Ilustración: Manuela Caicedo
El tiempo entre tumbas
—Dossier El otro-animal—
*Escucha este acompañamiento musical al leer.
a.t. (antes de las tumbas)
Por tres mil setenta y un horas se encargó de mantener aseadas las jaulas ásperas y tibias del zoológico. De la vida ahí, remarcaba la facilidad con la que el espacio se le ofrecía; podía recorrer los senderos de cemento sin la necesidad de depender de un mapa. Ahorraba tiempo caminando sin parar a ver la cuadrícula imperfecta de dibujos estandarizados en un papel. Un leve sentimiento de superioridad lo invadía cuando atravesaba cualquier puerta a pesar de los carteles que impedían el paso del público con una pesadez fiera y calculada compuesta de dos palabras: Workers Only. La misma sensación de privilegio y responsabilidad lo anestesiaría en el matadero. Era el elegido. Tenía las llaves y los uniformes para habitar el más allá.
Sentía que la jaula del tigre de Bengala blanco era como ver una película de detectives a blanco y negro y por eso era su favorita: la sensualidad del contoneo del cuerpo, el misterio hinchado, el peligro casi insolente. Para Nick, que había crecido en jardines y granjas de Nueva Jersey, tener un animal que carecía de colores le causaba una fascinación silenciosa que solo se reflejaba cuando iba al baño.
Su rutina consistía en sumergir su trapero en el agua gozosa, darle unas bofetadas enjabonadas y pulidas al piso, apreciar al felino de lejos, con la esperanza luminosa aunque fallida de hacer contacto con su mirada, retirarse al inodoro audaz y hundirse ahí, por veintisiete minutos.
Un jueves saliendo de la jaula vio al tigre comerse una paloma. Por un momento se sintió celoso de ver cómo los ojos azules del tigre perseguían al ave hasta que con un salto fugaz y eléctrico la atrapó con su boca. Dos mordiscos hirientes y voraces mientras el diminuto ser emplumado se desmenuzaba entre sus colmillos. Los visitantes pasaban sombríos y pasmados ante la reja de figuras diamantinas. El tigre, despectivo, continuó lo que su organismo le pedía, sin furia ni derrota, simplemente el orden natural de la vida. Ese día, Nick supo que tenía que renunciar, su propio organismo lo obligaba a huir. Así le diría a Nora, la chica pelirroja con la que estaba saliendo hace un par de semanas. En el café del zoológico, ella ansiosa y expectante mientras bebía el café, lo oiría decir: «Mi organismo me pide huir.»
Por un rato, mientras sorbían y masticaban su croissant, dejando algunas moronas en la comisura de sus bocas y en la mesa, hablaban sobre las implicaciones de esta escena. A Nick le parecía inhumano que un gesto del orden cotidiano de un animal se volviera de repente un espectáculo. Supo, en el momento en el que vio al Bengala tragarse a la paloma, al ver el morbo en caras ajenas que descontextualizaba el ciclo de la naturaleza, especie viva se come a otra especie también viva, que lo mismo pasaría con la muerte del tigre, al que no solo admiraba, sino al que le había ganado un cariño delicado y fino. «Sí sigo aquí, enloqueceré», le diría Nick a Nora, mientras ella asentía con la cabeza, tragándose el último pedazo de comida.
Nick, que tanto valoraba hacer cosas sin que nadie lo viera, como cagar por veintisiete minutos después de cumplir con su labor de asear las casas de los animales que quería, no pudo soportar reconocer que ellos, o al menos el tigre, no tenían intimidad. Nada es privado cuando vives en un espacio que se divide a partir de barrotes, rejas y vidrios.
Le gustaba que Nora fuera a visitarlo y lo escuchara, que le ofreciera ese silencio delgado lo hacía sentirse audaz. Ya habían visitado la granja de su familia en Nueva Jersey y con tan corto tiempo de verse tenían una vida afectiva diestra y ágil, salvo en ciertos segundos cuando se miraban con asco, como si no lograran entender del todo el propósito de su encuentro a tal punto que les generaba incomodidad. Esa noche soñaría con ella, estaban en el fondo del mar. Nora flotaba rodeada de medusas, que se movían brillantes y casi coreográficas rodeándola. Ella tenía los ojos cerrados y la barriga un poco más salida de lo usual. Nick se agitó al recordar que las personas no pueden respirar bajo el agua y no entendía si Nora estaba ya desmayada, muerta o ensueñada. Quiso gritar y de su cuerpo solo surgió una luz viviente y fosfórica, sin voz. Intentó mover sus brazos para nadar hacia ella y atravesar el campo de medusas. No vio su piel ni sus extremidades pero sabía que avanzaba, sentía el agua cada vez más oscura y tenue acariciar sus mejillas rasposas.. Nora se hundía y su cabeza apuntaba a la profundidad del océano. De nuevo, Nick quiso hablar, decir algo. No hubo clamor, solo esa luz llena de fuerza que salía de su frente. Su nado voraz aumentaba rápidamente. Su cuerpo se acercaba al de ella. Quería tocarla o sacudirla, ya estaba cerca. Nada, solo titileo llameante. Vio su boca abrirse de nuevo, pero esa acción no fue consciente. Sintió la apertura más grande que de costumbre y al bajar la mirada pudo apreciar unos filos delgados y desaliñados que salían de su mandíbula. Su mordida se acercaba al cuerpo de Nora. Hubo medusas y luz y una mujer devorada por él. Después de eso, salió el sol.
d.t. (después de las tumbas)
Nick disfrutaba arrancar sus días con calma. Tomar un café sentado en las sábanas aún arrugadas. En algunas mañanas quizás oír las noticias desde la radio. En otras ponía algún casete con música de Bruce Springsteen que no terminaba de encantarle. Sus amigos le seguían reprochando que no tuviera aún teléfono inteligente. Ni siquiera los amish son así ahora, le decían. Él sabía que tener uno de esos celulares implicaba más que facilidad. Y no, no estaba dispuesto a que su personalidad se multiplicara por el tan resonado multiverso. Con el momento presente del sonido estremecedor e hirviente del agua en la tetera presta para el café de la mañana era suficiente.
Con la bicicleta llegaba al trabajo. Barro en pieles rosadas. Cuatro patas caminando sobre el fango y el pastizal. Pelos delicados brotando de un cuerpo redondo. Hocicos glotones. Todo eso veía Nick, todo le gustaba. Quería negar la intensidad y la responsabilidad que cargaba su oficio. Caminaba con sus botas negras de caucho y entre su barba aparecía una sonrisa melancólica y lánguida.
Pensó que con ignorar las llamadas y mensajes de Nora iba a ser suficiente. En el sueño era claro que usaban lenguajes distintos al hablar y esa era una señal para dejarlo todo ahí. Nick pensaba que los cerdos se comunicaban mejor entre sí que ellos dos. Uno de sus compañeros le contó que podían producir hasta veinte tipos de sonidos distintos y él, con el paso de los días, aprendió a distinguir los sonidos de complicidad, más eficientes y caprichosos a los gruñidos de enemistad hirientes.
Se preguntaba si en algún lugar del mundo alguien poseía tanto conocimiento sobre la muerte — o asesinato— de una persona como se sabía de un cerdo: la matanza se tiene que hacer en quince segundos para ser indolora. Todavía conservaba en su billetera ese folleto que le dieron el primer día, como los que vienen en las cajas de cartón de un televisor nuevo. Ese papel brillante y grueso que se encontraba entre su Social Security Card y su tarjeta de crédito contenía el universo sentimental y biológico del animal. De vez en cuando, al llegar a casa, lo volvía a leer. Esta era su parte favorita: «Los cerdos reciben diferentes nombres de crianza: Gorrino, cuando son menores de 4 meses de edad. Cochinillo o lechón, cuando todavía maman. Verraco, el cerdo macho que se destina a la reproducción. Cochino o puerco, a los cerdos cebados para la matanza. Cerda, cocha o gocha, hembra del cerdo después del primer parto.»
De tanto convivir con ellos en sus granjas que eran casi como jaulas o tumbas, aprendió que los cerdos, independientemente de su edad, no pueden mirar al cielo. Su cuerpo les impide balancear la cabeza hacia arriba. En general su visión es mala, pero tienen una escucha atenta y afilada. Le encantaba susurrarles frases al oído antes del golpe final. Saber que solo ellos, los animales de cuatro patas rosados, recordarían sus palabras. Una vez le recitó un pequeño poema a uno. A ese lo quería más, casi tanto como al tigre de Bengala blanco. A Nick le encantaba apaciguarlos, consentir sus torsos peludos.
Rodaba por Chinatown con su bicicleta, cargando en su maleta los pedazos de carne porcina. Pensaba seguido en esa frase que le dijo una amiga mexicana, quién solía repetir: «cómo ha de ser de linda la muerte que nadie ha vuelto de ella.» Esa misma amiga le diría que el alimento es la primera decisión política que toma el ser humano y la más recurrente. Nick entregaba los pedidos a los restaurantes que transformarían a sus animales de compañía en un ingrediente para un dumpling o un ramen con la misma sonrisa melancólica que ahora era quizás un poco más vital. Llegaba a casa satisfecho. La tranquilidad inerte en su cuerpo se esparcía, porque les había creado un espacio de tránsito íntimo a sus cerdos: encontraba alivio en ser testigo y cómplice de la llegada a su libertad suprema, de verlos irse a ese lugar del que nadie vuelve.
Juliana Rozo. Nació en Bogotá, Colombia, donde hizo un pregrado en Historia del Arte y trabajó en distintos ámbitos de las artes visuales, el cine y la educación. Su primer animal de compañía era un perro Beagle que se llamaba Simón. Actualmente vive en Nueva York y todavía le tiene miedo a las serpientes.