Sobre la existencia oculta y casi marginal de la espalda, Jazmina Barrera reivindica la importancia de este órgano que vive en la antípoda del frente. Este texto forma parte de su libro “Cuerpo extraño” (Literal Publishing, 2013).
Para Marie
Pueden pasar años y años antes de que despierte en uno la curiosidad por su espalda. Hace poco, la lectura del ensayo “Retrato de mi cuerpo”, de Philipe Lopate, me provocó esta intriga, incluso esta necesidad de conocerla. En cierta forma he vivido siempre intuyendo mi espalda. Se hace presente, discreta y en silencio, todos los días, salvo esos días en los que grita su existencia. El dolor nos da conciencia del cuerpo, dice Cees Nooteboom a propósito de su espalda, con quien sostiene una relación de antagonismo desde el día en que se la averió intentando levantar un coche. Me solidarizo con Nooteboom porque sé que el dolor de espalda paraliza, como hizo conmigo aquella navidad que pasé recostada en un sillón, sin poderme parar siquiera, por culpa de un dolor lumbar sin precedente. Sin espalda somos como títeres rotos.
Por suerte hay otras formas de hacer conciencia del cuerpo. Durante años de estudiar ballet fui viendo cómo día con día mis dedos se acercaban más hacia mis pies, mi columna doblándose a milímetros. El yoga, por ejemplo, nos obliga a entender nuestra anatomía personal; de pronto uno se da cuenta de que tiene una pierna más larga que otra, de que lo que siempre creímos que era un hueso era un músculo contraído, o de que si uno acuchara el cóccix, las piernas se mueven más fácil en la cadera; escuché que en la India la edad de una persona se determina por la flexibilidad de su espalda.
Pero la mayoría del tiempo nuestra espalda está allí, como lo están tantos órganos del cuerpo, sin estar. Más que sentirla, la pre-siento, con ese prefijo que es el antes y el detrás, como a una sombra. Porque, inevitablemente, aunque convivamos a diario con nuestro cuerpo anterior, es imposible atestiguarlo. Por eso hay quien compara la espalda con el inconsciente, porque ambos se hacen sentir pero no son obvios, no están, ni nunca estarán, frente a nosotros, para ser comprobados por nuestros propios ojos. Hacen falta cámaras fotográficas y espejos para poder observarlos. O a veces también los otros, esa especie de espejo tan sui generis.
Le pregunto a un otro cómo ve mi espalda y me responde que uniforme. No me suelo fiar de la engañosa percepción especular de las personas, que quién sabe a qué visión subjetiva, a qué mundo paralelo nos refieran. Pero a veces, como esta vez, no queda más remedio que confiar en ellas. Por la descripción dada, imagino mi espalda como un soldado: serio, recto y ataviado con una armadura lisa. Recreo lo que ve mi espalda (o más bien lo que no ve pero aprehende) todos los días, es decir lo exactamente opuesto a lo que veo. Vive mi vida, la misma vida, pero al revés, siempre cargándolo todo. Cargó ya el mundo en Atlas, la cruz en Cristo y a Cristo en San Cristóbal, y carga todos los días con mi mala postura, con mis malos hábitos y con mi cuerpo dormido. Estoica, casi nunca se queja. La mía, al menos, porque dice en ese mismo ensayo Phillip Lopate que el ser humano se paró demasiado rápido y que su espalda no está hecha para cargar con todo ese peso, tanto así que el dolor lumbar es la principal causa de ausentismo en el trabajo.
Pido una foto de mi espalda para poder estudiarla a detalle. Uniforme es un decir; es cierto que es plana, seguramente lo más plano que hay en mi cuerpo, mas si me hiciera diminuta y la explorara, tendría que describir en su relieve varias elevaciones, una especie de valle, algunos accidentes y al menos ocho lunares: esas marcas tan expresivas que parecen indicarnos que allí dentro hay algo importante, o que allí estuvo irremediablemente el sol y quizás hasta causó un diminuto incendio. Pienso en esa foto de Claudio Parmiggiani donde vemos a una mujer sentada de espaldas, cubierta de lunares, y junto a ella otra foto, la de una constelación. Los lunares ya de por sí tienen un nombre bastante celeste, pues se creía que esas manchas en la piel aparecían por el influjo de la luna. En la foto es obvio el paralelo entre los astros y los lunares, después de todo, tanto estos como los otros son a la mirada puntos dispersos de distintos tamaños sobre un contrastante fondo. Parecen fijos, aunque, como le sucede al Marcel de Proust, que recuerda el lunar de Albertine siempre en distintas secciones de su rostro, quizás se muevan lentamente, como planetas errantes. Marcel equipara el lunar con la partitura de cierta sonata, como si el punto del lunar pudiera ser una nota de cuya ubicación dependiera su significado. Como las notas, como las estrellas, los lunares parecen exigir una interpretación, una lectura del cuerpo, que es lo que finalmente hacen todos los doctores que comprenden los síntomas y signos de nuestra fisionomía, para luego sentarnos del otro lado de su escritorio y explicarnos a nosotros mismos. No obstante, ningún doctor podría aventurar el verdadero significado de los lunares, que siguen siendo un misterio. Me extraña que no exista una astrología o un método de Rorschach que a través de estas manchas describa nuestra psicología o nuestro destino.
En el omóplato izquierdo tengo una cicatriz enorme, en donde me quitaron el lunar más grande que tenía. Siempre he sentido que ese procedimiento fue una traición a mi cuerpo. Por más que te dicen que los lunares pueden ser malignos, que algunos de ellos son granadas en potencia, uno los ve y los siente suyos e inofensivos. La cicatriz aún me duele de repente, como recuerdo de aquel agravio que sigo sin creer que haya sido necesario.
Me detengo ahora en los relieves: los dos omóplatos. Se les compara a menudo con alas incipientes, como las de un pájaro recién nacido, huesudas y desplumadas. “Un ángel en potencia”, dice un personaje de Written on the Body acerca de los omóplatos de su amante. Yo los prefiero ver como dos montes, dos colinas que rodean un valle, un río o una cordillera: la columna.
“Your back is a firm line of Eastern coast” (Tu espalda es una línea firme de la costa este). El poeta Seamus Heaney siente también que la espalda es un territorio desprotegido, susceptible a ser conquistado. Por eso la traición más grande es la que llega por la espalda: este es un territorio sagrado, es el lecho que nos sostiene al nacer (cuando nuestras piernas aún no se soportan) y el que nos detiene al morir, nuestra coraza blanda y nuestro enorme punto ciego. Por eso agacharse es un gesto tan significativo, porque es doblegar la firmeza de nuestra postura, desplegar ante los otros nuestro terreno más vulnerable, el que nosotros mismos desconocemos. Una persona de espaldas nos es más ajena, pero a la vez más íntima que una de frente. De ahí, quizás, mi gusto por abrazar a la gente de espaldas, aunque sé que corro el riesgo de que al voltear resulte ser alguien más.