Valeria Melchiorre
Foto por Juan Cuock
Un archipiélago posible: Entre el aliento y el precipicio: poéticas sobre la belleza/ Between the Breath and the Abyss: Poetics on Beauty
Keila Vall de la Ville (editora)
Amargord Ediciones · 2021
Cabría preguntarse desde el vamos cómo se ha llevado esta apoteótica tarea de combinar sucesivas reflexiones acerca de la belleza, un crisol de poéticas cuyas orillas se reflejan, ese ir y venir entre las dos lenguas a menudo cruzadas en el mapa real y tangible de nuestra América, con las variadas doctrinas acerca de la traducción que aquí subyacen. Es enorme el trabajo de la editora y, a la vez, no se trata de una antología o de una compilación, porque si bien el resultado es ese, y no menor la eficacia del conjunto en mostrar lo que se escribe a lectores que no acceden a esta cartografía de manera espontánea o cotidianamente, esto es más bien una intervención cuyo propósito se explica en el prólogo y luego se despliega. Elegir desde la propia necesidad, eso hace la editora Keila Vall de la Ville, escritora venezolana radicada en Nueva York, al echar mano a la doble cultura en que vive a diario, astillada en esos fragmentos que son las inflexiones que adoptan, según el lugar de origen de los poetas, las lenguas; y al reponer la cuestión de la belleza, al lamentarse por lo atrofiado del concepto que se ha puesto a circular y que descarta cuanto hay de convulsivo, de alarmante, o de tenebroso. La decisión por este archipiélago -el recorte es de islas: no es tendencioso, no afinca en corrientes, no vende una estética ni busca imponer un estilo o llevar agua a algún molino propio-, se sostiene casi únicamente en esa doble patria del castellano y del inglés restringidos a un solo continente, que, y una vez más esto responde a la tripa de quien pone manos a la obra, excluye al portugués de Brasil y se centra en lo que el entorno le brinda o le habla íntimamente. Si bien se corre el riesgo de esbozar una figura azarosa y versátil, es mayor el acierto de atreverse a las sorpresas del camino. Los poemas de Zurita, cuyo apellido obliga a que su obra cierre el conjunto y nunca el azar fue tan pertinente, tienen la involuntaria obediencia de congraciarse con la dirección que se ha propuesto: reúnen cabalmente lo bello y lo sublime en esa desmesura del paisaje de la tierra -o del mar- americanos. Pero amén esta feliz coincidencia entre finalidad y hallazgo en los vericuetos de la senda, hay quienes resisten tamaña aventura, o simplemente ofrecen lo que hay por ofrecer, que no es poco. Charles Bernstein o Darío Jaramillo Agudelo, por ejemplo, evitan una definición expresa del concepto de belleza, incógnita, filo o dimensión que, de todos modos, la mayoría de los poetas aborda en los propios poemas. Cada pieza de esta trama nos recuerda que así acechada, en la práctica, cualquier noción cobra sentido o se redondea. Es casi literal el caso de Octavio Armand, quien recurre a su poema “¿Qué es la belleza?” para hacerse explícito. La respuesta llega para opacar toda monotonía: para cada quien lo es según su mirada, su objetivo, la presa que lo atraiga y enceguezca. Es así como, en los versos de Armand, ajenos a toda solemnidad o acartonamiento, el dispositivo del deseo se pone en marcha en una larga enumeración de conclusiones contundentes: para el yo “todo, absolutamente todo” resulta bello, lo cual hace suponer que la subjetividad del poeta se consolida en esa aspiración desmedida. Por su parte, Igor Barreto pone en tela de juicio el concepto de belleza: es un “gesto fallido”, nos dice, al par que repasa sus estrepitosos derrumbes, sus fracasos, su eventual impotencia; los poemas, de hecho, combinan un lirismo cristalino y armónico con prosa de lo más informativa y despojada. La atractiva definición de León Félix Batista – “la belleza es movediza”- es eco mágico de lo versos de inspiración neobarroca con que tiene acostumbrados a sus lectores: el sentido se dirime allí en su perpetua transformación, contagiándose las sonoridades, redistribuyéndose los vínculos en la cadena significante al punto de que toda quietud resulta imposible, lo fijó una utopía que de entrada se oblitera. Como Batista, suelen los poetas aquí convocados asociar la belleza con la gracia; muchos privilegian su emergencia en la cotidianeidad, como María Gómez Lara, quien subraya lo que juzga uno de sus rasgos centrales: la autenticidad de la voz. Destaca en este bosque frondoso la destreza ensayística de Enrique Winter, su originalidad: cita impúdicamente a sus reseñistas y así nos convence, mediante un collage al comienzo engañoso, de que la belleza depende fundamentalmente de “la mirada del otro”. Este ensayo, meticulosamente pergeñado, a la vez exposición de un método, escritura cuidada y prolija, sobrada prueba de oficio, es lo opuesto al texto que nos brinda Yolanda Pantín. Como quien rastrea en las pasiones y a expensas de cualquier biblioteca excava en la experiencia vital, la belleza es para Pantín lo que su cuño le dicta; la férrea noción prefabricada o tumefacta, puramente teórica o articulada, se licúa en dicha visceralidad con que su identidad como escritora se forja o se autorrepresenta. “Como el molusco/ los poetas tenemos una belleza extraña,/ que atrae y que repugna” rezan los primeros versos de un poema de Piedad Bonnett. La repulsión puede derivar de la fealdad con que Antonio Deltoro asocia manifiestamente a la belleza; o con lo imperfecto, tal la noción que baraja Chely Lima; sin “patrones”, explica por su parte Cristina Peri Rossi. Lo visual es el sentido prioritario a la hora de referirse a la belleza: “Cuando la conseguimos es imposible dejar de mirarla” dice Raquel Abend Van Dalen, quien certifica esa primacía de la vista en un poema sobre el azul Klee; del “ojo del corazón” habla Edda Armas, como del órgano capaz de captar la belleza; algo similar ocurre con Odette Alonso: “el ojo que la descubre y la observa con arrobo”, leemos. Tratándose de poetas, es de esperar un acento en lo musical que por momentos, y llamativamente, se añora. Eduardo Chirinos, tras ensalzar la diversidad en torno a la idea de belleza, defiende la “veracidad” en “la fidelidad a un tono que define la personalidad del hablante”. El quehacer poético es, para Chirinos, un atender permanente de las palabras a la música; de hecho, el molde del alejandrino o del heptasílabo se tantea oculto en la libre apariencia de su “Palabras de agur”. En un recorrido ceñido a los poemas en su lengua original, lo musical aparece algo velado o tal vez relegado en favor de otras opciones. El ejercicio de la rima adrede achacosa aflora en el poema “Orden”, de Sonia Chocrón; seduce la forma gozosa con que los poemas de Juan Luis Landaeta eluden el eje del yo y reposan en cierto hálito del Siglo de Oro español. Los poemas de Mariela Dreyfus de su libro Cuaderno músico deleitan con un ritmo que avanza sin fatiga, ni costuras, ni puntuación; algo similar sucede en los textos que se escogen de Lila Zemborain, menos parapetados en una sintaxis estructurada o acogedora, o en una referencialidad anclada a lo banalmente fáctico, rendidos a una sucesión que es hilado de percepción y de conciencia, fluir ilimitado entre superficie y profundidad, arteria que vincula paisaje, cuerpo y piel de lenguaje. Quien recoge una tradición especialmente desbrozada para la ocasión, en una suerte de cinta de Moebius por la que transcurren retazos de una autobiografía real y espiritual con los poemas, es José Kozer. Leemos en sordina una saga que incluye las mejores piezas críticas de Poe o de Pound; se deslizan nombres como el de Kenneth Rexroth o Susan Howe; y, desde ya, se insiste en esa herencia oriental sobre la que Kozer hace pie y que exitosamente reescribe. Como en todos los poetas que han sido asociados al neobarroco, en Kozer es clave la afición por la música; la elección de las aliteraciones, de los metros y acentos peculiarmente retrabajados y dispuestos así lo demuestran: “Estoy contento, ni buenos ni malos pensamientos,/ el cuerpo desplaza a la/ mente, del uno al cero/ viro y vuelvo. A plazos,/ a Cuba. De su crisol/ sigo fraguando, y hoy/ saco pan gris de boniato, y como es/ Cuba, ceniza”. No es casual que los poetas más experimentales sean los que escriben en inglés norteamericano, porque en ese territorio geográfico y lingüístico ha sido más vasto el legado o más contundente. Este no sería el caso de Diane Wakoski, finamente traducida por Mariela Dreyfus, cuya hondura encuentra en lo anecdótico, en el pequeño ramalazo de vida, maravilla y metáfora. Pero sí es el caso de Mary Jo Bang, por ejemplo, quien responde erráticamente a la pregunta por la belleza, se vale de jergas o del uso de tipografías diferentes. Por su parte, en los poemas de El rizoma como campo de huesos rotos, Margaret Randall instaura una voz completamente atravesada por la Historia con mayúsculas, desplegada en un universo sin principio ni fin, transformado el cuerpo en agua –“Today I am one more/ body of water”. El yo que “es ninguno” en los poemas de Adalber Salas Hernández va librado a la constatación de que el río de Heráclito es ahora un metro cuyos túneles “solo puede cruzar un agua ciega” -Salas Hernández, no por casualidad, es el encargado de traducir a Charles Simic-; y es por tal estado sentimental, entre desilusionado e imbuido de “ruido y óxido”, que difiere de un conjunto donde lo que prima es tal vez una zona de la belleza que realza lo menos escabroso del mundo. La veta romántica, de hecho, persiste, y la enunciación puede todavía asimilarse al canto. En el poema “Soy vegetal”, de Darío Jaramillo Agudelo, está esa imbricación del yo con lo natural; y el ámbito desde el que se alza la voz de Silvia Guerra es agreste, pura inmersión en las estaciones, viento, noche, agua y alba. A la naturaleza en su aspecto más tangible y vivo apela Chely Lima, cuyos versos -o su respiración- transmiten cierto aire surrealista a la francesa, al igual que los poemas en prosa de Gonzalo Márquez Cristo, cuya atmósfera va virando hacia lo metafísico. Esta es la estela donde se inscriben los poemas de Amparo Osorio, cuyo lenguaje desmaterializa lo poco que hay de luminoso o de compacto para absorber vacío y oscuridad. El yo también se ve implicado en esa tensión, que se justifica por momentos en el peso de cierto pasado: “la identidad se fue desdibujando/ entre voces antiguas”, leemos. Más arraigadamente hispánica, en esa línea que se tiende desde San Juan de la Cruz, es la reminiscencia que nos traen los textos brevemente perturbadores de Patricia Guzmán, cuya versión de la sintaxis elude la estructura de la lógica férrea; o de Mercedes Roffé: los nombres aquí se equiparan a esencias o a talismanes, cuya repetición no imita sino que crea casi adánicamente. Robin Myers, quien hace la encomiable tarea de revisar las traducciones en general, se luce especialmente en sus propias versiones de poetas como León Félix Batista o José Kozer, cuyas poéticas ofrecen de por sí un tanto de resistencia: todo intento por la literalidad derrumbaría el edificio inmediatamente. Como perlas se encontrarán ligeras mejoras en la lengua de llegada: Will Tramplin, por ejemplo, opta por “we spill” en un texto de María Gómez Lara, lo que expande el alcance semántico y privilegia la sonoridad –“al caminar regamos” se convierte en “when we walk we spill”. Hay excelentes traducciones de los textos de Raquel Abend van Dalen, de Igor Barreto, o de Silvia Guerra. Lo cierto es que, abiertos en simultáneo los dos volúmenes, la vista puesta a alternar entre una y otra de las riveras, es factible iniciar un recorrido en zigzag que deja múltiples aprendizajes. ¿Se preferirá, acaso, la iniciativa de un traductor como Guillermo Parra, que al traducir a Jacqueline Goldberg, a Juan Luis Landaeta, o a Adalber Salas Hernández se ajusta al sentido y a la sintaxis original? ¿Optaremos por el camino de G.J. Racz en sus versiones de Eduardo Chirinos, algo más desprovistas de ese andamiaje previo, sutilmente liberadas? ¿Hay, como en la traducción, un modo de captar el muro que separa, el río que corre, el abismo que se abre entre los dos territorios, las dos costas, entre uno y otro espacio lingüístico de nuestra América? ¿O hay más bien una heterogeneidad dispuesta a pulverizar todo encasillamiento, toda pertenencia: prácticas que se inmiscuyen unas en las otras y se contagian, y nos ofrendan un posible atajo, un acertijo, un indicio de por dónde llegar a la poesía? Esta publicación es a la vez escala y medida, plano y cordillera, recta y laberinto. Hacia esas y otras inexorables preguntas.
Valeria Melchiorre (Buenos Aires · 1970) es doctora en Letras (Universidad de París 8). Autora de los libros Amelia Biagioni: la “ex -centricidad” como trayecto (Corregidor, 2014) y La suerte del poema (Audisea-Reflet de Lettres, 2017). Con Ricardo Herrera es autora de una edición bilingüe de la poesía de Pierre-Jean Jouve, De Las bodas a Tiniebla. Antología poética 1925- 1966 (Huesos de jibia, 2016). Entre sus recientes libros de poesía: Trilogía del temblor (Urania, 2019), Fuego Amigo (Editorial Lisboa, 2020) y Carne Molida (Urania, 2021). Dirige la revista cultural Zancada (www.zancada.com.ar)