificada.
Frente a esto, hemos decidido activar la última célula de búsqueda de nuestros familiares y amigos. El único ámbito donde los militares jamás podrán tener injerencia: el espiritual.
Buscamos a los nuestros a través de regresiones a vidas pasadas. Es la única forma que nos queda para saber qué les pasó y dónde están. Tenemos un equipo de profesionales para ayudarte y ayudar a los que nunca han dejado de buscar.
Somos una organización comunitaria que funciona a lo largo de todo el Cono Sur. Escribe, difunde, ayudá. La Patrulla de la Memoria, activando desde lo más profundo.
***
– Trata de pensar qué personas de tu vida actual pueden haber estado en tu vida anterior
– Si pienso en mi pareja, se me viene a la cabeza. No, pero no creo
– Dime, ¿quién se te viene a la cabeza?
– Es que no coinciden las fechas, no puede ser
– Dime
– Al pensar en mi pareja, se me viene a la cabeza la Lore.
– ¿Tu amiga?
– ¿Y por qué dices que no puede ser?
– Nació antes del setenta y seis.
– Quizás no se refiera directamente a esa vida. Hemos tenido muchas. Concéntrate en ella, ¿qué pasa?
– Puedo escuchar una melodía, pero no logro distinguir la letra
– ¿Qué tipo de canción es?
– Un tango.
*
Le preguntó que de dónde sacó esa página. Loreto le dijo que no importaba de dónde, importaba en cuanto le había hecho sentido. Camila sólo enmudeció y levantó los hombros. La Lore volvió a conectarse al sitio, fue de un lado a otro, de pestaña en pestaña, pero no había más información. Sólo estaba el buzón de contacto. Decidieron — más bien decidió — escribir contando algunos detalles. Camila alegó que sólo eran cosas vagas. ¿Y si lo imaginé?, le preguntó. ¿Y si no es verdad? Loreto le dijo que no perdían nada, ni ella ni ellos.
Mandaron fechas, algunos nombres, ciertas situaciones. Para Camila no tenía sentido, y a la Lore le parecía que tenía todo el sentido del mundo. Le insistía pidiéndole detalles, pero Camila dudaba. Tenía unas pocas certezas. Por ejemplo, su nombre. El rubio. La casa roja del campo. Su pareja muerta.
No pasaron ni tres días cuando recibieron una respuesta de la organización. Con los pocos datos que les entregaron encontraron a un posible familiar. Ornella, madre de Adrián, profesor universitario. Coincidían fechas, nombres y lugares. Les enviaron un extracto de un texto que había escrito Ornella y más abajo sus datos de contacto.
Desde hace ya muchos años que busco a mi hijo. Salió esa mañana de casa y nunca más supe de él. En la universidad dijeron que ese día no llegó a dar clases. Nadie se sorprendió porque las últimas semanas había estado faltando. Dejaba a su ayudante a cargo y no había mayores problemas. Era sólo por unos días, él siempre fue tan responsable. Mi hijo se llama Adrián Omar Goyochea. Cualquier información que tengan, lo que sea, por favor contactáme.
***
– Está amarrado a una silla, no puede moverse. Tiene los ojos vendados. Escucha pasos que se acercan. Es la voz de un hombre. Lo saluda y le invita un cigarro. Él lo acepta con las manos temblorosas. El tipo lee un texto en voz alta. Es un artículo que había escrito para el diario universitario. Luego lee otros papeles. Parecen transcripciones de sus clases. El tipo cita a la Divina Comedia, le habla de Rawls y los principios de la libertad y de la diferencia. Hace una pausa, se ríe y le dice que conocerá el infierno de Dante, que cuántos profesorcitos pueden decir lo mismo.
Adrián está aterrado, congelado del terror. El tipo sale de la habitación dando un portazo. Vuelve al rato. Le dice a Adrián que en la universidad donde trabaja sólo le causan problemas. También que a los alumnos les encanta compartir cafés con él después de clases. Que realmente les fascina. Que está sorprendido, y le trae uno, a ver si le pasa lo mismo. Luego se acerca y bien bajito le dice al oído que mientras les reventaba las bolas a esos pendejos, lloraban como nenas y decían su nombre. Que si quiere armar un ejército de verdad, no debería andar tomando cafés con pendejos que a la primera sobada de bolas lo sueltan todo. «¿No creés tú, Profesorcito? Si esto del bien común son puras boludeces. Un poco de guita en los bolsillos y ya está. ¿Qué pensabas vos? Estas cosas no cambian Adriancito, ¿eh? Elegiste mal vos, en todo sentido. Ahora te tocará cantar nomás, ¿eh? ¿Pendejito? Respondéme, hijo de puta».
*
No lo pensaron mucho, la decisión fue casi inmediata: partirían a Ushuaia. Camila dudaba respecto de la decisión, no se caracterizaba por su impulsividad. Pero después de hablar por teléfono con Ornella, sintió la necesidad de conocerla, de verla, de sentirla. No importaba si eran locuras, ella debía ir a Ushuaia.
Partió con la Lore en el bus del día siguiente. Era un recorrido bastante largo, el primer tramo sería desde Santiago hasta Puerto Montt. La Lore tenía unos amigos allá, podrían dormir y descansar y luego seguir el viaje. Camila no se quiso meter en los aspectos prácticos, ella iba entregada a lo que fuera.
Camila fue muy cargada: libros, cuadernos, algunas carpetas. Galletas, un termo con café, un guatero para cuando estuvieran en el sur. Estuche de primeros auxilios. Cámara de fotos. Más libros. La Lore llevó lo justo: tres chalecos, siete calzones, dos poleras y un pantalón. Sólo se preocupó de cargar el MP3 con harta música.
Viajaron de noche. Iba una abrazada de la otra, compartiendo el audífono de la Lore y las galletas de la Camila. La Lore se reía de lo rápido que se traga los libros la Camila. Y ésta, de lo volada que es su amiga. La Lore le regala una canción: «Vamos, por un camino añejo somos, almas que lleva el tiempo sombras, cargando su pasado siembra, de los que no han estado pasará, pasará». La Lore le acaricia la mano, despacio, se la toma con cuidado y le da un beso. «Deja, que te susurre el viento viaja, sin pena ni lamento todo, lo que creí perdido labra, las huellas del destino pasará, pasará». Camila cabecea en el asiento, sonriente y cansada, se apoya en el vidrio para ver cómo cae la lluvia, intentando distinguir algunos breves granos de agua en la oscuridad. «Pasamanos, pasatiempos, pasacalles, paso yo, pasa el sueño y la vigilia, pasa el tiempo del perdón. Pasan padres, pasan vidas, pasa el día del amor, paso firme de las cosas, que nos dejan solos». Un ruido fuerte, movimientos ondulantes, no entienden qué pasa, alcanzan a mirarse, flotan bolsos cafés galletas gritos, no se sueltan de las manos, vidrios, cortinas, gritos, cortinas, ojo en tinta, ojo de mátame, ojo de huye, gritos y vendas, gritos y vendas. «Tejiendo la otra historia, esa que borra tu memoria, pasará, pasará. Ciega la luz de lo deseado, barre lo tuyo y lo que has dado, finge la muerte distraída, compra su pasaje de ida, pasará, pasará».
***
– ¿Ahora que ves?
– Un tipo enorme, el otro, me pega un mangazo fuertísimo y me grita: «¡Boludita de mierda!». En ese preciso instante se acaba el dolor, me desprendo y puedo verlo todo desde arriba. Siento una ola de alivio que me atraviesa en el minuto exacto en que su mano me golpea.
– ¿Qué logras ver?
– Veo mi cuerpo delgado sobre la mesa, en una postura fetal. No logro ver el rostro, mi pelo largo y liso lo tapa todo. Sólo se observa sobre la mesa una figura desnuda, casi adolescente.
– ¿Qué sientes? Parece el momento de tu muerte.
– Siento alivio, no delataré a mi pareja. Pero al subir y mirarme por última vez. Eso era, esto no debía ocurrir.
– ¿Qué cosa?
– Al mirarme por última vez, me doy cuenta. No sabía que estaba embarazada.