Un culto bruto
Minúscula pero musculosa. Así se definía Brutas Editoras, una editorial independiente, casi portátil, que funcionaba en simultáneo desde dos polos: Nueva York al norte, Santiago de Chile al sur. Fundada en 2011, bajo la dirección de Lina Meruane, Brutas publicó siete libros, con textos de autores como Juan Villoro, Lolita Bosch, Sylvia Molloy, Enrique Vila-Matas, María Moreno y Yuri Herrera.
Ese catálogo incluye experiencias de lugares ajenos, novelas gráficas de corte autobiográfico, relatos, novelas cortas y cuentos largos desde distintas partes del mundo. “La garantía de una buena lectura tendría que ser un derecho constitucional globalizado”, expresa su misión editorial.
El proyecto se detuvo hace un año; con eso, involuntariamente, la colección se ha convertido en una presencia casi de culto.
A continuación presentamos un extracto de “El París de Molloy”, un ensayo de la escritora argentina Sylvia Molloy, publicado por Brutas Editoras en [escribir] París (2012), donde también aparece “Aire de París”, de Enrique Vila-Matas. El libro puede conseguirse aquí.
París después
Sylvia Molloy
París 1968
En 1968 yo ya me había instalado en los Estados Unidos pero seguía viajando a París durante las vacaciones de verano, pasaba un mes, dos meses, veía a mis amigos, jugaba a que seguía viviendo allí. Viajé en Mayo de ese año, como de costumbre, y me encontré con un París casi irreconocible, en estado de efervescencia y al borde de la revolución. En el aeropuerto no había taxis y los autobuses estaban de huelga. El viajero en busca de traslado no tenía más remedio que entregarse a quien quisiera llevarlo a la ciudad en el transporte que fuera a cambio de sumas astronómicas. Tuve suerte, se apiadó de mí un vietnamita con un flamante automóvil blanco que me llevó a Saint Germain des Prés por poco más de lo que me hubiera costado un taxi. Por alguna razón –il ya trop d’etudiants et trop de vélos, c’est dangeureux– no quiso meterse por la rue Jacob, donde quedaba el Hotel des Deux Continents que era, en más de un sentido, mi destino.
(Nunca supe cuáles eran esos dos continentes pero la disponibilidad espacial del nombre era como un resumen de mi vida). Me dejó en la esquina de Les Deux Magots justo detrás de un coche de plaza desvencijado, arrastrado por un escuálido caballo gris, que acababa de detenerse. Del coche bajaron dos mujeres enormes, una de ellas con bastón, y se lanzaron a navegar lentamente por la vereda como dos monumentales transatlánticos. Estupefacta, reconocí a Matilde Díaz Vélez, amiga y administradora de Victoria Ocampo, a quien llamaban Patina, y a su pareja, igualmente voluminosa, de quien solo recuerdo que le decían Baby o Bébé. Fue más insólito verlas allí que ver a los policías con escudo y casco, preparados para dar batalla. ¿Qué harían esas dos señoras argentinas bien en ese barrio en crisis, en esa esquina desde donde se oían los gritos y la explosión de bombas Molotov en la Facultad de Medicina? ¿Y cómo habrían conseguido ese coche de plaza que hacía pensar en los carruajes de la otra revolución? Las espié hasta que dieron la vuelta por la rue Saint Benoît y no las vi más. Ni en París ni en mi vida, quiero decir.
En vano intento convocar imágenes de Mayo del ’68, solo me quedan fragmentos. Inscripciones en las paredes, L’imagination au pouvoir o Tout est Dada; la declaración iracunda de De Gaulle que al calificar la revuelta de chienlit mandó a toda Francia al diccionario; el azoramiento de ciertos franceses cuando se les decía que las revueltas universitarias no eran nada nuevo para los latinoamericanos, que por lo menos era eso algo que no teníamos que importar de Europa. Me queda, también, la incómoda sensación una vez más de estar entre. Ya no era estudiante en Francia, ya no vivía en París, estaba allí de paso, me alojaba en un hotel al que era difícil llegar por la gente, la policía, las ambulancias. Pero tampoco era yo visitante, o turista a quien había que indicar con señales o en macarrónico inglés dónde quedaba el Carrefour de L’Odéon: yo sabía, yo también era de ahí, estaba en una ciudad que era –o había sido– también mía.
De haber ocurrido todo esto hace seis años, cuando aún era estudiante en la Sorbona, sin duda estaría en las barricadas. La historia me había jugado una mala pasada.
Me queda de Mayo del ‘68 un afiche de Pierre Alechinksy que hice enmarcar hace años. Encuentro allí más frases que sin duda oí gritar (y acaso también yo grité) en esos días, me divierto leyéndolas. Me dicen que el afiche probablemente valga bastante si me decido a venderlo. No creo que lo haga.
Coincidencia
No puedo evitar volver a contarlo. En 1972 volví de nuevo a París, esta vez para pasar un año entero y acaso –todavía no lo tenía demasiado claro, dejaba la posibilidad abierta– prolongar mi estadía indefinidamente. Volví a mis “Dos Continentes” por unos días mientras buscaba alquilar un apar-tamento y el destino me deparó lo inimaginable: un lugar que no me era extraño, en el que había pasado un tiempo, en el que había conocido a una mujer que me hizo muy feliz y, también, muy desgraciada. Al principio no me di cuenta, seguí las indicaciones que me dieron y me dirigí al lugar. Solo en camino, cuando me acercaba a ese rincón del 7ème arrondissement que no frecuentaba demasiado –barrio de embajadas, editoriales, colegios caros y hôtels particuliers–, solo entonces, cuando ya estaba en la calle misma, a dos casas de la dirección indicada, me di cuenta de lo que estaba pasando: había vuelto adonde algo había empezado, algo deslumbrante y a la vez maligno, algo que terminó mal. Acepté el desafío y alquilé ese apartamento exiguo que conocía demasiado bien como si fuera la primera vez que lo veía. Para conjurar desdichas me puse a escribir, en un escritorio minúsculo frente a una ventana.
El resto es En breve cárcel.
Victoria en París
En más de una ocasión vi a Victoria Ocampo en París pero recuerdo en especial una temporada en la que por alguna razón pasamos bastante tiempo juntas. Creo que se sentía bastante sola (habían muerto ya sus grandes amigos franceses) y además, dato nada desdeñable, yo acababa de comprarme un flamante automóvil y tenía bastante tiempo disponible para pasearla por la ciudad. Así que Victoria, yo y la Peugeot compartimos tiempo ese otoño del 1972. La llevaba al Bois de Boulogne; la llevaba al cine; la llevaba al restaurante Prunier donde la especialidad era lenguado con perejil frito, pedílo, che. La llevaba un viernes por la noche a casa de Alain Malraux y mientras avanzábamos lentísimamente por el Boulevard Montparnasse atiborrado de automóviles, Victoria se quejaba de que solo le quedaban ahora los herederos de sus amigos quienes, manifiestamente para ella, no estaban a la altura de sus parejas o sus progenitores: este Alain, por lo pronto, decía con tono perdonavidas, y también Francine, por la viuda de Camus, a casa de quien me había llevado a almorzar dos días antes. (No mencionaba a Alena Caillois a quien, sabía yo, no soportaba, ya por celos, ya porque “hacía mucho ruido”). De pronto, exasperada por tanta queja desagradecida y porque llegábamos tarde, rocé el costado de otro automóvil. “Chocaste”, dijo Victoria secamente. Tuve que detenerme para comprobar el daño causado al otro (ninguno) y a mí misma (no escaso). “No es nada”, mentí. Seguimos en silencio y dijo “el primero es el que te da más pena, después te acostumbrás, ¿no?” y supe que compartía plenamente mi desconsuelo y la quise de nuevo.
Paraba en el hotel La Trémoille, que aplicadamente había yo aprendido a pronunciar tremuy y no tremoay, no fuera que me consideraran extranjera o, lo que es peor, provinciana. Un día me invitó a co-mer en el hotel con Graham Greene; imperiosamente pidió la comida para los tres sin casi consultarnos y despachó al camarero quién inmediatamente retiró los menús. Preocupado Graham Greene se inclinó hacia mí y susurró Do you by any chance drink? Le aseguré que sí y con un ademán rápido, que dada la situación no carecía de arrojo, hizo señas al camarero y le pidió la carta de vinos. Victoria farfulló con displicencia algo así como que no había pedido vino porque ella no bebía pero que nosotros hiciéramos lo que quisiéramos. Greene pidió una botella de Bordeaux que, gustosos, liquidamos él y yo.
Otro día Victoria me citó para salir a almorzar, un día excepcionalmente templado de Octubre, y fuimos a Fouquet’s donde su entrada causó el consabido revuelo entre los mozos, quel plaisir de vous voir, Madame. No recuerdo qué comimos, sí que el restaurante estaba repleto y que en la mesa al lado de la nuestra había dos hombres, algo toscos, la mujer de uno de ellos, y un adolescente de pelo largo, rubio. Al poco tiempo, interrumpiendo algo que yo le estaba contando, me dice: “Parece Muerte en Venecia, ¿no?” y me di cuenta de que no me había estado escuchando para nada, que estaba pendiente del chico que, en efecto, era muy lindo. “Nada que ver con el resto de la familia”, siguió, ya totalmente cautivada por el pseudo Tadzio quien de pronto, como animado por un resorte, se levantó y dijo algo a uno de los hombres, acaso el padre, quien le extendió un par de billetes. Con una sonrisa el chico se dirigió a la salida y de pronto Victoria me dice “Vamos” y no sé cómo me arranca de la mesa, dejando la comida casi intacta, y me encuentro en los Champs Élysées, en vano tratando de caminar a la par mientras ella, a grandes zancadas, sigue al muchacho rubio cuya cabeza refulge en el sol insólitamente cálido de esa media tarde de otoño. Lo sigue con los ojos, ávidamente, golosamente, hasta que el chico comienza a perderse de vista, hasta que es solo una mancha dorada, hasta que no se lo ve más.
El chico habrá tenido unos catorce años. Ella, ochenta y dos. El goce y la sed de belleza no tienen edad.
Objetos de comida
De nuevo recurro a Sarmiento que usa esta torpe expresión para referirse a los placeres de la mesa. No he hablado antes de dichos placeres porque creo que durante mi primera estadía como estudiante no me fijaba demasiado –o digamos mi presupuesto no me permitía fijarme demasiado– en las finezas de la cuisine francesa. Me interesaba, sí, la ceremonia, el orden de los platos, las reglas no escritas, esto se come con tal y no con cual, los meses con o sin erre para los frutos de mar, o el ce n’est pas la bonne saison de las legumbres: reglas en vigencia en los grandes templos del buen comer, el Grand Véfour, pongamos por ejemplo, como en los más modestos establecimientos, incluidas las cantinas universitarias.
Pasé del interés en el protocolo a interesarme por la cosa en sí, por la cocina francesa en todos sus aspectos, desde lo pomposo a lo sublime. También pasé a interesarme en su sutil política, en sus no tan sutiles distinciones de clase, la cuisine bourgeoise, la cuisine campagnarde, y las de moda, la cuisine minceur, la cuisine gourmande; podría seguir. Empecé a leer libros de los grandes chefs a la par que leía a los grandes escritores. Escoffier me sedujo por su arbitrariedad: en algún lado dice que nunca debe agregarse perejil a los haricots verts salteados en manteca. ¿Por qué ese úkase?, quería saber yo, y se lo pregunté a una amiga francesa. Ah no sé, me contestó, pero ahora que lo pienso me parece tout à fait logique. Otra seducción fue la de los nombres de los platos, el tierno uso del posesivo, le pot-au-feu de lotte avec ses petits légumes, como si no pudieran pertenecer a otra preparación sino a esa.
Soy una persona que, como dicen de ciertos chicos, come de todo; cuando Emily, antes de vivir conmigo, me preguntó con alguna desconfianza si había alguna comida que me disgustara parece que pensé un rato y luego le dije sí, lo único que no me agrada demasiado son los erizos de mar. Con todo en París preferí saltearme la moda de la cocina deconstruida, de las espumas, del caviar junto al hueso de caracú que empezaba por esos años. Cuando vuelvo suelo gravitar hacia los lugares donde alguna vez fui feliz. Esto que es regla general de todo viaje de retorno se aplica particularmente a mis restaurantes parisinos: Molloy et ses petits plats.
Bagatelle
El parque de Bagatelle en el Bois de Boulogne era (y supongo sigue siendo) epítome del paseo burgués. Se iba allí a pasear los domingos, a admirar los rosales floridos cuando era la estación, acaso a recordar la apuesta de María Antonieta a su cuñado, el Duque d’Artois, de que era imposible construir una folie en menos de tres meses. El duque contrató a novecientos obreros que terminaron el castillito en sesenta y cuatro días y la reina tuvo que pagar.
A Bagatelle íbamos mi amiga y yo en plan de diversión, hacíamos picnics. Por casualidad descubrimos que era lugar predilecto de Vita Sackville West quien, cuando niña, también hacía picnics allí y, snobs sáficas que éramos, nos divertió la coincidencia. Antes de pasar a ser propiedad de la ciudad de París el castillito había pertenecido a Sir Richard Wallace, el filántropo inglés que hizo construir por toda la ciudad las fuentes que llevan su nombre para que los parisinos tuvieran acceso a agua potable. Al morir Wallace la propiedad pasó a su mujer y cuando murió ella a su secretario, John Murray Scott, amigo y posiblemente amante de la madre de Vita. Madre e hija pasaban largas temporadas en Bagatelle, de ahí los picnics que imagino mucho más complicados que nuestras sencillas baguettes y botella de vino.
Pero en Bagatelle hicimos otro descubrimiento. Una tarde caminamos hasta unos edificios, acaso viviendas de sirvientes, acaso caballerizas, y ahora depósito de cachivaches, y vimos la puerta entornada. Entramos a una suerte de caverna pervadida por el moho, y en un rincón vimos una pila de rollos de papel arrumbados. Desplegamos uno al azar y vimos que era un esquema borroneado de la torre Eiffel previo a su construcción, con anotaciones muy precisas de qué iría aquí y qué allí. Salvo las manchas de humedad en una esquina estaba más o menos intacto. Sin decir palabra lo volvimos a enrollar y nos lo llevamos disimulado bajo un abrigo, sintiéndonos sin duda un poco culpables pero justificando el acto, más bien hurto, diciéndonos que era una vergüenza que la ciudad de París no se hubiera ocupado de estos documentos y que era un acto caritativo de nuestra parte salvar esta reliquia del hongo asesino.
Ahora mi amiga está internada en una maison de repos, no lejos de Bagatelle por cierto, y sin perspectivas de recuperación. La próxima vez que vaya a París le preguntaré dónde está nuestra torre Eiffel, me gustaría verla. Dudo que lo recuerde.
Inscripciones
Volver a París, en estos días, es para mí encontrarme, cada vez, con una ciudad nueva. La sorpresa es inevitable, así como la leve melancolía al darme cuenta de que o no reconozco algunos lugares o, más simplemente, de que algunos lugares ya no están. Pero no hay nada que una juiciosa flânerie no remedie. Deliberadamente tomo el metro –primera ocasión para refamiliarizarme: si bien no están ya los afiches benignamente racistas del africano con fez diciendo Y’a Bon Banania, retirados en el 2004 luego de una protesta pública, están los nombres de las estaciones cuya secuencia, compruebo, aún sé de memoria. Denfert Rochereau, Vavin, Montparnasse, Saint Placide, Saint Sulpice, y más y más aún. Emerjo, digamos, en Sèvres Babylone, para comprobar que el Hôtel Lutétia sigue allí, que la boutique Biba no es como era antes, y para meterme en el Bon Marché. Solía ser una tienda que frecuentaban curas y monjas, sobre todo estas últimas, porque allí vendían ropa religiosa. Ahora que el hábito no es obligatorio no se los distingue del resto de los clientes si es que aún frecuentan la tienda. Como hubiera dicho mi madre, ya no se sabe quién es quién.
Camino hacia el oeste por la rue de Babylone hasta dar con la rue Vaneau, doblo a la derecha una cuadra, hasta llegar al 1bis, donde vivía André Gide. A Gide le debo mucho, entre otras cosas el haberme enseñado que se podía ser diferente en la vida. Sigo por la rue Vaneau y doblo a la izquierda hasta Barbet de Jouy para pasar por otra casa que no sé si reconozco, la casa de Consuelo Suncín, viuda de Enrique Gómez Carrillo y de Saint Exupéry, otro personaje memorable y flamboyant a quien visité en compañía de Arnaldo Calveyra durante mi primera estadía y donde también estaba ese otro personaje que era Elena de la Souchère, fervorosa representante del antifranquismo en el exilio. ¿Quién es ese viejito dandy?, me preguntó Arnaldo mirando el pelo blanco cortado al rape, el corbatín de seda. Es una viejita dandy, le contesté.
Sigo por Barbet de Jouy, preguntándome si el nombre tendrá algo que ver con esa tela de tapicería que me resulta irremediablemente cursi, doblo a la derecha en rue de Varenne y pienso en María Antonieta, subo por Bellechasse hasta Solferino y no pienso en Napoleón, cruzo hasta la rue de Villersexel donde está el famoso departamento al que volví aquella vez pero sigo de largo, diciéndome que ya basta de ceremonias fúnebres. Me corro al bar del Pont Royal para retomar fuerzas y me acuerdo de que una vez lo vi aquí a James Baldwin, vuelvo despacito por la rue de l’Université, dando quizás una vuelta por el hotel donde murió Wilde y pasó una temporada Borges, llego a la rue de Seine donde Edgardo Cozarinsky y yo nos metimos, un día, en la “Akademia” de Raymond Duncan, hermano de Isadora, que se vestía de filósofo griego y se paseaba por el quartier con su asistente, Sister Bertha, vestida de monja, y con un chivo. Paso por donde estaba un restaurante macrobiótico al que Alejandra Pizarnik solía arrastrarnos a Marta Minujín y a mí, y por fin aterrizo en el Old Navy del Boulevard Saint Germain, bar al que iban los pintores argentinos a fines de los cincuenta.
Podría seguir, pienso, bajar hasta Saint Michel y el museo de Cluny, ver el patio donde Olga Orozco nos sacó una foto, a Alejandra y a mí, sentadas como dos niñitas juiciosas en el borde de un aljibe, luego subir por la rue Racine hasta la plaza de l’Odéon en cuyo teatro, en medio de una representación de una obra de Claudel, me desmayé, no sé si por la emoción de haber defendido mi tesis doctoral esa mañana o en reacción a Claudel que no era santo de mi devoción. Camino entonces por las callecitas del 6eme arrondissement hacia Saint Sulpice y en la rue du Vieux Colombier doy con Le Katmandou, la boîte donde he visto algunas de las méchantes dames (eufemismo burlón que usábamos entonces) más seductoras de mi vida, para finalmente terminar acaso en el Café Bonaparte, en Saint Germain des Prés, donde los camareros llamaban le petit chauve a Severo Sarduy. Pero estoy muy cansada después de tanta flânerie y tanto name dropping y me quedo sentada en la terraza del Old Navy, tomando un café y mirando pasar la gente. Al fin de cuentas también eso es París.