Al llegar a una ciudad, me gusta la parte más obvia y común. Sé que toda ciudad tiene barrios y esquinas que el viajero no descubrirá jamás y que, en cambio, le otorgan miel y poesía a la vida de quienes viven en ellos. Yo prefiero ignorarlos. Son lugares y experiencias que para ganárselas hace falta una larga estadía. En Madrid, por ejemplo, donde estuve hace poco, rara vez cruzo la Gran Vía. Unas pocas excursiones me han llevado al Prado, al Retiro, a la Plaza de Toros y, por cierto, a la Plaza Mayor. Así he pasado los días en cafés de la avenida, en bares y en librerías, mirando a la gente, a ratos con tanta insistencia que más de alguna, o alguno, me malinterpretó. Y los letreros. Eduardo Arrollo, el pintor madrileño de estilo figurativo, recuerda en sus memorias a un amigo italiano al que nada le daba más alegría que ciertos títulos de libros, avisos y letreros publicitarios con los que uno suele toparse en Madrid. Justamente. En un club nocturno: En caso de incendio, no alarmarse. O el aviso de una obstetra: Encarnación Gutiérrez, profesora en parto. O el letrero escrito en la pared blanca de un cuartel policial: Se prohíbe terminantemente hacer agua. O el cartel de un veterinario: Consulta para aves, monos, gatos y perros. O la simplicidad sintáctica de los carteles que se ponen sobre las casas en venta: Se vende esta casa. O el aviso que llevan algunos camiones y autobuses en la cola: ¡Atención, frenos potentes! O en un negocio de plumas: Plumeros para militares y confederaciones. O este particular título de libro con el que me topé en una vitrina de Calle La Palma 21: Si no puede hacer nada por su cabeza, al menos arréglese la gorra.
Por cierto, me traje ese libro. Se trata de la primera selección de poemas traducidos al español, del poeta vienés Ernst Jandl. Lo leí en 1 hora 49 minutos. Por eso, permítanme advertirles previamente, que la de Jandl −de aquí en adelante Mr. Jandl− es una poesía poco afecta a las confesiones y que, si éstas se insinúan, no proponen la autocomplacencia ni el chantaje al lector. La asordinada angustia que respiran sus poemas proviene de una mirada solitaria que, pese a todo, siente partícipe del mundo. Sólo por husmear, demos un vistazo a algunos de sus versos:
“Muchas idas y venidas se cruzan en mi / y siempre voy / por varias a la vez / soy pobre / pero creo / que sería rico / si una de estas idas / fuera una salida”.
“Por cada pelo que ahora / se alza corto sobre mi cabeza / cuántos metros habrán ido / cortando los incontables peluqueros”.
“Doctor yo no poder dejar hablar en cabeza cuando querer dormir / tú darme remedio para dejar hablar en cabeza y dormir”.
Un año antes de morir, en 1999, Mr. Jandl fue nombrado uno de los diez poetas en lengua alemana más importantes del siglo XX por un jurado de más de cincuenta escritores, académicos y críticos escogidos por la revista en lengua alemana Das Gedicht. El crítico literario Marcel Reich-Ranicki, que escribió en el periódico alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung, lo llamó “el más elegante y misterioso de la literatura alemana. Caprichosamente e incansablemente nos contó en sus versos lo que ya sabíamos”; y concluyó: “pero Jandl lo dijo de manera diferente a los poetas líricos de nuestra época, lo dijo de manera más concisa, más original y, por lo tanto, más sugerente”.
Distraído, leyendo a Mr. Jandl de camino al aeropuerto, un lanza se hizo con mi billetera. “No se preocupe”, me dijo el guardia de la estación de Metro. “No pierde nada con hacer la denuncia”. Y luego, mientras observaba mi libro de Mr. Jandl, agregó: “la policía madrileña está compuesta en su mayoría de intelectuales, joder”. En efecto, al dirigirme a la comisaría que me había referido, en el recibidor había un agente leyendo un libro. Sin levantar los ojos de la lectura, me indicó una sala. En esa sala, encontré a dos agentes leyendo sendos libros. Me hicieron pasar al despacho del “doctor”. El “doctor” estaba escribiendo un libro y me entretuvo, benévolamente, hablando de literatura. Etc.