María Teresa Gerard
Ilustración por Jaque Jours
La espléndida inteligencia del encargado de la unidad de violencia familiar fue casi tan desconcertante como el cartel que abarcaba dos terceras partes de su cubículo. Visualmente imponente, el titular decía: “Visión Morelos, Fiscalía General del Estado: Aquí la violencia también se mide”. Recorrí detenidamente el violentómetro multicolor y leí, como predicción homérica, cada uno de sus 30 apartados. Las bromas hirientes, en amarillo pálido, encabezaban la pintoresca lista de calvarios que terminaba con mutilaciones, violaciones y asesinatos en azul cobalto. Me pareció poco afortunada la asociación de colores; el rojo, perdido a medio camino, dedicado a manoseos, patadas y caricias agresivas. El licenciado Domínguez sintió mi desconcierto y aclaró que la maldad se asocia a tonos azules, tonos fríos para seres calculadores y macabros. Agradecí la explicación y la lógica de la estética del cartel antes de tomar asiento.
Domínguez me pareció un hombre de ambición frustrada y gustos divididos, sin embargo, noté su fecunda obsesión por el detalle y su matemático talento para narrar los insoldables vericuetos legales de un sistema judicial tan viciado como el nuestro. Con voz sólida y cuidada, explicó las ramificaciones de un proceso judicial, escalando los estrechos senderos periciales como si se tratara de un camino de montaña y la ascensión fuese al mismo tiempo difícil, pero inspiradora. Luego de treinta años amalgamado a esos pasillos y sus historias, con los anteojos a media nariz, bigote bien peinado y el pelo con la raya en medio, nos llevó hacia adelante con cada frase, transformando aquel léxico indigerible en ideas simples y directas, en conjeturas de exquisita formalidad. Su pasión resaltó las categorías a las que mi padre se había hecho acreedor, imprimiendo un tono inquietante a la atmósfera. Nos condujo a analizar y diseccionar cada uno de los términos y a condenar los actos de la aún esposa de mi progenitor. Cada caso, dijo, comunica algo válido y valioso, ya sea la voluptuosidad de la avaricia, la devastación del abandono, la sutileza de la envidia, el odio. Recalcó que son pocas las veces que resplandece una equivocación en el río incesante de aguas turbias que circulan en las tonalidades coloradas del cartel que mi padre padeció. No piense en términos de explicaciones, señora, dijo antes de despedirse, aquí se conquista la realidad y se pierden los sueños, hay campos del saber y del sentir en los cuales uno preferiría ser ignorante, se lo aseguro.
Pasar del cubículo del mordaz y agudo licenciado Domínguez para iniciar el protocolo formal de la demanda con la licenciada Soto, fue un bajón. Elvia Soto me pareció una mujer que odia y sufre sin poder despojarse de su idiosincrasia y prejuicios. A todas luces le disgusta su trabajo. Irritada y espoleada por el hambre, de mala gana tomó nota para elaborar la denuncia sin siquiera voltear a ver a mi padre. Ese rostro de hojaldre barnizado, cuerpo enmohecido y sonrisa avinagrada, impuso su ritmo. ¿Nombre del denunciante? ¿Apellido? ¿Nacionalidad? ¿Qué día es hoy? ¿Quién es el presidente? Hable más fuerte, no le entiendo, me puede repetir… ¿Con quién vive?… Mi padre me señala con el dedo. ¿Y quién es ella?… Mi hija… ¿Dónde vive?… ¿Delegación, código postal?… ¿A qué vino?… Me trajeron… ¿Quién lo trajo? No sé, venía dormido en el coche… ¿Estado civil? Casado… ¿Y su señora esposa cómo se llama? … No es mi mamá, mi padre se volvió a casar… Le voy a suplicar que no interrumpa. ¿Hijos? Dos, son de mi primera esposa … me señala de nuevo con el dedo y un hermano, se llama … Me lo deletrea por favor… Le importa si se lo deletreo yo licenciada, a mi padre, a sus ochenta y siete, se le complica… Lo tiene que deletrear el quejoso, es parte del protocolo y, si vuelve a interrumpir, le voy a solicitar que salga y espere afuera… Me tenían aislado, me bloquearon el teléfono, mi perro está tuerto, pero lo quiero mucho, lo quiero de regreso, lo extraño. Se llama Ben, bueno Benito, pero le decimos Ben, es un maltés, tiene muy mal carácter… Una hora y cuarto más tarde, seca, carente de ritmo y llena de faltas de ortografía, la licenciada Soto firma y sella la denuncia; una crónica desarticulada y perfectamente anacrónica para plasmar la situación de una víctima de maltrato.
Salimos del cubículo con más preguntas que respuestas, presintiendo tiempos familiares agitados. Mi padre pálido, muerto de cansancio, dormitó un rato antes de pasar con el perito. Noté su vejez como nunca antes, su rostro seco, demacrado, roto por la angustia, su respiración sonora y entrecortada. Sin poder evitarlo pensé en la estupidez humana y, peor aún, que la cruzada contra la estupidez está perdida de antemano. Increíble me resultó imaginar que pertenecemos a la misma especie que Isaac Newton. Repasé mis emociones luego de cinco horas sentada frente a la sala de periciales, ese bunker blanco, estilo postguerra, aire acondicionado, dispensador de Coca Cola, pasto artificial, letreros de no fumar, internet 4T, cientos de expedientes abiertos. Salían de los rincones burócratas evasivos, arrastrando los pies en la niebla de su propia insignificancia. Llovía a cántaros, cosa rara en tierra de calor inquisidor. Poco familiarizada con la gama de quejas y agravios que ahí se ventilan, me asombré al notar la belleza de ciertos rostros que irradiaban simpatía y comprensión hacia mi padre, rostros anónimos que, como él, se emparejaron desdichadamente. Una mujer muy amable le ofreció un huevo duro envuelto en papel aluminio, sal incluida; mi padre regresó el gesto de generosidad cediendo su Ensure Advanced sabor chocolate. Ambos sonrieron muy bonito. Pareciera una contradicción, pero una extraña y densa atmósfera de humanidad se respira en la antesala de los confesionales.
Me dio tristeza pensar que cada uno de esos seres, al igual que mi padre, pasará a ser una estadística, un número de folio. Toneladas de desventuras clasificadas con una nomenclatura precisa, hojas fermentadas que apestan a infierno, papeles que confabulan venganzas y buscan ajustes de cuentas; es el horror ordenado. Llegas a quejarte y sales con la dignidad en los suelos, la intimidad quebrada, convertido en número, en expediente con secretos expuestos. Lo que une a todos en la sala de espera es la exposición de las miserias. Domínguez fue claro, tan claro como el cartel, hay una lógica, no existe improvisación, solo reglas, formatos, procedimientos precisos para remendar los agravios y, sobre todo, hay que aprender a esperar. En los ministerios corre un tiempo paralelo, un tiempo otro, que transcurre con lentitud de plomo, un tiempo inseparable del desencanto, tiempo que a mi padre no le sobra.
Razones para actos temerarios hay miles, como bien nos hizo notar Domínguez, ni para qué desgastarse buscando una explicación. No existe. Mencionó que la estupidez es simplemente infinita. Salí a fumar un cigarro con esa idea en la cabeza, convencida de que Domínguez es un sabio.
María Teresa Gerard (Ciudad de México · 1966) es egresada y profesora del ITAM, con Maestría en Negocios Internacionales por parte de la misma institución, y cuenta también con una maestría en Psicología por parte del ITREM, México. Además de su trayectoria empresarial, Maria tiene experiencia en instituciones líderes en su ramo en el área financiera, cultural y de medios de comunicación. Fue Directora de Proyectos Especiales en CONACULTA (1995-1998); Directora Editorial en Espacio de Vinculación A.C. de Grupo Televisa (2010-2013) y forma parte del consejo directivo de Business Republic y Boletia y Datika. Actualmente, Maria es socia de SWS.Consulting, empresa de asesoría estratégica en innovación, desarrollo de plataformas digitales y de información. Ha sido colaboradora de las revistas Travesías, Vitral, Unidiversidad. Desde enero del 2007, participa en el taller de redacción de Monte Tauro.