En 2016 un equipo de la Universidad de California Davis conjuntamente con narradores comunitarios crean el proyecto Humanizando la Deportación, un archivo digital comunitario de historias sobre los procesos de deportación de EEUU a México en respuesta a las narrativas deshumanizantes mediáticas y estatales. El archivo se compone de narrativas digitales creadas y producidas por los propios migrantes en un esfuerzo por hacer públicos los testimonios en primera persona sobre los efectos de la deportación. Este texto surge del acompañamiento a uno de los narradores y de la (im)posibilidad del escuchar como parte del proceso narrativo.
Conocí a J. en Ciudad de México cuando él vivía en un albergue para migrantes retornados en Little LA, un barrio a dos cuadras del Monumento a la Revolución, llamado así por los migrantes retornados que han hecho de esas calles un espacio de acogida, donde hablar en inglés es seguro para aquellos que aún sueñan con regresar a los EEUU. J. nació en Ciudad de México, pero hablar de retorno es errado para alguien que nunca estuvo en realidad en ese lugar. Su migracion, como muchas otras, estuvo marcada en los 80’ por la precarización y el deseo de una familia por encontrar un lugar en donde el proceso de mantener una vida no fuese inalcanzable. J. nunca me dijo de donde era realmente; solamente decía que su vida estaba en los EEUU, aunque también me dijo que nunca le creían que venía “del otro lado”. Me cuenta que hace poco perdió su empleo en la construcción porque se embarcó en una pelea con los obreros que se burlaban porque su español era quebrado, pero su piel era demasiado oscura para decir que no era mexicano. “Yo no soy de aquí, ni de allá. I am a no-man’s land”, me dice riéndose. Había sido deportado de los EEUU unos meses atrás y accedió a reunirse conmigo, porque simplemente quería hablar, tenía una travesía que contar. La historia de J. sería parte del archivo digital comunitario sobre deportación al que me había sumado para “facilitar” la creación de narrativas digitales con personas retornadas a Ciudad de Mexico. Facilitar es una palabra que denota enredos, complicaciones; y lo cierto es que para narrar una deportación entramos a un enredo. Se ha normalizado que decir deportado implica el retorno forzado de quien comete un delito en tierra ajena. “A nosotros no nos quieren aquí, porque dicen que nos portamos mal del otro lado y que por eso nos regresan”, me contaba J. Pero creo que hablar de deportación es hablar de desobediencia en el sentido de seguir vivos, aún cuando esas vidas hayan sido consideras indeseables, expulsables. Pero también implica hablar de retornos inseguros, traumáticos, destierros, desarraigos, pérdidas, separaciones. Eso lo aprendí de J. quien nunca usó la palabra retorno, ni quiso hablar de “su regreso”, sino de todo aquello que para él significaba el deseo de vivir en otro lugar y que le fue arrebatado. Su historia no podía decir que había regresado a México, sino que era importante relatar que fue forzado a desplazarse a un lugar en el que no quería y no podía vivir. El proceso de facilitación me interpeló mas a mi que a el. Era yo la que tenía que entender y poder escuchar.
Nos reunimos dos veces siguiendo las pautas del proyecto. En el primer encuentro J. me dijo que aceptaba contarme su historia y que me agradecía por escuchar. Su agradecimiento me hizo pensar en ¿cómo escuchamos a quien nos cuenta una historia? ¿Por qué cuando leemos un relato de ficción nos embarcamos en la suspensión de la desconfianza, the suspension of disbelief al que nos invitabael poeta Coleridge, pero cuando escuchamos relatos de migrantes deportados, mujeres víctimas de abuso sexual, relatos de violencia, de despojos, de desarraigos, dudamos, desconfiamos? Me embarqué en la escucha de una historia increíble, incongruente, pero cierta, un relato crudo de procesos de expulsión que inician en el momento en que unx otrx decide estar en un lugar que “no le pertenece” y de procesos de racialización que hacen que ese otrx sea precarizado y violentado de tal forma que sea “justificable” su expulsión. J. me decía todo el tiempo que me agradecía por ser una buena oyente. Pienso que se refería a que no lo interrumpí, no le hice preguntas, aún cuando en momentos difíciles de su historia quería entender un poco mejor sus razones para hacer lo que hizo. Pero quizá no era eso a lo que él se refería. No bastaba con no preguntar, ni interrumpir, sino ser capaz de creer y de dejarme afectar por su narración. Durante el proceso de acompañamiento en la elaboración de esta y otras historias me pregunté mucho por el significado de escuchar. A veces sentía que debía decir algo, aún cuando no fuese articulado, sino simplemente un sonido de afirmación, un gesto de comprensión, pero luego me di cuenta que la incomodidad, el no saber qué decir es parte de quien escucha y es necesario para dar crédito a quien narra. Este proyecto es un poco una interpelación al trabajo del que escucha. Una invitación a dejarse tocar por esos momentos incómodos cuando alguien nos cuenta algo que sabemos que existe, pero que nunca se ha narrado porque no queremos escuchar.
La historia de J. es una de las cerca de 200 historias que alberga el archivo de Humanizando la Deportación actualmente. Están ahí para ser escuchadas de manera afectiva, pero también para comprender que los modos de narrar y de contar están atravesados por modos de existir y por modos de escuchar. Las travesías migratorias en las Américas invitan a re pensar lo que conocemos como archivo y como relato. La historia de J. es parte de ese archivo, aún cuando no la hayamos podido publicar, porque ese archivo también se compone de las ausencias de estas historias que quizá no lleguen a ser audibles ni describibles, pero que componen los registros de las travesías contemporáneas; son muestra de las (im)posibilidades de narrar procesos de tránsito, de expulsión.
En nuestra tercera sesión, no supe más de J. y no pude mostrarle su narrativa terminada para que él decida si la publicamos o no y bajo qué título. Ahora la tengo en mis archivos personales por si puedo volverlo a ver. Dejó el albergue y desapareció. Entre nuestras conversaciones, recuerdo que en algún momento me dijo que iba a intentar volver a pasar al otro lado. Espero que lo haya conseguido y que pueda volverlo a escuchar.