Mi primer fanatismo surgió a los cuatro años, pero pasarían otros diez antes de que pudiera ponerle nombre a la intensidad con la que disfrutaba de mis aficiones. “Ni siquiera saben lo que es ser una fan. ¿Sabes? Amar tanto una tonta pieza musical, o una banda, que te duela”, dice un personaje de Almost Famous, la película de Cameron Crowe que vi a los quince. Conecté con la cita de inmediato. No sabía qué tan normal era ser así. No sabía que eso, amar algo con esa intensidad –una pieza de arte o a su creador–, era suficiente para considerarme “fan” de algo.
El término “fangirl” (niña fan) se ha vuelto peyorativo con el paso de los años. Urban Dictionary define a las fans –especialmente a las mujeres, aunque también fanboy se utiliza en ese sentido– como habitualmente superficiales, tontas y vacías. Sus obsesiones se ridiculizan y no son tomadas en cuenta por otros segmentos “serios” de las legiones de seguidores de un autor, serie o personaje.
Sin embargo, los fanatismos –aunque encubiertos bajo otros nombres– pueden incluso construir un festival literario, la celebración de un autor, su obra e influencia, con conferencias y talleres dictados por académicos de renombre. Nadie se atrevería a decir, creo, que el Festival Gabo es una convención de fanboys del Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. No obstante, es un evento nacido de una profunda admiración por el trabajo literario y periodístico de este autor, así como un esfuerzo por preservar su legado e influencia en las letras hispánicas.
¿Qué es, pues, un fan? ¿Alguien que ama algo creado por otra persona? ¿Alguien que disfruta de revivir constantemente una pieza de ficción a través de la lectura, la televisión o la radio? ¿Alguien que se limita a consumir contenido o alguien que, inspirado por ese autor, se atreve a producir el suyo propio?
Nací y crecí en una familia creativa y consumidora cultural insaciable. No puedo recordar la primera vez que vi una película de Star Wars porque siento como si los Skywalker siempre hubieran estado en el ambiente. Decía que a los cuatro años aprendí a ser fan: abrí Mujercitas de Louisa May Alcott y descubrí el gozo de amar una pieza literaria. Consumí ávida todo lo que encontré sobre la familia March y su autora. El Canal Cinco pasaba una serie animada japonesa basada en la novela (Ai no wakakusa monogatari) y quedé enganchada. Necesitaba encontrar más sobre ese mundo de la Guerra Civil estadounidense, de niñas escritoras y cabañas acogedoras con buhardillas llenas de secretos. Descubrí la película de 1994, con Wynona Ryder como mi Jo March favorita y el impecable Laurie Lawrence de Christian Bale.
Busqué el siguiente libro (Buenas esposas) y luego llegó a mis manos Hombrecitos, una especie de secuela enfocada en la siguiente generación de la familia March. Hoy atesoro una decena de ediciones distintas del libro original, la obra completa de Alcott y todas las películas en DVD. Fueron mis primeros pasos en el desarrollo de uno de mis rasgos de personalidad más evidentes.
Así empezó mi carrera como fan from hell.
Para cuando vi Almost Famous, en mi último año de secundaria, ya había experimentado momentos intensos como seguidora obsesiva de libros, películas y bandas. En diciembre de 2001 descubrí a Harry Potter y a J.R.R. Tolkien gracias a las películas que se estrenaron ese año —y que cambiaron el rumbo del cine fantástico en Hollywood—. Me enamoré de Hogwarts y leí todos los libros de la saga publicados hasta ese momento. Asistí a los conciertos de la música de las películas en la sala Ollin Yoliztli y ahí conocí a un grupo de adolescentes que iban a cambiarme la vida: The Magical World of Harry Potter México, un club de fans que se reunía los sábados en el Parque Hundido de la Ciudad de México para hablar sobre los libros, los hechizos, las teorías sobre el futuro de la serie.
De alguna manera me convertí, a los 13 ó 14 años, en el enlace de medios del club. Conseguí que nos entrevistaran en radio, revistas y hasta en el periódico. El par de horas que pasábamos en el parque, vestidos con túnicas y blandiendo varitas de madera hechas a mano, era mi momento favorito de la semana.
Unos meses después ya organizábamos las fiestas de medianoche por el lanzamiento de los nuevos títulos de la saga en la librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Hicimos promoción de las películas y llenamos salas de cine tan solo para ver el trailer de una de ellas. Ahí conocí a amigas entrañables, a personas que como yo sabían encontrar lo bello en una pieza de ficción y dedicarle incontables horas de creatividad y atención. Escribíamos fan fiction (textos escritos por fans a partir del material original), diseñábamos y construíamos cosplays (disfraces) y utilería. Con Harry Potter aprendí algo básico, casi un postulado literario en sí mismo: podía crear algo bello a partir de aquello que adoraba.
Como ese club existen miles en todo el mundo, dedicados a diferentes temas, autores, sagas, legados. La Sociedad Tolkiendili, por ejemplo, es una organización no lucrativa cuyo fin es estudiar y difundir la obra de J.R.R. Tolkien, así como generar espacios para compartir su disfrute con el público en general. Fundada en 2001 –seguramente impulsada por la inminente aparición en cines de la trilogía cinematográfica de Peter Jackson–, por 16 años ha dedicado sus esfuerzos a promover la lectura, la creación y el análisis alrededor del cuerpo literario de uno de los autores más célebres de las letras británicas. Más allá de El señor de los anillos, la Sociedad Tolkiendili organiza eventos culturales, conciertos, círculos de lectura y conferencias
Otro grupo similar, pero con sede en Estados Unidos, es la Sociedad Histórica de H.P. Lovecraft. La Sociedad fue creada por un grupo de estudiantes de teatro en la Universidad de Boulder, Colorado, en 1986 con el propósito de compartir la diversión relacionada con los escritos y universos ideados por el reconocido escritor estadounidense creador del horror cósmico Howard Phillips Lovecraft. Con el paso de los años, se convirtieron en una de las principales fuentes de conocimiento, eventos y producciones relacionados con Lovecraft. Pero no son los únicos.
El Consejo de Artes y Ciencias Lovecraft, con base en Providence, Rhode Island –ciudad natal del autor– es una organización sin fines de lucro cuyo propósito es conectar a académicos, autores y fans del mundo literario de Lovecraft. Reunirlos para potenciar el disfrute de un universo que los llama, que de alguna manera los llena y los inspira. Esta organización es la encargada de una tétrica y tentadora convención bianual llamada NecronomiCon, en donde a través de conferencias, charlas, paneles, proyecciones y demás, exploran el trabajo del autor y de sus allegados. Son prueba innegable de que ser un fan from hell está más allá de una admiración ordinaria.
Una de las voces que ha analizado de manera más profunda e interesante el fanatismo literario y de la cultura pop es el académico estadounidense Henry Jenkins, de la Universidad del Sur de California. Su cuerpo literario estudia los fenómenos culturales relacionados con el entretenimiento y las artes, y a través de sus libros Textual Poachers: Television Fans and Participatory Culture y Convergence Culture, descubrí que no sólo podía vivir mi vida como una fan from hell sino que, de hecho, podría construirme una vida académica a partir de ello: ser una Aca/Fan (Académica/Fan).
Pero elegí como profesión el periodismo, y no creo haberme equivocado: así he tenido la oportunidad de hacer realidad algunos de mis sueños más extravagantes como fan. Por ejemplo, gracias a un grupo de amigos que conocí en foros de internet cuando era adolescente, logré entrevistar al cineasta mexicano Guillermo del Toro –mi más grande héroe creativo– y publicar un perfil suyo en la revista donde trabajo, después de pasar un par de días observando su trabajo en el set de Crimson Peak.
Si en nombre de García Márquez se siguen escribiendo crónicas, y si en recuerdo de Lovecraft se organizan festivales de literatura gótica, mi epifanía de cuando tenía quince sigue siendo válida. No sólo no hay vergüenza alguna en ser una fan de ultratumba, sino que hay pocas sensaciones más increíbles que la de vivir en carne propia la creatividad y el impulso de estar ahí; de amar tanto una pieza de arte, una canción, una película, un libro, que empiece a dolerte.