Ilustración: Juan Martín
Pero es imposible
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—Qué sucede.
—Bailan.
—Bailan regando el té.
Mi mano tiembla y sacude el pocillo. En su interior, el líquido, delator y oscuro, vuelve visibles las vibraciones en ondas concéntricas. Pero es imposible.
Suena Billy Idol. ¿Cuál canción? ¿Cuál canción es esa? Dancing with someone else.
Cómo ignorar la música, cómo ignorarla y moverse sin que se riegue el té. Mis dedos son garras encalambradas. Entre sombras y luces estroboscópicas, en este revoltijo de cuerpos, la instrucción que se dice es bailar, la que se calla es fingir y delatar, delatar siempre al otro. Quisiera mirar atrás, devolver mis pasos hasta la entrada.
—Es la mejor fiesta.
—Es la fiesta a la que todos quieren ir.
—Bienvenida. Toma tu taza. Te sirvo el té.
—No lo riegues, querida, no lo riegues.
—Estás sola allá adentro. No habrá gota regada que pase desapercibida.
—La culpa es de él.
—De ella.
—¿De quién?
—De lo que baila allá.
Me siento atraída por esa sombra negra e intimidante que se mueve en medio de las luces, pájaro de alas borrosas y extasiadas.
—Ve.
—Debes ir.
¿Quién dice eso? Miro entre los cuerpos casi estáticos. Son otras mujeres, son otras personas. Luz azul. Luz roja y caleidoscopios que nada le quitan a la noche. En silencio, una carga una taza astillada, otra solo sostiene la oreja de lo que fue la taza y otra, solo una oreja de alguien más. Ellas insisten, ve, dicen, ve.
—Antes de que te conformes con pedazos, antes de que mastiques porcelana.
—No es una taza, es pelaje.
Entonces la monstruosidad. El enfrentamiento a una forma que borra sus propios límites, que rechaza el nombre y el sentido. Sus nubarrones me jalan, mi médula se retuerce en un largo nudo.
—Quítamela, por favor.
Es una voz femenina. No, es un toro. Tiene los labios pintados de rojo. No, yo tengo los labios pintados de rojo.
—Por favor.
Entiendo que se refiere a su chaqueta, que le llega hasta el suelo. El toro es toro solo de la cintura para arriba. Sus pies bailan descalzos sobre el charco oscuro de té. Ha roto la taza y, de tanto pisarla, se ha convertido en arenilla fina, polvo. Yo he roto la taza.
—Échate miel en los pies, entre los dedos y en las plantas. Restriégala, llórala un poco, ablándala y llora otra vez.
Ya no hay sangre en las heridas, solo miel. Me atrevo a acercarme a sus hombros para quitarle la chaqueta. Su peso es más que mi fuerza y no me queda más que girarme para jalar desde atrás. De su chaqueta sobresalen pedazos sucios y grasientos de aeroplanos, bañeras y carros regados con oro aquí y allá. Jalo y jalo esperando el estruendo.
Una vez la prenda cae, descubro en su espalda desnuda ojos que pestañean y miran en todas las direcciones. Quiero gritar, quiero irme. Afuera la noche es fresca, ¿qué hago yo aquí?
Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Quéhorror-Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Quéatrocidad-Mira-Mira-Mira- Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Mira-Qué asco-Mira-Mira-Mira- Mira-Mira-Mira.
La toro se gira. Sus ojos violentos que miran desde arriba son en verdad calma.
—Quédate. Esta es tu fiesta.
Con los hombros descubiertos quedan a la vista sus aretes. Son tazas de té conectadas con alambres. Una taza cae en dos tazas, dos tazas en cuatro, y cuatro en ocho. Mientras el toro baila como quiere y libre, los recipientes riegan su contenido, tintineando y caóticas en su movimiento. Me sonrío. Ella suelta una carcajada.
—Hay un ojo que no mira.
Debo volver a la espalda. Otra vez, algo me devora desde adentro. Hay un ojo en el centro que se mantiene estático. Para alcanzarlo, debo escalar los otros ojos, untarme de su líquido lagrimal. El ojo que no mira es de madera. Lo giro, se abre, se cae.
—Sácalo. Sácalo, por favor.
Meto la mano en el agujero oscuro que se forma en su espalda. Mi mano sigue hundiéndose ciega hasta que casi debo meter el hombro. El objeto que espera al final es una cuchara que en vez de mango tiene un cuchillo. Orgullosa, vuelvo a mirar al toro y le señalo el hallazgo.
—Ja.
—Ja, ja.
La toro levanta su mano. Le digo, le invito, le abro. Cuando muestra su lengua, es un campo de flores naranjas, amarillas y azules que siguen brotando en sí mismas. Su mano toca mi mejilla, luego se mete en mi boca. Se sigue hundiendo. Puedo sentir el tapón soltarse. Ella saca de mi boca un círculo dorado. Nos reímos más, nos mostramos nuestros preciados descubrimientos.
Y cuando pienso que no nos podríamos reír más fuerte, empuño el objeto por el lado de la cuchara y en medio de una carcajada deforme, imagino el lugar exacto de mi tráquea.
Sigue sonando la voz de Billy Idol.
Camila Arango es comunicadora social y periodista graduada de la Universidad Pontificia Bolivariana en Medellín, Colombia. Publicó el libro de cuentos Agua en los Zapatos (2019) con la editorial Hilo de Plata. También fue finalista en el concurso Medellín en 100 Palabras (2020). Actualmente cursa la Maestría en Escritura Creativa en NYU durante la cual está desarrollando una novela que busca cuestionar el mundo del arte y reforzar el valor de las relaciones humanas. En su tiempo libre le gusta pintar con acuarelas, óleo y acrílico.