Ilustración: Gabriela Mayorga
Todas sus carnes se le arremolinaban alrededor del corazón, flácido y grande. Cardiomegalia intratable le había sentenciado el médico. Apenas un síntoma de una enfermedad desconocida que requería dos o tres meses de observación minuciosa, resonancias magnéticas cardiacas, radiografías de pecho, angiografías coronarias y hasta un segundo o tercer concepto médico que demostrara probidad del diagnóstico y del tratamiento. Para qué poner en marcha un mecanismo no solo engorroso, sino desmesurado, que sumara dos o tal vez cinco años de vida. La vejez le había caído encima y ya no había forma de disimular la muerte.
Tenía la piel ajada, las hendiduras de la cara profundas y las manos secas e irreconocibles al tacto propio. Dos bolsas acuosas y amoratadas caían debajo de los ojos. Pliegues, surcos y capas complicaban la diferencia entre el interior y el exterior del cuerpo, entre el más acá y el más allá de la piel. Nada tenían que ver los párpados hinchados y la acentuación de las cuencas con su mirada, que aún conservaba: cuidadosa y vigilante, como la de quien ha pasado mucho tiempo mirando un solo punto en el horizonte.
Las mejillas, antes feroces, se habían hecho bulto para resultar en un doble mentón. Aunque no en una doble boca, pues los sorbos cortos y la conversación menguada de las gentes de montaña impedían el engrosamiento de los labios y el ensanchamiento de la mandíbula. Más que huraños las gentes de montaña aprendieron un carácter austero que les permitía respirar en condiciones extremas y almacenar la saliva necesaria para disolver cualquier alimento, entre la lengua y el paladar, incluso cuando había ahogo y poco aliento. La falta de aire de la montaña era compensada con el exceso de rocío que se producía por las mañanas.
Aprendió de su madre a recoger el rocío, mediante un intrincado mecanismo de canalones en el techo, que luego vertía en botellas bien cerradas y escondía debajo de la cama para darle un uso curativo. Dos cucharadas en ayunas y, si los síntomas persistían, dos antes de dormir.
El día que se enteró de que sufría de corazón agrandado olvidó la mesura que siempre la había caracterizado. En vez de seguir el dosaje recomendado por su madre, ingirió dos litros de rocío en cinco sorbos. Extasiada por la sustancia, se vistió con sus mejores ropas, llevó las botellas restantes al jardín, regó las fitonias y los helechos y puso pequeños envases de agua al lado de los geranios. Se sentó en la banca del patio. Al frente, los árboles más viejos abrigaban a los más jóvenes, se colaban entre sus raíces, sombreaban su follaje y, en el estéril intento de amansar la intensidad de una vida novísima, terminaban enredándose, doblándose y sucumbiendo ante la montaña.
Paola Andrea Buitrago Cardona (Bogotá, 1997). Estudió Antropología en la Universidad del Rosario en Bogotá. De la etnografía saltó a la crónica y de la crónica a la ficción. Actualmente vive en Nueva York.