Los poemas que habitan los Lugares abandonados (Editorial EAFIT, 2018) tienen en común el deseo de la permanencia, reconciliar la nostalgia del recuerdo con su ausencia a través de la palabra. Así, temas recurrentes de Saraceni, como el lado oscuro de la casa, la transitoriedad y la tersura corrosiva del tiempo, dialogan entre sí replanteando la perennidad misma del texto que queda en esta antología.
La selección, que recoge una muestra del trabajo de la poeta venezolana en las últimas dos décadas, busca salvaguardar la memoria poética donde el objeto de un pasado es sometido a vivir por siempre en el presente. Así, “el silencio de mi madre / es un paisaje de invierno”, “los domingos las palabras / se quiebran de tristeza” y “Manhattan es un gorila que agita su deseo”. El pasado ocurre ahora, y el verbo es la sustancia que le permite a la voz poética embalsamar lo que quiere preservar, a manera de ruina personal, de cofre de tesoro, protegiéndolo del tiempo.
Varios de los sujetos de estos poemas están abandonados también. Desde la niña que se presenta continuamente en su infancia de mangos, la casa ha sufrido una transformación: se encuentra deshabitada. La figura de la madre, antes sólida y guardiana de la herencia, se ha vuelto osamenta de la vejez que se quiebra, y es en esa ruptura que la voz poética pareciera temerle no sólo a la edad, sino a la responsabilidad de la antorcha que se le pasa dentro del linaje familiar. Por su lado, el padre ha perdido el norte que le ha dado su oficio, aquello que lo define, y se vuelve indefenso. La falta de esa casa y del idioma que la ha construido enmarca la deriva de la orfandad.
La animalidad también forma parte del imaginario y viene a reemplazar lo que tal vez no se quiere nombrar para que no ocurra. Loros, medusas y conejos personifican la ciudad del recuerdo, la casa invadida por recuerdos marinos y el amor frágil. Estos animales de empatía están condenados a vivir en la jaula de la añoranza como símbolos de lo que no se tiene o tal vez nunca llegó a ser más allá que un deseo. Pero la figura que se destaca es la del mítico gorila en el poema “King Kong”, quizás el único que despliega salvajismo y potencia física por ser emblema de la pasión, pero que como ya conocemos la historia, “la bestia sabe que va a morir”.
Saraceni es hacedora de cuerpos, sagaz artesana de imágenes que intentan definir lo que se nombra desde la precisión de la palabra, buscando descolocar su significado para intensificarlo: “llega la palabra / y es un racimo de sol”. Es el lenguaje el que erige lugares y los vuelve ruinas con sonido, ritmo y gravedad, más allá de la razón misma de la palabra. Y, como es de esperarse, estos cuerpos están destinados a volverse polvo, a sufrir el paso del tiempo como presagio de su propia huella: “el verano es un animal / que arrastra sus huesos por la playa”.
El abandono verdadero en estos lugares viene dado por la negación del legado, el vacío que sustituye al vuelo del pájaro y la extinción del fuego tras el silencio y la fruta caída. En la resistencia a la renuncia está su gran acierto y, en el gesto de redención, su belleza.