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04 · 2025

Ezequiel quiere ser John, Laura Bayer-Yepes

Felipe Quintero

Ilustración: Felipe Quintero

 

John Freddy López vivía en la vereda Belencito de Carepa, Antioquia, cuando vio por primera vez a la guerrilla de las FARC. Le parecieron gente amable.

          —Trataban muy bien a los niños. Uno veía cómo llegaban al pueblo, lo saludaban a uno y los niños corrían detrás de ellos persiguiendo los confiticos que les ofrecían.

Cuando tenía 13 años, mientras estaba jugando un partido de fútbol con otros pelados de la vereda, llegaron soldados del Ejército y los acusaron de ser guerrilleros. A él lo amarraron en un árbol y le pegaron una palmada en la cara. Desde ese día, les cogió miedo a los militares. Su papá tenía un compadre que hacía parte de las filas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Por eso, un día fue a preguntarle si podía acompañarlos en ese camino incierto que representa la guerra en este país. Por admiración, quizá por simpatía.

          —Usted es el menor de la familia y no le vamos a hacer ese daño a su papá—, le contestó el compadre, pensando en los principios evangélicos en los que sabía que habían criado a John Freddy.
          —Pues, si ustedes no me reciben, me voy para otra guerrilla, me voy con el EPL —dijo él, profiriendo su primera amenaza.
          —Pase acá la Navidad y apenas termine, venimos por usted.

Pasaron cuatro meses en los que John Freddy olvidó esa promesa. Pero el comandante Jaime, del frente quinto de las FARC, no y mandó por él. Sus hombres preguntaron si era verdad que quería irse.

          —Sí, pero tengo algo que hacer primero —les respondió John Freddy, pensando en el partido de fútbol que había quedado de jugar esa tarde—. Si me esperan, yo me voy con ustedes.

Dos horas después estaba empacando una muda de ropa y partiendo con los guerrilleros monte adentro.

          —¿Está seguro de que quiere estar aquí? Todavía puede irse para su casa —le dijo el primer comandante que lo vio.

John Freddy seguía firme, incluso cuando se encontró con el compadre de su papá, quien le dijo que era un culicagao marica. Un tercer guerrillero le sentenció:

          —Si yo anoto su nombre en este papelito, ya no puede volverse para su casa. No hay vuelta atrás.
          —Ponga mi nombre ahí —pidió el muchacho, que quería ser guerrillero a los quince años.

Cinco veces le preguntaron si quería retractarse. Cinco veces respondió que no. A la semana de vivir en el monte ya estaba recibiendo el entrenamiento básico para combatir. Aprendió que a ningún compañero se le podía insultar o golpear, porque el castigo era ir a cortar leña, cavar el hueco de la basura o cocinar para toda la tropa. Su escuadra era una célula política: debatían cada ocho días y, cada quince, asistían a la reunión de partido dirigida por los secretarios. Tenían cursos de estatutos, de plataforma de lucha, de economía. No se ocupaba un lugar dentro de la guerra sin el conocimiento necesario.

Su alias en la guerrilla fue Ezequiel. Por eso, en los primeros meses de su vida en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de Dabeiba, Antioquia, no respondía cuando llamaban a John Freddy.

          —¿Cómo te gusta que te digan? —Le pregunto—. ¿John Freddy o Ezequiel?
          —John Freddy. Ezequiel quedó en el pasado.

Se aburrió antes de cumplir un año en las filas.

          —Calmé la goma—, dice. Pero ya no podía devolverse a casa. Habló entonces con su comandante, Jacobo Arango, quien era como un padre para él.
          —No le puedo resolver su situación ya. Espéreme, yo veo si en un mes se puede devolver–, le respondió.

Pero resulta, según John Freddy, que Jacobo Arango lo quería mucho y por eso, le mandó a una muchacha para que le hablara. Con el tiempo se enamoraron y, cuatro meses después, cuando Arango le dio permiso de partir, no quiso irse porque ya estaba acompañado.

          —Lo más duro de haber estado en las FARC fue recibir bombardeos. Nadie se lo esperaba y creo que eso fue lo que más golpeó a la guerrilla. Era estar durmiendo a las 2 o 3 de la mañana y escuchar el estallido. Una vez me cogió uno del que pude volarme nada más con ropa interior y esperar a que pasaran los veinte minutos del estruendo.

Cuando John Freddy ya tenía 20 años de edad y ya llevaba cinco de ellos en la guerrilla, su compañera murió en uno de los tres bombardeos a los que él sobrevivió. Esa noche cruzó nadando el río Guayabero y le dio largas a un amanecer, después del cual fue a buscar a sus compañeros entre las cenizas.

Pasó veintisiete años sin saber de su familia. A ellos les dijeron, en tres ocasiones, que lo habían matado. Una de esas muertes la aseguró un primo que era soldado profesional. Por eso, cuando John Freddy consiguió el número de su hermana, después de mucho buscar, ella no creyó que fuera él a pesar de escuchar su voz. Después de convencerla de que estaba vivo, volvió a ver a su mamá el 8 de marzo de 2017. Dos meses después de desmovilizarse y llegar a Dabeiba, donde regresó a su vida de civil. Nunca les había mandado saludes porque la forma que tenían los paramilitares de presionar a un guerrillero era matándole a la familia y él no podía delatar su paradero.

          —El conflicto en Colombia empeoró cuando empezaron a ponerle precio a las cabezas de los guerrilleros—, asegura John Freddy—. Eso involucró a muchos terceros en esta guerra. Si algo le hizo daño a este país fue la presidencia de Álvaro Uribe porque todo los servicios de inteligencia estaban puestos en el campesino: todo se les regulaba, los sacrificaban, los desplazaban.

John Freddy me explica que la política de Uribe consistía en quitarle a la guerrilla el poder que le daban las masas. Vio a capitanes y coroneles vestidos de civil yendo a conversar con comandantes. Hubo campesinos que murieron por darle un vaso de agua.

          —Nos ofrecían un pedazo de quesito y el Ejército les decía: ‘tienen 5 minutos para que desaparezca de aquí’. No encontrábamos en qué gastar la plata que teníamos, era como cargar basura. No había con quién encargar nada.

En medio de esa nostalgia extraña de la guerra, dice que le agradece a Álvaro Uribe que los mandaba a dormir temprano: a las seis de la tarde ya tenían que estar todos escondidos. Pero la guerrilla sobrevivió, según John Freddy, gracias a la confianza y el amor que se tenían entre compañeros. Los civiles, por otro lado, sufrieron todas las consecuencias: asesinatos, desapariciones, desplazamientos.

          —La guerra fue más dura para ellos que para la misma guerrilla—, y en eso estamos de acuerdo.

Mientras militó, recorrió los territorios de Antioquia, el sur de Córdoba, el Meta, el Guaviare y la vereda Cangrejito. En ese camino, de algo está seguro:

          —Las FARC no tenían personas que mataran y comieran del muerto, como los paras. Nos quieren hacer creer que somos violentos porque las FARC existieron, pero lo somos porque no sabemos nuestra historia y la repetimos.

También destaca que las FARC tenían una comunicación absoluta. Por eso, dice que si lo llaman a la JEP (Jurisdicción Especial para la Paz), diría la verdad. Sabe que el proceso de paz también inició por voluntad de Uribe y cree que cuando les exigieron la verdad tanto a guerrilleros como a agentes del Estado bajo el gobierno de Santos, el expresidente quiso cambiar de opinión.

Afirma que sus mandos admitieron haber cometido un error cuando sucedió la masacre de Bojayá. El error de la guerra siempre es creer que no hay civiles en el medio o que no importan. El comandante, probablemente alias ‘Mapanao’, que dio la orden de estallar la iglesia, solo se concentró en los paramilitares atrincherados y no en las vidas de las 117 personas que cobraría después.

          —Se ha cumplido una mínima parte de los acuerdos y lo principal se dejó a un lado. Solamente han hecho cositas que son como echarle agua con sal a una herida—, comenta acerca de la reforma agraria que nunca sucedió y por la cual la vida de los campesinos hoy está peor—. La ley del campo eran las FARC. Cuando desaparecieron, nadie las reemplazó.

Dice que el Ejército está muy bien entrenado y tiene mucha capacidad, pero no le interesa intervenir. Prefiere dejar que los paramilitares y el Clan del Golfo se maten entre ellos.

          —¿Qué pasó con esa cantidad de hombres, aviación e inteligencia? En el monte se reportaban operativos diarios, dentro de la selva siempre se encontraban miles de soldados —observo.
          —Ahí identificamos el problema de Colombia —me dice—. Un guerrillero se parecía mucho más a un soldado. Ahora ni siquiera son capaces de pensar cómo es un narcotraficante o un terrorista.

No entiende qué hace conversando esta mañana de domingo cuando tiene tantas cosas qué hacer. No esperaba encontrarse con una periodista cuando le contaron que el ETCR estaba organizando el proyecto “A la cancha por primera vez” con un colectivo de hinchas que llevaría a los exguerrilleros y sus familias a ver un partido de fútbol en Medellín. Los periodistas con los que se ha encontrado siempre le hacen la misma pregunta:

          —¿Por qué nos atacaban tanto?
          —Los medios eran objetivo militar porque para nosotros tergiversaban mucho la información…
          —Pero muchos solamente podíamos tener la versión del Gobierno. Imagínese, si Caracol o RCN no iban a conversar con ustedes, ¿qué va poder un noticiero de Medellín que funciona con 20 dólares semanales?—, le cuento.
          —Ahora entiendo que hacerle oposición al Gobierno es un problema —y se ríe por primera vez.

Ahora, varias veces entre historias, me dice que era un guerrillero muy serio y se ríe. Con el proceso de paz, al principio se sentía inútil, porque en la guerrilla siempre lo ocupaban, le daban tareas. Porque John Freddy perdió sus dos brazos y parte de sus antebrazos en un accidente manejando explosivos, poco después de que su primera pareja muriera. Sonríe cuando me cuenta del día en que Manuel Marulanda lo distinguió. Usa esta palabra para describir cuando uno conoce a alguien.

          —Con que estamos sin manitos, ¿no? —le dijo alias ‘Tirofijo’ dándole unas palmaditas en la espalda en medio de un abrazo—. Pero estamos presentes y vamos a continuar.

Ni Marulanda ni su comandante Jacobo Arango, de quien se convirtió en la sombra, pensaron en licenciarlo, en sacarlo de las filas.

          —Gracias a Jacobo Arango pude superar el fracaso de mi vida que fue la pérdida de mis manos. Mi comandante no podía escuchar que en el campamento dijeran la palabra ‘mocho’. Él murió en un bombardeo en el 2011 y me puse a llorar cuando me enteré, estaba en medio de la selva del Guaviare.

También recuerda con una profunda gratitud a Lino, un guerrillero más joven que lo acompañó desde que perdió sus manos. No solamente le ayudaba a hacer las cosas, sino que le enseñó a hacerlas por sí mismo. Por eso fue capaz de cargar y accionar solo su Gran Galil 762, el arma de dotación que hasta desarmaba para limpiarla y era capaz de volver a armar.

          —La primera historia que usted me contó en esta entrevista tenía que ver con fútbol—, le dije—. ¿De qué equipo es hincha?
          —De Nacional.
          —¿Y cómo era escuchar los partidos por la radio?
          —¿Por radio? Yo siempre pedía permiso para ir a verlos por televisión.

El miércoles 27 de julio de 2016, Nacional jugaba la final de la Copa Libertadores y a la escuadra de John Freddy le ordenaron moverse. A pesar de que tenían el radio de la escuadra, sabían que existía un caserío cerca de su nuevo destino, pero había que caminar veinticuatro kilómetros para llegar a ver el partido en el televisor de un amigo del comandante. Todo el camino hicieron bulla futbolera, era 2016 y ya no tenía que ser tan silenciosos. Y uno a uno fueron saliendo de en medio de la selva del Meta. Eran casi treinta guerrilleros que ese día cantaron una nueva estrella.

Con una sonrisa ancha de vuelta en su nueva vida, me cuenta que vino a aparecer como colombiano en el ETCR de Dabeiba porque ni registro civil tenía. La registradora que le dio su cédula de ciudadanía le preguntó si se arrepentía de algo.

          —De nada.

Octubre de 2019.

Texto editado por Catalina Sojo.


Laura Bayer-YepesLaura Bayer-Yepes (Colombia, 1994) es escritora, poeta y periodista. Sus temas de exploración creativa giran en torno a la experiencia femenina y la violencia en el fútbol. Su reportaje “La tribuna también es violeta” fue reconocido en el Premio Nacional de Periodismo Digital “Xilópalo” (Colombia, 2022) y su último cuento fue publicado en “Cambio Profe! Cuentos y relatos de mujeres y disidencias futboleras”, antología de la editorial chilena Matecito Amargo (2024). Hincha del Deportivo Independiente Medellín.

 

Filed Under: Entrevistas, Narrativa, No ficción Tagged With: Colombia, Entrevista, Escritura Creativa en Español, Laura Bayer-Yepes, MFA, narrativa, New York University, No ficción, Novela, NYU, Revista Temporales, Temporales

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