Venimos de ciudades con aguas putrefactas y establecemos con ellas, me refiero a las aguas, unas contradictorias relaciones de rechazo y compasión. Estoy caminando con Raquel (es otra Raquel) y con Félix (es otro Félix) por la zona del canal Gowanus, en Brooklyn. Acabamos de dejar las calles homogéneas de Carroll Gardens, con sus casas siempre parecidas en su particular forma de descuido: limpias pero no del todo, en su mayoría un poco deterioradas, con trastos en el exterior que por indolencia o falta de espacio no están puertas adentro, con señales o imágenes religiosas en los frentes o los pequeños jardines, cuando los hay, como blasones protectores. Es el paisaje de la clase media baja que será de a poco desplazado por la clase media profesional. La clase media profesional adora la uniformidad edilicia de ciertas zonas de Brooklyn; árboles, brownstones y calles de baja densidad. Esa uniformidad es promesa de una vida liberal y dichosa, sin ostentaciones odiosas ni sobresaltos incorrectos.
Dejamos entonces las calles tranquilas de Carroll Gardens y entramos a territorio indeciso de gente más humilde, una zona que incluye projects, con sus áreas verdes o recreativas un poco abandonadas, como si fueran espacios de amortiguación entre la verticalidad de los edificios y la baja altura de las manzanas circundantes. Alrededor de los projects hay casas pequeñas, algunas de dos pisos, varias de ellas en estado de precariedad; también es verdad que aparecen núcleos de renovación, y junto con todo esto se ven los pequeños comercios y tiendas de servicios. Los abastos, laundries y estancos regulan parte de la vida invisible de la comunidad; uso la palabara “invisible” para referirme a la cosa de todos los días, esa interacción social que muchas veces ocurre de manera inconciente para la misma gente. Y también digo “invisible” para diferenciarla de la vida visible, la presencia callejera y abierta de los vecinos, como ocurre en los barrios pobres de cualquier ciudad.
Sé por experiencia que a ciertas horas de los fines de semana, en especial durante el calor, el sonido de este barrio, que es un territorio impreciso donde confluyen Gowanus, Boerum Hill y Carroll Gardens, se puebla de golpeteos nerviosos e irregulares, a veces seguidos de exclamaciones de júbilo o de sorpresa. Es el ruido de las fichas de dominó cuando la mano las apoya desafiantes sobre la mesa. Pienso que es la música de las tardes de verano en esta zona de Brooklyn, pasatiempo masculino y percusión impensada que generaciones de puertorriqueños han convertido en ruido propio. Uno camina distraído y va escuchando los claps uno tras otro, parece una cadena de golpes que se reproduce a sí misma, con el fondo de conversaciones sobre nada y grabaciones de salsa a medio volumen.
Con el último eco del dominó ingresamos a la zona no definida, o sea, sin barreras ni escalones que sortear, de depósitos de carga o talleres industriales. Uno de esos lugares a los que peregrinarían hoy los dadaístas, porque parece que allí la ciudad está pero no ha llegado. Lo de “taller industrial” es un tributo al pasado: quedan tan solo las dimensiones bastante grandes de esos solares y en algunos casos los adustos muros de ladrillos y toda esa arquitectura fabril. La decadencia industrial significó la decadencia de Gowanus, y con ello el abandono de su canal a su lastre de desechos tóxicos.
Raquel y Félix van algunos pasos más adelante, uno brinda al otro varios consejos relacionados con el pan rallado (o molido como se dice en muchos lugares) en este país. Menciona la palabra “crumbs” varias veces, ingrediente esencial para preparar milanesas. Uno de los dos siente nostalgia por el terruño, y de cuando en cuando querría prepararse una milanesita. Lo dice así, en conmovedor diminutivo. Imagino una milanesa del tamaño de un grano de pan rallado y las operaciones liliputienses para conseguirla. Me digo que es un trabajo inverosímil, aunque inspirado en el tipo de lógica que nos proponen los diminutivos y que tarde o temprano debemos sortear o aclarar de distintas maneras.
Pero hay algo en la palabra milanesita que queda rebotando dentro del cráneo. Es precisamente el contraste con los amplios espacios que vamos recorriendo. Y cuando alcanzamos Union Street y atravesamos luego el puente sobre el angosto canal, sin hablar me digo que el Gowanus bien podría ser considerado un canalcito si se lo compara con la inmesa extensión del territorio que lo circunda. Que lo circunda e ignora, porque si siguiéramos caminando hacia el este, después de muy pocas cuadras tachonadas de depósitos, talleres de reparaciones y garages de maquinarias gigantes, veríamos florecer de nuevo los árboles en las veredas, los comercios así llamados vibrantes y los adecentados browstones más brooklynianos que los tanques de agua.
Sin embargo no llegaremos hoy hasta allí; nuestro destino es uno de aquellos galpones prácticamente estropeados, que a media cuadra del canal alberga un sencillo ateneo dedicado al canal. Como si no fuera suficiente con la melancólica y desindustrializada apariencia de Union Street, al Proteus Gowanus se ingresa por un callejón paralelo que parece detenido en el tiempo, con la desventaja de que el tiempo siguió corriendo. Me digo que así es la verdadera belleza que pueden ofrecer las ciudades: no la ruina parapeteada, reconstruida o disimulada, sino la ruina ruinosa, el embate del tiempo y del uso o abandono humanos, cuando se establece entre ambos una especie de concordato, gracias al cual la convivencia entre ruina y naturaleza se dirime en reyertas de baja intensidad.
Mis dos acompañantes se han adelantado un trecho, por lo tanto apenas abro la puerta los veo ensimismados frente a un gran frasco, de un vidrio bastante grueso, lleno de líquido oscuro hasta la mitad. Como si hubiera allí un secreto que no quisieran compartir, al verme se desentienden del frasco y se hacen los distraídos. Raquel mira hacia un costado y Félix desliza una palabra de circunstancia. Rato después, al acercarme, veo el pequeño cartel que anuncia la presencia de un “espécimen del Gowanus” en el interior del frasco.
Las vitrinas del Proteus Gowanus y sus muestras temporarias están pobladas de cosas por el estilo, todas esdrújulas, entre científicas, artísticas, históricas, performáticas y varios etc.; y esa entera dedicación alude a una omnívora devoción por todo lo relacionado con el canal y su historia. Hay por ejemplo un puntilloso cuaderno con recortes de periódicos donde se recogen los suicidios cometidos en el Gowanus desde el siglo xix; hay videos de navegación superficial y submarina por sus aguas condenadas; hay escafandras para adentrarse en el más profundo mundo de las tinieblas; hay mediciones de oxígeno que espantan cualquier esperanza de vida.
Me cuesta salir de ciertos lugares sin un botín, aunque sea mínimo o simbólico. Incluso, si es mínimo y simbólico, mejor, porque parece de este modo una secuela sin verdadera importancia. Raquel y Félix, estoy seguro, no tienen esa inclinación. En este caso mi trofeo consistió en un suculento pack de 10 fotografías históricas del Gowanus. A lo largo del tiempo, imágenes precarias desde un principio, realizadas por fotográfos que probablemente no tenían la idea de “foto” en tanto equilibrio o composición unitaria de escenas o panoramas cuando dispararon. Por eso, las tomo como una reverberación obstinada de algo que de todos modos sigue igual… (no otra cosa son los botines).
Quiero decir, sé que el presente es reverberación del pasado. Pero a veces, gracias a la ruina, podemos plegarnos a la ilusión de que es a la inversa: el pasado como eco póstumo (o exhalación invertida) del presente.