Las cajas que se esparcen sobre el suelo hacen ver el apartamento aún más pequeño, aunque la luz amarilla que entra por la ventana entre las 7:00 y las 12:30 lo hace habitable.
En un rincón, el sofá viejo de un blanco que ya es gris, la tela delgada y frágil, las flores verdes y vinotinto y las patas de madera manchadas de cera de pisos roja. Junto a él, una mesa auxiliar plás- tica frente a una pequeña tv redonda que suena al encenderse. Sobre esta, unos cuantos libros con olor a libro y pasta dura de cuero rojo, verde y azul; un cenicero dorado con la forma de una figura precolombina, atestado de cigarrillos viejos y cigarrillos humeantes, y un plato frío a la mitad de espaguetis con carne.
Sobre la estufa eléctrica, la olla honda de dos manijas llena de pasta y agua blancuzca, y junto, el lavaplatos cubierto de tiestos sucios. La llave del agua gotea.
En el rincón opuesto, está la cama sencilla de madera color miel cubierta de pegatinas de los 90 arrancadas y vueltas a poner. El colchón desnudo y amarillento con los filos de los resortes dis- puestos a saltar, iluminados a través del resquicio de la puerta del baño que se encuentra junto, donde los azulejos están cubiertos por una capa que hace ver el baño cómo a través de un lente sin enfocar.
Cierras la puerta tras de ti refregándote la nariz con el dorso de la mano. Tus labios se curvan al ver a J metiendo el hocico entre las cajas, desprendiendo por el apartamento un sinfín de bolitas de icopor.
Te sientas en el suelo frente al tocadisco que era de tu padre, ubicado sobre un pedestal improvisa- do. Con delicadeza aprendida, sacas del sobre de cartón un disco de acetato brillante y perfecto.
Tus dedos inmensos dejan caer la aguja.
Siempre te gustó la música, en especial la música clásica. Era la favorita de tu papá. La ponía en las mañanas y la armonía te traía con dulzura de los sueños infantiles a la realidad.
En una ocasión despertaste aletargado por el bochorno, y como si no hubieras despertado aún, te pegaste a la ventana a ver a tus padres bailando a Bach, flotando entre tela blanca de Chantilly y la nube de humo que exhalaba tu padre con el cigarrillo en la boca.
Bach te gusta más que todos, especialmente cuando se mezcla con los sonidos de la naturaleza, de lo verde, como de páramo, de agua dilatada y flotante, no sabes por qué, pero lo ves y suena lindo.
Te lleva a otros mundos, a otras vidas; incluso, tienes
misma rapidez se funden en blanco; aunque casi siempre estas imágenes están teñidas del color ro- jo, o negro y eso parece extraño. Cuando llegan, sientes como si un río te atravesara desde la nuca a la columna; te retuerces bién ruidos y gemidos, inhalaciones que se cortan, crujidos… Pero después, todo se limpia con el color blanco y confundido, piensas si esas imágenes realmente pasa- ron por tu cabeza o no. Casi siempre te inclinas por el no y el escozor pasa.
Te tumbas sobre el suelo mohoso con los brazos abiertos y te dejas llevar por la melodía, como echando raíces. Te entretienes con Bach e imaginas las volutas de humo de tu padre. Volutas bri- llantes de lo blancas, blancas como niebla cerrada que penetra pegajosa. Te dejas atravesar…por- que para escuchar a Bach tienes que liberarte de todo, soltar-soltar-vaciar y dejar atrás, así te lo enseñó papá. No hay otra forma de escuchar a Bach.
Ya casi es medio día y como todos los días desde hace un mes, J ladra frente a la ventana con fero- cidad. Es una perra tranquila y hasta juguetona, pero los cohetes y fuegos artificiales la enfurecen. A ti tampoco te gustan, ni crees que sean la mejor manera de conmemorar el fin de la guerra.
Sin embargo, debes admitir que te gusta cómo se mezclan Bach y los estruendos de la pirotecnia… pero J lo arruina, pudiendo ser sublime.
Esto te trae recuerdos, no sabes de qué, pero eso suele decir la gente cuando se les remueve algo en lo profundo del pecho. Y así pasa contigo y Bach, Bach con las explosiones y Bach con las volutas de humo.
Y J que no para de ladrar.
Aprietas una de las latas de cerveza que están en el suelo, casi sin darte cuenta y la vuelves añicos. Este gesto te pasa casi desapercibido, porque en el instante mismo oyes unos gritos que vienen de afuera. Gritos y gritos. Te asomas a la ventana. Los niños ríen y gritan jugando a reventar las bur- bujas de colores en la calle. El escozor atraviesa tu columna como río.
Una certeza irrumpe de repente: siempre has odiado la risa de los niños.
Sus pequeños dedos flotando en el aire, sus manos hinchadas, sus piecitos mínimos tocando el suelo, sus bocas balbucientes y labios húmedos como sus narices; y esos seres reventando las burbujas, ese estallido de fragilidad que se acopla armonioso y estridente junto a las explosiones, y Bach.
Y J que no para de ladrar.
Las boquitas separándose y gesticulando palabras sin sentido, acumulando burbujas de baba en las comisuras, burbujas que se revientan y generan nuevas a cada gesto.
Burbujas que se revientan y J que no deja de ladrar.
Los piecitos que se separan del suelo en brinquitos minúsculos. Las manitos que se golpean entre sí de la ansiedad, y los gritos y las imágenes rojas que entran y salen como explosiones de tu cabe- za. El río que atraviesa tu columna.
Las explosiones gloriosas.
Los estallidos gloriosos. Los truenos que vuelan gloriosos. Los olores que todo lo impregnan y las texturas que se pegan a las manos y a la cabeza.
Los cuellos frágiles. Los huesos frágiles que se quiebran con sutileza al tocar las uniones correctas, en la posición correcta.
El tronar.
Bach de fondo.
Las volutas reventándose.
J ladrando. Tus manos en su cuello. El tronar.
Sonríes.
Las imágenes cubiertas de negro. Las explosiones.
Las burbujas.
El rojo. Blanco. Silencio.