Mientras esperaba a que el doctor Vicente la atendiera, Emilia vio un charquito de agua filtrándose por la rendija de la puerta. Como si un bloque de hielo hubiera estado derritiéndose afuera del lobby del consultorio psicológico. Emilia pensó en mirar qué era lo que se mojaba al otro lado, pero se preguntó para qué, si seguramente no tenía nada que ver con ella, ni con el problema que le llevaba a Vicente: sentirse incómoda en su trabajo y, a la vez, culpable por sentirse incómoda. Pero el agua seguía extendiéndose y de repente, escuchó un golpe seco en la puerta, como un peso muerto. Abrió y vio a un pulpo en la entrada, de unos cincuenta centímetros de alto, de color rojizo y sosteniendo botellas de agua con los tentáculos. Emilia dio un grito ahogado y volvió a cerrar la puerta y a sentarse. No sabía si interrumpir a Vicente, que estaba en sesión con otra persona, o si sacar ella misma al molusco del edificio. El pulpo volvió a tocar la puerta. Emilia le abrió.
—Busco al doctor Vicente —dijo el pulpo con una voz líquida y musculosa.
—¿Para qué? —Emilia nunca había coincidido con un pulpo en un consultorio psicológico.
—Afuera hay un letrero que dice que Vicente te ayuda a encontrar tu camino y yo necesito encontrar el camino al mar —explicó el pulpo, mientras se echaba agua encima de una de sus botellas.
—Ah, pero Vicente te ayuda a encontrar el camino de la vida, no el camino geográfico. —Emilia visitaba al terapeuta para que la ayudara a encontrar su vocación.
—¿Y el mar no es la vida? —preguntó el pulpo.
—Si quieres yo te puedo ayudar.
—¿Cómo?
—Te puedo llevar al mar. Pero, para empezar, no entiendo por qué estás en tierra.
—Porque no estaba en el mar al principio.
—¿Dónde estabas al principio?
—En un no-mar. —El pulpo volvió a echarse agua.
—¿Qué es un no-mar?
—Un lugar que no es el mar.
Al ver que el pulpo necesitaba tanta agua, Emilia entendió que debía llevarlo lo más pronto posible al mar, y tal vez hacerle más preguntas en el camino.
—¿Sabes qué? Vamos de una vez.
—Pero ¿tú también sabes mostrar el camino como Vicente?
—Al mar, sí. Espérame acá.
Emilia fue a su auto, un Toyota Yaris, estacionado en la entrada del consultorio. Sacó un balde de la maletera y volvió al local para llenarlo de agua en el baño. Vicente seguía atendiendo al otro paciente. Emilia metió al pulpo en el balde, volvió con él al auto, arrimó el asiento del copiloto hacia atrás, puso el balde adelante, en el suelo, y arrancó hacia la playa más cercana.
—¿Cómo supiste que estabas en un no-mar? —preguntó Emilia mientras conducía, sospechando que el no-mar se trataba del acuario de la ciudad.
—Otro pulpo me lo dijo.
—¿Y cómo sabía?
—Porque venía del mar.
—¿Y antes de eso no sabías que no estabas en el mar?
—No había pensado en dónde estaba, en «estar».
—¿Y por qué ese otro pulpo te convenció de que tenías que irte?
—Se fue…
—¿Se escapó? —preguntó Emilia.
—No. Dejó el no-mar.
Una media hora después, Emilia llegó con el pulpo a la playa. Bajó el balde, fue con él hasta la orilla, lo dejó en la arena, y lo observó impulsarse hacia la espuma del mar, adentrarse en el agua y desaparecer. Se quedó parada, pensando frente al agua unos minutos. ¿Dónde había estado ella todos estos años? Caminó a su auto y arrancó hacia su casa. Ya no volvería donde Vicente.
Pierina Pighi Bel (Lima, 1989) no puede escribir sin haberse lavado los dientes ni tomar desayuno sin haber tendido la cama. No quiere tener hijos, pero sí nietos. Mientras resuelve esa contradicción, vive con dos aves: Punkeke y Pekana, dos bolitas de plumas con voz de flauta. Vivió casi seis años en Florida, pero nunca fue a Disneylandia.