El viento la traía en sus hendijas, agazapada, silenciosa, voraz. Pasaba al lado de uno, invisible, y se quedaba en la piel, en los labios, entonces el sabor de la tarde era diferente y había que salivar para librarse un poco de su presencia. Todo le pertenecía; estaba en todas partes. Las casas cerradas, las ventanas clausuradas a cualquier ojo, pero ella entraba indómita, libre de obstáculos, se podría decir que atravesaba las paredes, que utilizaba al sol, al aire, y se metía y hacía suyos los espejos, los cuales iban adquiriendo una costra gris que impedía que la gente se viera entera. Era como si se estuviera comiendo a las personas. Lo supe un día en que no pude peinarme, solo alcancé a ver media cabeza, la otra parte era una figura extraña que se extendía por la superficie del espejo. No dije nada a nadie. Nunca nadie dijo nada.
Se fue haciendo cotidiana, simple, como las gallinas que un día dejaron de poner sus huevos. Muchos dijeron que era importante para el pueblo, que mejoraría la vida de todos. Cuando los pájaros comenzaron a desviar su vuelo, estuve seguro de que aquello no era cierto. La soledad se iba apoderando de las calles, las puertas tapaban los huecos de las casas que siempre estuvieron abiertas. Una iglesia terca peleaba sola con el sol de las tres de la tarde, con una campana que llamaba a quien no iría a su encuentro; solo el óxido se quejaba desde la torre que la veía venir en silencio, galopando en las fisuras del aire llegado del mar.
El cementerio se fue llenando lentamente de tumbas blancas, con cruces artesanales de cemento, gente que iba perdiendo el nombre y se iba rezagando de la memoria de los que sufrían callados el embate de ella, la que se adueñaba de la tierra.
Un día de sed, metí mi jarro en el agua y un sabor a océano invadió mi boca. Escupí como pude. Allí estaba, una fina capa en la superficie del agua. Salí a la calle a denunciarla al primero que viera, pero un ramalazo de sol ardiente me pegó en el rostro, y una calle larga y solitaria se me perdió en los ojos. Por una esquina cruzó veloz un niño, creo, si me ponen a jurar, no estaría seguro de haberlo visto. Podría haber sido una visión, el efecto de tanta soledad y tanto silencio para uno solo. Me dejé caer en el pretil de la casa, un sudor pegajoso me corría por todo el cuerpo, un calor que me disminuía, como si el objetivo fuera desaparecernos, acabar con la resistencia de los habitantes del pueblo. Una anciana atravesó a la distancia la calle polvorienta, llevaba la cabeza cubierta con una cofia, o algo parecido; era una aparición, estoy convencido, no es posible evaporarse con solo un cerrar de párpados. Allí estaba, ahora ya no…
¡Los perros! ¿Qué se hicieron los perros? ¿Cómo puede haber una tarde sin un ladrido de perro?
Las casas comenzaron a quedar solas; cualquier mañana las ventanas fueron selladas. Todo estaba en su poder. No hubo despedidas, nadie quería explicar por qué se iba. Después las casas se quejaban por las noches con un lamento de lobo hambriento, y uno se aferraba a los trapos de las camas como único salvavidas en medio de la oscuridad. Las ventanas desprendidas golpeaban las paredes como carcajadas y tuve la certeza absoluta de que nosotros también terminaríamos vencidos y huyendo por el primer camino que apareciese a nuestros pies.
Al día siguiente la casa estaba cubierta con una fina capa blanca. Los muebles de madera habían cambiado de color; era ella afirmando que todo le pertenecía. Salimos de la casa, afuera la soledad había apretado sus espuelas y era tan espesa que no había voz para cortarla. A lo lejos vimos a una familia empujando sus pocas cosas y un reguero de nostalgias como huellas marcando el rastro que otros no tardarían en seguir.
Por primera vez en mucho tiempo la campana estuvo silenciosa, la iglesia había sucumbido con su rosario de oraciones. El sacerdote, de quien nadie se acuerda ya, trancó por dentro sus misterios y huyó despavorido con su propio cáliz y un exorcismo malogrado a cuestas.
En el parque asustaban, era como si nunca un niño hubiese trepado a sus columpios, o bajado por el tobogán. Todo era herrumbre; su sello de poder sobre nosotros. Jamás nadie caminó una plaza más solitaria como ese día lo hice yo. Estaba tan solo que los árboles sin hojas miraban con sus ramas hacia donde no podían huir. Por primera vez no tuve sombra, era otra aparición más lista para la diáspora. Esa tarde todo estaba decidido, cerraríamos el corazón y partiríamos lejos, donde su poder no nos alcanzara.