Por: Francisco Villaverde
Estaba solo cuando lo escuché caer de nuevo. Un ligero golpe de madera contra el parquet. Pocos segundos después, escuché a una de las gatas usándolo como juguete. Irritado, me levanté de la cama. Tomé el zócalo, lo coloqué en su lugar y fui a buscar el pegamento por enésima vez. El zócalo cayó de nuevo mientras buscaba el pomo de pegamento, lo cual era esperable, pero el ruido fue distinto. Volví al lugar y me sorprendí al ver que no estaba. No había escuchado a las gatas jugando con él, no podía estar lejos. Lo encontré dentro del baño lo cual era físicamente imposible; tendría que haber sido arrojado deliberadamente hacia ahí ya que el baño estaba detrás de la pared que sostenía el zócalo. Nyssa lo miraba fijo desde la puerta del baño asustada y Zorah se había acercado a la maderita y la olisqueaba con curiosidad. Cuando miré al lugar donde debería estar el zócalo, noté que había un pequeño espacio entre la pared y el piso, como si alguien hubiera escarbado allí. No recordaba haber visto eso antes. Me agaché e intenté ver dentro de esa ranura, tan angosta como la pupila de una serpiente. No vi nada, pero sí sentí olor a encierro y humedad. Luego escuché una voz.
—Estás tapando la luz.
Salté hacia atrás y me di de lleno contra la pared y los platos de comida de las gatas, tirando agua y pastillitas por todos lados. Clavé la mirada en la ranura. Tenía que haber sido mi imaginación. Respiré hondo. Vi a Zorah acercarse a la ranura y tocarla con su pata delantera.
—Fuera.
La gata corrió asustada a refugiarse en el dormitorio, todos sus pelos erizados. Me acerqué a la ranura con una mezcla de curiosidad y miedo.
—Ho… ¿hola? —pregunté sintiéndome profundamente estúpido.
—Hola —respondió la voz que claramente venía de ese espacio en la pared. Esta vez no me moví, aunque todo mi organismo me pedía que huyera. Me puse de rodillas. Vi dos puntitos rojos en el fondo negro.
—¿Quién… qué…? —No encontraba palabras. Sentí como mi cordura se desvanecía, derramándose por mis oídos en una cascada de demencia e incredulidad. Cerré los ojos y sacudí la cabeza. Los puntos rojos seguían ahí.
—Francisco… Teco, ¿verdad? —preguntó la voz, fría pero amable.
—S… Sí… ¿Y usted?
—Oh, no es necesaria la formalidad. Compartimos un hogar, creo que es apropiado que nos tuteemos.
Los puntos rojos se volvían más grandes y brillantes; se estaban acercando. La ranura se ensanchó un centímetro hacia arriba. Un grito de pánico se me atoró en la garganta seca.
—Puedes llamarme como quieras —dijo una vez que los puntos rojos dejaron de crecer.
—Te estoy imaginando —dije, intentando convencerme— no sos real, no podés ser real. No hay un agujero en la pared, no hay puntos rojos, no…
—Esperaba más de vos, Teco —la voz se tornó hostil y gutural. Penetró hasta mis huesos y me congelé en el lugar. La ranura se ensanchó, extendiéndose como tinta en papel—. No tengas miedo, solo quiero charlar —la voz volvió a sonar amable.
—Okey, okey. —Tomé varios respiros largos, queriendo absorber algo de cordura del ambiente— Okey. ¿No tienes nombre entonces?
—No por el momento.
Me concentré en la situación, enfocando todos mis sentidos y energías en entender el fenómeno que estaba presenciando. Sentí que debía hablar con este ser.
—Estás en una ranura, así que… Slit, ¿cómo la ves? —le dije, intentando sonar lo más natural posible.
—Me encanta —respondió— Slit. Muy bien. ¿Por qué te dicen Teco si tu nombre es Francisco? —preguntó.
Le expliqué cómo me había puesto ese apodo de chico al no saber decir mi nombre.
—Ah, qué divertido.
—¿De dónde venís? —pregunté.
—De la pared, obviamente —dijo con ironía. Sonreí porque contestó lo mismo que yo hubiera contestado.
—Obvio. Pero me refiero a antes de eso, tu origen de verdad —insistí.
—No lo tengo muy claro. —Su voz seguía siendo fría, pero las inflexiones en el tono demostraban curiosidad e interés en la conversación—. Recuerdo un lugar luminoso, lleno de verde. Una casa de ladrillos y baldosas de terracota.
—¿Con una chimenea verde? —pregunté.
—Sí, ¿la conoces? —Detecté el sutil tono retórico. Lo que describía Slit era la casa de mi infancia. Asentí. La ranura de la pared creció como si alguien la dibujara con una pluma negra.
—¿Y después de esa casa, que recordás? —Slit pareció cerrar los ojos, los puntos rojos transformándose en finas líneas horizontales.
—Recuerdo estar encerrado en un lugar con poca luz. A veces lograba salir y veía salones con paredes blancas y violetas, sillas blancas de plástico con gente sentada en ellas.
La Escuela de Cine, el único lugar que conocía con paredes violetas. Slit continuó.
—Después… nada. Oscuridad. Durante años quise salir, pero estaba muy débil. Cuando algo de luz entraba en mi prisión, era una luz fría y horrenda que me llenaba de desesperación y angustia. Lo único que podía hacer era acurrucarme en un rincón y esperar que se apagara. —
Sonaba triste y melancólico. Pensé que se largaría a llorar, pero sus ojos destellaron y se volvieron líneas diagonales, como un ceño fruncido, y cuando habló se podía escuchar la ira contenida siendo liberada. La ranura se expandió, explotando y tiñendo de negro la mitad de la pared.
—¡Años de tortura! ¡Abandonado como un perro, descartado como un trapo viejo! ¡Y fuiste tú! — De la mancha negra salió un brazo y una mano negra que señalaba mi rostro— ¡Tú me dejaste tirado en la oscuridad!
El pánico recorrió todo mi cuerpo. Solo pude reaccionar bajando la cabeza y tapándola con mis brazos, asustado. Hablé sin pensar, por instinto.
—¡Perdón, perdón! No sabía que necesitabas salir. Nunca debí haberte dejado solo. Sé que te dejé de lado cuando entré a estudiar Ingeniería, pero era lo que tenía que hacer en ese momento. ¡Lo siento mucho! —No supe lo que había dicho hasta que terminé de decirlo. Sentí que algo frío tocaba mi hombro y cuando levanté la cabeza, vi el brazo de Slit negro como el vacío del espacio apoyado en él.
—Eso era lo que quería escuchar.
Guardó su brazo, replegándolo hacia la mancha negra que ahora se empezaba a achicar.
—Prometo dejarte salir más seguido —dije. Slit sonrió con los ojos. La gran masa negra desapareció y solo quedó la esquina desnuda sin su zócalo. Escuché a María entrando al apartamento. Agarré el zócalo, lo embadurné con pegamento, y lo coloqué en la pared.
—Hola, amor —dijo ella— ¿Se cayó de nuevo el zócalo?
—Sí. Pero creo que esta fue la última vez. —Le di un beso a María y fui al escritorio. Me senté y prendí la computadora.
—¿Vas a jugar? —preguntó María.
—No, hoy me vinieron ganas de escribir.