Por: Katia Alvarez
Un día decides hacer arroz. Hace tiempo que no usas ese arroz que acabas de encontrar en la despensa y piensas que es una gran idea aprovecharlo ahora que no se te ocurre nada que hacer. Es fácil y rápido, de esos que en 10 minutos ya están listos. Vas a ahorrar y se acomoda a tu día agitado. Te alegras de tenerlo todavía, como si el universo te cuidara con ese tipo de detalles. Alcanzas a ver por el celofán blanco que te queda una taza, lo suficiente. Abres el empaque, vacías el contenido en la olla y das un brinco de sorpresa al darte cuenta que los granos están infestados por larvas y capullos de seda. Al mismo tiempo dos palomillas salen volando a disfrutar su nueva libertad antes de que el gato las cace. Ver las larvas retorciéndose entre los granos te quitó el apetito. No haces el intento de lavarlo, estás seguro de que ya está echado a perder. Lo tiras a la basura y decides que al rato, cuando se te pase el asco, irás a la comida corrida de la esquina. Lo consideras una mala broma del universo. Es la última vez que te dejas engañar.
Los tiempos abandonados, inertes, son criaderos de algunos insectos. Arañas, hormigas, palomillas de comida; a ellos les gusta acomodarse en los lugares que nadie ve ni toca; en los rincones olvidados por la rutina diaria que limpia sin titubear. El tiempo que duran apoderándose de la casa es proporcional a su grado de visibilidad. Las hormigas, por ejemplo, son fáciles de notar. Con las palomillas dependerá de qué tanto cocine una, y las arañas son las que más se mantienen, ya que escogen los mejores escondites de la casa.
Estos insectos se refugian en una burbuja de tiempo, la cual los humanos tardamos en romper debido a nuestro constante vaivén de obligaciones y necesidades. Su diminuta existencia está al final de nuestra lista y llegan a ser incluso invisibles durante las tareas de limpieza. Los insectos se aprovechan de que raras veces los miren unos ojos observadores y con tiempo; de que nunca encontremos el momento para revisar las bolsas de la despensa hasta que se vuelven un departamento lujosos de palomillas; o para fijarnos en las croquetas de gato infestadas por hormigas hasta que son reemplazadas por los maullidos histéricos de hambre; o para pasar la aspiradora dentro de los armarios y debajo de la cama hasta que sale una araña por detrás de la cabecera antes de acostarse.
A la gran mayoría no nos importan o no alcanzamos a notar esos rincones, y consideramos que la casa está limpia hasta que los descubrimos. De pronto, la presencia de otro tipo de vida nos convenció de que la casa está descuidada, contaminada por decenas de cuerpos invertebrados y ajenos. Huecos de chapas en puertas corredizas, cajones y pequeños armarios con objetos olvidados, bodegas con pertenencias de difuntos, aperturas debajo de las puertas y entre las ventanas: todas son guaridas invisibles que fueron reclamadas por los insectos. Y cuando por fin las visibilizamos y descubrimos que no nos gusta compartirlas con ellos, que decidimos que la casa necesita limpieza profunda, las arañas ya terminaron su ciclo de vida y las encontramos petrificadas; las polillas ya se reprodujeron y se asentaron también en las bolsas de avena o pasta; las hormigas ya trazaron varias rutas en caso de que una fuera destruida por la escoba.
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Estás regando una planta a la que le faltaba agua desde hace una semana. Pero entre más agua viertes en la tierra, más intenso se vuelve el movimiento aleatorio y serpenteante que emerge de esta. Cientos de puntos negros enredándose entre sí sobre la tierra, dirigiéndose a los lugares más altos de la planta para escapar del agua. Tantas hormigas juntas se vuelven una imagen desagradable sobre tu bello geranio rosa. Con el afán de salvar la planta, acuchillas la tierra para destruir el supuesto hormiguero debajo de ella. Lo haces varias veces hasta que te das cuenta que en una de las flores, en lo más alto, se reunió un ejército de hormigas que cargan y protegen a una hormiga que les triplica en tamaño. La hormiga reina. Mierda. Te dan asco y lástima a la vez, pero debes tomar una decisión pronto. En la inmediatez cortas la flor con su tallo y la avientas por la ventana, desde un tercer piso, hacia la jardinera de la banqueta, esperando a que sobrevivan (aunque te das cuenta de tu estupidez y te imaginas a las hormigas sufriendo una caída considerable hacia la banqueta, en donde son aplastadas por transeúntes). Crees que todo está bajo control hasta que tres días después encuentras un camino serpenteante desde la ventana, por debajo de la cómoda, hasta el costado de la despensa y de ahí hacia arriba, llegando a la altura del estante de las cosas dulces. Abres la puerta y ves lo que te imaginabas: una fiesta de hormigas borrachas de miel y atrapadas en el bote de plástico con forma de osito. Es repulsivo ver sus pequeños cuerpos de alambre flotar en uno de los alimentos más deliciosos del mundo. Te deshaces del osito y limpias muy bien el camino serpenteante que llega hasta él. Es más, barres toda la casa y hasta aspiras.
Una semana después encuentras una colonia abajo de tu esponja para lavar trastes. ¿Por qué? Solo ellas saben. Y sí, también es repugnante.
La humanidad ha convivido tanto tiempo con los insectos que estos han evolucionado acorde a todos sus escenarios posibles (de hecho algunos, como las moscas, han incrementado en cantidades alarmantes gracias a la proliferación de las ciudades, y con ellas la población mundial y sus deshechos). Las hormigas de pavimento son uno de los mejores ejemplos: su nombre hace referencia a uno de los principales materiales con el que se ha construido la modernidad y sus ciudades. Se adaptaron tan bien al cemento que su lugar favorito para formar colonias es debajo de las banquetas, de las lozas de concreto en parques, entre los edificios, etc. De ahí vienen sus misteriosos caminos que se adentran a los departamentos o a las casas para buscar nuestra comida. Sobrevivieron a la construcción masiva de edificios y decidieron hacer sus propios refugios: hormigueros en los huecos de nuestra civilización. No importa cuánto las barramos o las pisemos, siempre encuentran el camino hacia nuestra comida y plantas, que con esfuerzo, varias horas sentados frente a una pantalla y dinero aprobado por los bancos, las conseguimos. Son muchas y siempre hay una expedición en curso hacia nuestros dominios. Un día son apenas un puntito en movimiento explorando el territorio, casi imperceptible, y al otro ya están de regreso con su comunidad para cubrir la basura, una fruta olvidada. Se apropian de algo nuestro y es desagradable. Decenas de puntos en movimiento enrarecen aquello que nos pertenecía. Porque está claro que nos pertenecía… ¿no?
Pareciera que a diario ocurre una guerra silenciosa entre nosotros y los insectos. Nos sentimos atacados por ellos y ponemos trampas: cintas adhesivas para que se queden pegados, veneno, cargas eléctricas en donde chocan los voladores, llamamos cada año a una compañía fumigadora para que los extermine. Pero ellos no se rinden y siempre encuentran formas de cruzar nuestras fronteras, de persistir aunque un individuo caiga. Pensamos que somos dueños del territorio, que lo están invadiendo y que tenemos todo el derecho de exterminarlos cuando lo pisen. Pero ellos no piensan estos términos tan abstractos de propiedad, y tal vez ese siempre fue su territorio y nosotros somos los invasores. El pavimento solo se ha vuelto un material más en su lista de escenarios posibles.
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Estás organizando tu casa y te acuerdas que hace tiempo no tocas el clóset del cuarto en donde pones todo lo que no tiene lugar. Objetos que contienen recuerdos casi olvidados, a los que te aferras para no perder una parte de ti, pero que de todos modos ya abandonaste. Llevan ya mucho tiempo amontonados y hoy es un buen día para recuperarlos o tirarlos. Hoy tienes tiempo. Empiezas a sacar cajas y bolsas, y cuando abres una tapa de cartón sale despavorida una araña patona. La sorpresa te hace retroceder y sientes un cosquilleo por todo tu cuerpo, especialmente en el brazo con el que abriste la caja, como si la araña se hubiera subido por tu cuerpo y tocara tu piel con cada una de sus ocho negras y peludas patas. La realidad es que la araña solo quiere escapar de ti y tu obsesión por desalojar espacios que claramente ya abandonaste. Lo logra y no la ves más, lo cual no estás seguro si es bueno o malo. Regresas a tu tarea, pero esta vez alerta y con la sensación de que aparecerá en cualquier momento. Solo encuentras telarañas y te surge una gran necesidad de limpiarlas, en lugar de dedicarte a lo que pensabas hacer en primer lugar.
Es común que, desde un par de ojos humanos mirando hacia abajo, la supervivencia natural de los insectos en territorios humanos sea desagradable, incómoda, molesta. Esas telarañas son símbolos de suciedad, de falta de cuidado, se usan para decorar historias de terror, mientras que las larvas retorciéndose en nuestros utensilios de cocina nos generan pesadillas. Pero ¿por qué? ¿Por qué aprendimos que estamos a salvo cuando no existen insectos? ¿Llamamos al servicio de fumigación por higiene o es higiene una excusa para encerrarnos en un mundo donde solo existamos nosotres? La vida florece alrededor y en lugar de verlo como un acto de resistencia y fuerza, se decide verlo como un indicio de decadencia. Años de aislamiento del mundo vegetal y viviendo en espacios estériles nos acostumbraron a espantarnos con la visión de ocho patas. Son pocos quienes aceptan aquellos insectos sobre sus pieles.
Con el afán de crecer una civilización humana ordenada, se ha decidido exterminar, fumigar, desinfectar y limpiar territorios enteros para darle espacio a construcciones masivas de cemento en donde nos sintamos a salvo, o a estructuras económicas para extraer con eficiencia recursos naturales. En los monocultivos industriales se ha desterrado cualquier tipo de vida que no sea la que se vende, cuando es sabido desde hace siglos por las poblaciones indígenas que una milpa, en donde diversos tipos de vida conviven, es mucho más fértil y próspera. La existencia de arañas, abejas y gusanos, entre otros, conviviendo en un ecosistema es mucho más saludable para un cultivo que la exterminación masiva por pesticidas.
Ha habido un despojo y una invasión sistemática hacia el territorio de los insectos (y de muchos otros animales), y todavía tenemos la audacia como civilización de afirmar que son ellos los invasores. ¿Qué pasaría si aprendemos a convivir con ellos? ¿Si compartimos nuestra casa y creamos juntos un ecosistema fértil que se le asemeje a la milpa? ¿Qué se necesitaría para que incluyamos a los insectos en el pronombre nuestra casa? ¿Qué habría que hacer para que la próxima vez que veamos un invertebrado nos alegremos en lugar de asustarnos? Porque ver un insecto puede significar vida y no decadencia. Porque una polilla en el arroz muestra que los granos están vivos y saludables (a diferencia de la margarina que ningún insecto o bacteria quiere comerse); un camino de hormigas evidencia que el pesado pavimento no ha logrado exterminarlo todo; y una araña dentro de la casa, aunque se haya perdido de su hábitat natural, significa que allá afuera, a pesar de las pesadas barreras, sigue habiendo un mundo que acune su nacimiento.
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Es medianoche y has esperado todo el día para dejarte caer en tu cama. No paraste en ningún momento y al día siguiente tienes que levantarte temprano otra vez. En resumen, tienes pocas horas para dormir y recuperarte, si no, tu participación en la jornada laboral de mañana será reprobable. Te lavas los dientes, te pones la pijama, orinas y finalmente te acuestas. Sin embargo, cuando apagas la luz, escuchas un zumbido cerca de tu oído.