“A pesar del silencio, brota la profecía”
(Matos Paoli)
La semana antes, en las tinieblas que dejó la tormenta Irma, un amigo y yo acudimos a un parquecito ruinoso cerca del condominio donde él vivía con sus padres. Empezamos los besos en un banco de cemento húmedo y terminamos refugiándonos en el Protege turquesa ajado del 94 que usaba para moverme de mi casa al supermercado donde trabajaba. Encerrados, en los asientos traseros con un suave tufo de cucarachitas, confiados a la penumbra de la hora, se empañaron los cristales con el vapor de los jadeos hasta que la tela que cubría el techo del coche se despegó y se nos desplomó encima. Nos reímos a veces y escuchamos música desnudos con el runrún de las plantas eléctricas alrededor. En momentos, nos alarmaba con su resplandor algún carro que pasaba por la esquina. Me regresé a Vega Alta desde ese umbrío sitio de San Patricio en Guaynabo. Ni siquiera podíamos continuar por mensajes, con cablerías colapsadas y ahora que se avistaba otro prometedor monstruo de nubes que alcanzaba fuerza de categoría cinco avanzando por las aguas calurosas del Atlántico.
Aún había energía y esperábamos el huracán por la madrugada. Lo último que hice en esa noche fue tomarme una Corona con una rajita de limón en casa de mamá Silvia. Allí sentí las primeras agitaciones nocturnas y ya se escurrían los incipientes silbidos que en algunos giros sonaban a flautas ocultas en la espesura de los montes. Mi hermano y yo ayudamos a papá a clavar los paneles para sellar las ventanas. Papá se exasperó: que nos dejáramos de dar vueltas descalzos sin hacer nada. Este huracán sería el segundo en mi vida. El primero, cuando yo tenía casi diez años, me dejó una impresión atroz. Me veo frente a un breve cielo de un rojo denso que nunca había visto, luego una oscuridad supersónica de la que brotaban rebencazos y un zumbido tenaz que parecía el aullido de otra galaxia arrollando el planeta tierra. Terminé llorando en un guardarropa, mientras mi tío Pedro rezaba un santo rosario hasta que me dormí acariciado por los torbellinos sobre el techo. Este segundo huracán me hizo pensar mucho en los taínos que lo temían y se prosternaban ante ellos como algo sobrenatural. Pensaba en ellos como si los viera corriendo a refugiarse en los cucuruchos, pensaba que yo un día – como ellos – sería otro testigo desaparecido. Quien lo vive desde dentro descubre que ese sonido rebasa todos los escondrijos y socava todo punto de apoyo, y que dispara un miedo cerval. No pertenece a la comprensión porque es anterior a ella misma y se remonta a las destrucciones con las que se formó el mundo en la ilusoria ausencia de la civilización. Y por si ya no recordaba mucho de lo que hizo George a mi vecindario, allí mandaba Dios otra flor de su buen humor para saturarme otra vez con ese sonido que no se había marchado de mí, aunque yo creyese otra cosa.
A lo que se suponían eran las tres de la mañana empezaron los puños de viento. Embestía las puertas a veces y en otras las jamaqueaba como para arrancarlas. Los fuetazos afuera, y la imposibilidad de echar una mirada, nos daban algún indicio tenue del arrecio. Pero cuando se aplacó un poco y apareció la claridad del día, el desorden había sido más descomunal que todas las nociones pensadas en nuestra turbación doméstica.
En las primeras noches después del huracán, se hicieron cotidianos los avistamientos de chispeantes estrellas fugaces. Estuvieron siempre cerca. Pero ahora despojados de todas las prótesis que el siglo nos había ido encasquetando en nuestra cotidianidad, éramos aptos para ver el eterno cielo nocturno fruteciendo sin saber de nosotros. La oscuridad incontaminada promovía el palique sin impaciencia ni orgullo. Pero la adicción a lo artificial, pese al rigor de la madre naturaleza, era difícil de quebrantar; yo erraba buscando un conector despoblado en el que cargar mi celular, con un sentimiento de vergüenza y mendacidad imposibles de esconder. Todos jadeábamos por ver el fuego del litio otra vez hervir en esos diminutos artefactos en los que habíamos empeñado toda nuestra felicidad y sentido de vida.
El ojo del huracán empezó a cambiar nuestros rumbos en la madrugada, se erizó en la noche, se demoró en el día 20 y se bebió el día entero ensimismado en su grandeza efímera. Apenas tuvimos una hora de claridad y calma en la tarde para salir a las calles y recorrer el barrio entre torrentes, baches, drones y un basural de cables y flores trituradas. Debían ser las seis de la tarde, el cielo nublado desorientaba todas las nociones. Llegamos a la vieja casa de mis abuelos anclada en un ventisquero, el único hogar de mis tíos, y hallamos que el techo se había arrancado al carajo. Solo entonces comprendimos que era previsible que eso sucedería. Nunca supimos a dónde el viento se llevó todas las yardas de zinc. Mamá resintió la negligencia de los tíos: si hubieran sellado los pretiles bien cuando reemplazaron el zinc viejo, quizá no hubiera sido tan fácil el desbarajuste. Se limitaron en tiempos de calma a clavar el zinc y a dejar los bordes sin refuerzos. La culpa a esa hora estaba alojada entre la pereza, la chapucería y la pobreza que apenas si permitió quitar el zinc corroído con nuevas planchas. La casa entera se se convirtió en una alberca de escombros, bejucos, y los casetes de videos de mujeres rubias con poca lencería y piernas abiertas ahogadas en la lluvia.
Forcejeamos con la puerta principal bloqueada por el techo derrumbado. Y vimos por primera vez que el cielo siempre estuvo arriba de ese techo de zinc, grande y ausente por primera vez en mi vida. Atravesamos los muebles, las fotos, el resentimiento de las figuras rotas, un acróstico de la adolescencia de mamá, el reguero de trastes y cacerolas, para ver que el mismo cielo se escondía detrás de las puertas obstruidas como sueños de blancura donde nadie espera. Entonces mamá dijo algo melodramático: “gracias a Dios que papi ya no está aquí para ver esto”. Hizo tanto sentido ese despecho entredientes. Un cuadro de Jesús con los párpados desbravados y las manos prensadas en oración: “Señor, que descubra mi soledad para luego poder colaborar contigo en la salvación del mundo”, destripado por el agua, perdido para siempre. En la última pieza donde murió el abuelo dos años antes, hallamos un pichón ahogado en un manantial de hojarasca de panapén y ramajes rotos. Lo noté enseguida, la lluvia había desalojado incluso hasta el apacible olor de cagaleras y pellejo rancio que dejó el abuelo en sus últimos suspiros de moribundo. Nunca estuve más seguro que mamá y yo allí contabilizábamos las mismas introspecciones. A medida que circulaba por la casa me preguntaba en qué dimensión de todos los muertos estaban mientras nostros inspeccionábamos la casita de sus vidas. Veía episodios de mi infancia como una ráfaga despavorida: pasaremos y no regresaremos, ese era el tintineo que se acurrucaba en mi corazón, constante y frío, en el medio de aquel desbarajuste. Se me agolpó una rabia cansada a lo ya perdido, una especie de resignación alicaída que no tenía con qué ni con quién pelearse en aquel aislamiento que terminaba y empezaba allí.
No fue el primer domingo de misa después del desastre, pero para mí lo fue porque me encaminé hacia Bayamón con otro corazón. Un día calcinante en el que la luz, por la carencia de vegetación, parecía una inundación, como una densa pegajosidad seca y transparente interpuesta en todo. En las carreteras desbaratadas, relucían los añicos de un trasto que no se sabía de dónde había venido, o no era raro ver a alguien detenido en una orilla porque se pinchó un neumático con algún tornillo o vidrio de malamadre. El dominico en el podio habló de estar entre los vivos, de la dicha de ser contado entre los vivos. Recordé entonces el salmo 88. La prueba más ignorada y contundente de que al escritor monoteísta inspirado no le preocupaba un cielo ni un infierno futuro; todo lo que pedía era estar vivo en este terraplén. El suceso, por reciente, había revalorizado todo lo conocido: la forma de sonreír de mi madrina, el atuendo blanco del dominico, los calzados de los terrícolas cerca de mí. Lloraba por casi todo: hasta por una palabra equivocada. Leí los Doce cuentos peregrinos y las memorias de Thoreau. Encontré en ellos una luminosidad que no habían estado antes. Y hablé a todo el que pude de las memorias de Thoreau como un lenitivo desenterrado de las tinieblas.
Las abejas alrededor de la botella de pitorro que papá abrió en la primera semana eran eventualidades cinemáticas: qué alegría que las abejas nos acosan, qué santo despelote, esta sed del diablo, esta atareada sed de recordar los ausentes como presencias biológicas, de querer quitarnos la ropa mojada y ser algo distinto desde aquí. Y las primeras horas de esa semana en la que unos cocinaban comida para otros antes que se perdiera, se fueron en una feliz fatiga de machetes. El crepúsculo ahora duraba más y era más abundante. La calle sin salida de mi casa había quedado bloqueada por todos los cables y árboles de baja raíz derribados. El desastre parecía más grande de lo que era, así que me despellejé las manos con los machetes y después freí bacalaítos para todos con manteca de cerdo. Ofrecí el primer bacalaíto que saqué del sartén a un vecino llamado Alejandro. Su sonrisa y mirada llenaron mi vida; ¿él siempre había tenido esa sonrisa de montero y esa mirada de estrella de rock o era una turbación fresca del huracán? El sobrino del esposo de mamá Silvia llegó con una sierra, y creo que ese fue el primer ruido industrial que pobló nuestras vidas después de más de cuarenta y ocho horas de silencio pre humano, cambiando el entusiasmo y la moral a todos.
Estaba para creerlo todo. Creía que la mirada de mi vecino era una convocatoria a la alegría de ver la luna entre las laderas raídas. Creía que unas flores atizaban un buen inicio para levantar la desesperanza y me compré unos girasoles con cierto remordimiento en una tienda de árabes. Se acumulaba mi sueldo en el banco porque no había cómo sacarlo con las tecnologías postradas. Bajaba pornografía en una esquina de la carretera donde había wifi para damnificados. En una de esas el carro se quedó sin gasolina. Fue como caer en cuenta de sopetón de lo innecesario y de lo incapaz que era de oponerme a mis ansias carnales. Tuve que cerrar el carro con disimulo y regresar a pie tres millas por la cuesta de la Mezquita donde está también la casa de la señora que me enseñó a manejar. Me encontró una vecina en el medio del desamparo con su esposo y sus hijas y me llevaron a casa. Entonces volví con papá a echarle gasolina al carro y traerlo de vuelta. Creo que muchos de los accidentes de los que papá me ha rescatado, no me han sido reprochados, porque él, aunque no habla mucho, ha vivido mucho; deduce o entiende con paciencia que yo voy por un tramo igual o parecido al suyo, deplorablemente imperfecto, en el que él no se entromete por miedo, o por una paciencia adherida que debe a su origen en Toa Baja. Sobretodo ese día presentí que papá carece casi de toda una facultad para juzgar, una virtud de santo mal pagado que yo he agradecido casi toda mi vida. Sin embargo, cuando fuiste un adolescente calvinista sin saberlo, son puntuales los acosos en los que la única coherencia que asoma es que todo fue un castigo a las volubilidades de la carne. Por la carencia de los recursos, fue inevitable la llegada de esa sombra. Pero al mismo tiempo, ¿por qué no puede ser legítimo, después de un cataclismo? El mismo Noé se dió la borrachera de su vida y se encueró después de haber salvado la humanidad. Entonces, ¿por qué no puede ser una urgencia continental jugar con esos espejismos de tripas? Lo cierto es que unas imágenes obscenas, huecas o no, eran tan necesarias como el pitorro o como los machetes o los girasoles que me costaron diez dólares, aunque eso suene escandaloso ahora. No me voy a fingir el más equilibrado ahora: fumé por entonces marihuana en casa ajena y mis músculos perdieron una década de filosofía. Fue lo que fue, multiplíquense hasta con el aire, eso fue lo que el huracán dejó como dictamen. El fabuloso fulgor de los árboles que reverdecían era una estampida sexual. Después de un masivo descuajaringamiento como este, los ciegos oleajes de recomenzar la vida desde cualquier equivocación plausible a la intemperie hacían de la pornografía un escaso bien necesario.
El techo del supermercado donde trabajaba como bagger se averió. Cuando el huracán llegó ya no era bagger. Me habían promovido a la carnicería. Decir promoción es mucha pompa inexistente: llevaba ocho meses como bagger, y a los nueve se cumplía la probatoria de la fabulosa ley laboral que dirige el destino de los peones puertorriqueños. Eso significaba que, sin terminar una probatoria en la que no acumulé ni una sola hora de vacaciones y enfermedad macerándome bajo el sol (y algunos serenos aguaceros) en el estacionamiento, empezaba otra probatoria de nueve meses por caminar, en otro puesto. Yo solo digo, para que no confunda el inevitable verbo: promover. Ahora no había sol que quemara, pero nunca estuve cómodo en mi entrenamiento como carnicero. No era vegano ni vegetariano, pero la bruma de sala de cirugías del lugar azoraba mi sentimentalismo monacal.
En el aprendizaje de amolar el cuchillo, de hacerle una vaina de plástico al concluir la jornada, de ponerme la toga escarlta y la redecilla en el pelo antes de entrar a las encimeras, y de mirar bien los bloques de carne congelada si no quería pagar la distracción con un dedo, había una umbría objeción de conciencia, un fantasmita confuso que no dejaba de chillar. Además, yo me estuve peleando solo con esto de que la carne del país se vende más cara que la de USA, siendo todas carnes de USA. Ese hallazgo me hizo perder para siempre la fe como consumidor en el fabuloso mundo de las etiquetas y de las supuestas procedencias. No pude ocultar mi lamentación y pronto todos sabían que prefería el Produce. Sin embargo, allí estaban completos de trabajadores.
El espacio en la carnicería se hizo porque votaron a un amigo de la secundaria que trabajó muchos años y confiado en que por ser tan bueno no lo habrían de despedir nunca, un día lo botaron sin que se les quedara nada por dentro. Yo no duré mucho, pues el huracán desasnó todo el departamento de carnes. Con esa grieta en el techo se anegaron los pasillos de comida enlatada y congelados. Se perdieron centenares de huevos y mantequillas. Por lo que no se demoró la añoranza por una mantequilla, por ver las estanterías repletas como antes.
El agua prieta parecía salir por un lado con nuestras escobas y arremetía detrás y de todas partes como un naufragio abstruso. El olor a cieno del supermercado no lo mitigó nada. Todos los intentos de domar el caos recrudecieron el problema. En el almacén las carnes podridas se convirtieron en una colmena de moscas que duró tres meses escondida de los pocos clientes que entraban a conseguir algo con restricciones (dos por cliente, máximo, gritaban por los altavoces como recordatorio). La gerencia quería reclamarlas al seguro o como crédito, y en esa espera se formó una aglomeración demente de moscas que se multiplicó cada día como algo enorme que nadie quería ni ir a mirar. Engancharon una lámpara de insectos y chisporroteaban por montones las infelices que se enredaban en la fatídica lumbre azul. Todos los días se barría un rimero de moscas muertas en las orillas del enorme bache que burbujeaba debajo de la puerta corrediza.
Le echaron bleach al aguazal estancado para envenenarlo y contener la gusanera, y fue peor. Alguna vez empacaron moscas en las uvas y llamaron la atención a los del Produce. El silo de moscas y larvas se fermentó hasta hacerse una acidez para los ojos. Agarré sin permiso una vela de las góndolas y la dejé encendida frente a la puerta. Cada mañana sentía la curiosidad de asomarme otra vez al agonizante mangle artificial en el que flotaban algunas paletas de madera de esas donde se acarrean las mercancías. Los gusanos se despeñaban desde las estanterías donde se multiplicaban. Fue lo más entretenido de todo lo que se nos fue entregando a sorbos como los participantes del peor desastre natural que la isla había padecido en mucho tiempo. Decían que el último en esa categoría había sido San Ciprián, en el que mis bisabuelos eran probablemente adolescentes.
No había trabajo en la carnicería, pero sí mucho que limpiar. Y entonces sabía muy bien que las moscas y el olor a cieno eran también recuerdos sin abrirse. Esos pocos eventos de la vida que, apenas se viven, uno sufre con anticipación su futuro sagrado: se convertirán en quimeras biológicas, habladurías de fantasmas sin raíz.
Ya había comprado mi pasaje al Midwest usando el wifi de Burger King. El primer pasaje en mi vida one round. Terrible la apuesta a no volver, pero ya muchos no volveríamos después del huracán. Cuidado con decir que eran solo las filas por hielo, o las ganas de comerse algo de un fastfood caliente como en los viejos tiempos recientes, o las peripecias para aguantarse en un trabajo las de Caín porque no hay más opciones latiendo en el panorama desbastado. Cuidado con decir que buscar la comodidad y lo fácil fue lo que nos hizo irnos. Cuidado con decir que no volver a vivir algo así es lo que queríamos. No es que no fuera eso, porque era todo eso y el rencor que había estado siempre buscando su nacimiento. Para mí como si la piel se me hubiera transparentado de un día para otro y pudiera ver al otro lado, el sito donde ya no estoy. Un huracán no es una religión, pero deja incrustadas espinas muy parecidas.
Fue toda una noticia que Trump visitara la isla para decir que no había pasado nada peor que un chubasco pasajero. El gobernador se hizo un lastimoso eco cobarde de la misma verdad oficial. El presidente les tiró papel toalla a los guaynabitos que se descocaron por estar en la tarambana de la visita presidencial. La prensa armó un follón de que fue un insulto a todos los puertorriqueños. ¿La verdad fue un insulto? Fue un desaire a los pendejos que se dieron cita allí, puertorriqueños también, pero no todos los puertorriqueños. La verdadera noticia eran los militares que repartían víveres por los vecindarios enlodados. Qué ganas de una noche de amor con uno de esos soldados. Comernos hasta jadear y luego verlo desaparecer sin saber su nombre, como un marinero, eso pensé cuando los vi desde el otro lado de la calle movilizándose por el barrio de Vega Baja. Habían llegado con demasiada pomposidad a un lugar que, sin esperar por ellos, ya había hecho de tripas corazones y se las habían arreglado como pudieron.
Después del huracán solo quedaron congojas ciertas debajo del mismo cielo. El dilema era saber en dónde estaban y ver qué podíamos hacer con ellas, y si podíamos seguir viviendo con ellas, reciclarlas, o enterrarlas como semillas para que otro cosechara lo que sea que olvidamos. Todo lo que creíamos nuestro verdadero patrimonio fue arrancado, descoyuntado, robado a otro demontre, desaparecido en otro jurutungo. Debajo de la piel las únicas pobrezas que nos pertenecen desde siempre: las inescrutables insuficiencias del amor y sus maneras para retoñar a como dé lugar.
Lo más que se me repitió en el medio del desbarajuste fue el recuerdo de esa última vez que se despegó la tela del techo del carro. Tuve uno de mis sueños más vividos en el que salía a buscar al Paulcha, un inolvidable amor de Chile. En la libreta de esos días escribí: “Ahora no se puede y todo lo impide y en este maldito purgatorio de la incomunicación uno está dale que dale arreglando una cosa acá y con la cabeza pegada y encendida en ese dulce pasado reciente allá…” No fue hasta que una prima se aventuró a saber de un amor de ella que vivía en Levitown, un mes después de abrir caminos con machetes y que la botella de pitorro de papá se vaciara, que pude ver lo que había hecho el huracán en el mundo de afuera: una abominación desoladora de montes talados, calles despedazadas y gentes apelotonadas en los puentes de las autopistas suplicando señal a las antenas. La geografía, antes gorda y despampanante, se veía raquítica y flaca. Fue alucinante ver que pueblos que pensábamos muy lejos, estuvieron siempre respirando detrás de una montañita de piedras inofensivas. Nunca más el esplendor publicitario que llenaba estacionamientos y vendía felicidad me ha podido embaucar desde entonces: sé que son máscaras sin nadie detrás.
Después de eso le perdí el miedo y me tiré la de ir a buscar a mi añorado amante de nuevo en San Patricio. No sabía absolutamente nada de él y no tenía señal. Usé el wifi del centro comercial desde el estacionamiento y esperé que me contestara. No me marcharía hasta que contestara. Nos encontramos allí y subimos a una azotea del condominio desde la que se veía el mundo a punto de dormirse. En el cuarto donde rechinaban las poleas del ascensor nos mancornamos en una tranquila pelea de mordisquitos sobre la loseta gélida del piso. Regresé a casa en la guardarraya del toque de queda: la primera polinización que podía fraguar después de tanta sordidez en las soseras de la pornografía. Una locura que no se volvería a repetir.
Entonces, porque me marchaba y eran muchas las perplejidades, contacté a un vidente del que sabía por un profesor de teatro con quien en el pasado extinguí besos en una cama. Ese profesor me dijo que cuando joven el vidente le agarró su mano y le adelantó pormenores sobre su vida pasada y su futuro que determinaron todo: su vocación en el teatro, sus estudios de circo en Estados Unidos, e incluso hasta nuestro grajeo desamparado. Su reputación virtuosa la había consultado hasta la policía estatal. Casi refrené este impulso porque otra vez mi pentecostalismo atávico levantó una objeción: recordé el pecado de Saul de consultar muertos. Pero yo no era pentecostal a ese horario, ni tampoco era un rey palestino al frente de una refriega perdida. Era alguien que vivió entre pentecostal, y los conocí tan bien y hasta el tuétano que ellos, sin saberlo, siguen caminando conmigo y opinando sobre todo lo que hago a espaldas de la tribu. Pero aquí estaba otra vez, subyugado por la metafísica. El huracán me había hecho otro creyente: antes de ese 19 de septiembre encendí una vela a la Virgen del Perpetuo Socorro como una predisposición. Buscar a un vidente era tan parecido a esas viejitas que lloran para que el predicador les percuda las canas con un reperpero de lenguas gritándoles: yo Jehová de los ejércitos estoy contigo. Aquí iba yo: las cabras tirando pal monte. Tan desorientado y sediento de ámbar como las abejas ahogándose en el cuello de la botella.
El vidente se llamaba Hansel Moreno y vivía en Condado. Me costó un día libre que pedí. Un pasaje en el tren urbano. Una mirada apresurada al muladar de Río Piedras: el restaurante Monalissa, y un silencio que no solía estar allí: el huracán barrió las cotorras y las palmas. Una caminata por los escombros y grafitis psicodélicos de Santurce. La estación de Sagrado Corazón siempre me recuerda un amor atolondrado de entonces con un estudiante de la Robinson School, pero ese es otro cuento. Otra vez descubrir – recordar, adivinar, preguntar a cualquiera – cuál bus llega a Condado. La coincidencia era grotesca: el condominio, algo desmadejado y en reparaciones, quedaba frente a la escuela de ricos donde estudiaba aquel muchacho que conocí en Sagrado Corazón. El delgado ronquido de la luz de la playa al otro lado bañaba todo el vestíbulo cuando tomé el ascensor. De la puerta en donde esperaba mi cita, salió una mujer profesional del apartamento como escabullida. No pude evitar pensar que el vidente que estaba por conocer fuera de esos que utilizan su estrellato connatural para, en las consultas, permitirse amores desordenados.
El lugar era casi todo blanco con el predecible vapor de incienso y una cautivadora foto en sepia de una hermosa mujer que por el sitio tan reverencial asumí era su santa mamá. Me senté a contraluz frente al vidente y a mis espaldas podía oír el barullo de la escuela. Me dijo que le preguntara, y no supe qué preguntar. Yo en tu lugar haría muchas preguntas, dijo. Entonces noté sus ojos de pez, como nublados por un trazo de aluminio viscoso. Miró un rato la luz que me pegaba desde la ventana como entretenido en lo que sea que aquella emanación de sol empezaba a mostrarle y, cuando pareció convencido de ver lo que veía, sonrió. Dejaba su mirada fija en alguna esquina sobre mi cabeza intrigado y me preguntaba algo. Sacó de mi privacidad el pasaje de avión que había comprado y me dijo que por algo del karma yo había nacido en una familia que no era mía, pero que volvería a mi familia original en la siguiente vida. Eso me trajo escalofríos más grandes que los del huracán y la mirada de mi vecino que me duraron por algunas semanas. Tu aura es amarilla – me dijo – el universo no concede ese color a cualquiera.
Le pagué cien dólares por la sesión que él sin contar encerró en la urna donde estaba sentado un Ganesh. No los contó. Yo cobraba como doscientos en el supermercado, ¿cada viernes? Ya no recuerdo bien los días de cobro, pero me pagaban una hora de mi vida a siete dólares y una peseta. Por eso la bonanza no duró. Me sentí serenamente estafado al pagarle, como esas ofrendas de los creyentes que ayudan a todos menos a ellos a la hora de la verdad. Pero fue una hora y ese era el precio de conocerlo, al menos para saber si lo que me había dicho el profesor de teatro en la cama era verdad.
No negaré que me marché eufórico y galvanizado, y que casi ni recuerdo el viaje de vuelta porque solo tenía la feliz barba gris de Hansel diciéndome palabras inolvidables. El solo proceso de llegar a aquel condominio había trastocado todo como el poderoso pitorro que papi desenterró en la primera semana. En el tren escribí con prisa todo en un papel: así de serio me tomé cada palabra que me dijo. Le conté a mamá, muy a mi pesar y mi bochorno, y me atendió con cara de cerámica secándose a sorbos lentos. No estaba en las de juzgar, o en ese instante ambos entendíamos que la voz de Dios podía encontrarse en cualquier parte después del reguero, incluso en los lectores de auras.
En mi última semana en el supermercado, resentí mi desfallecimiento de ir a buscar un racimo de palabras que me las pude decir yo mismo. Qué fácil uno corre a tirar el dinero. Qué fácil la tentación de un color que convence a cualquiera. Sin embargo, ya no importaría por mucho tiempo.