La Leva va al baño. Ahí encuentra un botiquín de primeros auxilios que tiene pegado un cartel que dice La Rusia. Corre con él a la cama, pero el Carlos –imaginario– se ha tal vez transformado en un teléfono que justo ahora suena. La Leva, desesperada, alarmada, cinematográfica, contesta el auricular.
Leva: ¿Aló, Carmen?
Auricular: ¿Cómo supiste que era yo?
Leva: Espérame un cachito.
La Leva pasea por la casa con el teléfono en las manos, mientras fuma, habla. El cable es larguísimo. En la conversación se refieren a El lumpen exiliado, único amor verdadero de La Leva. La Leva en esta parte de la escena habla mediante un aparato electrónico. A pesar de la voz metálica, ésta aún consigue matices propios y puede jugar con altos y bajos.
¿Te conté, Carmen, que en el Puente Loreto los obreros se apostaron justo debajo para silbarnos y nosotros nos pusimos a cantar La Internacional y a tirarles cigarros al río Mapocho y que el Jonathan un día dijo que se iba, así nomás dijo, me voy, como escupiendo al suelo, con desprecio a este país que no valoraba su arte, y un día se fue sin decirnos adonde, 10, 12, 13 años, y que lo fui a ver a Brooklyn? Toqué la puerta. Él me abrió. Se veía distinto. Ya no era el mismo Jonathan de antes. No era ni la sombra del Jonathan de antes. Le dije, Hola pos guatón tejano, porque el Jonathan había exagerado su ponchera cervecera que era como un Alien saliendo de su cuerpo. Y ese día le compré un sombrero, nos fuimos al MoMa, llegamos al water de Duchamp. Y yo me senté ahí a cagar. Y él nervioso, Leva, Leva. Cómo se te ocurre cagar en el water de Duchamp. Se me ocurre po. Tú sabis cómo soy. Y nos peleamos. Él se fue a su casa y yo anduve mil horas perdida por la ciudad, siempre en zigzag, jamás en línea recta, y después de ver a harto maricón tomado de la mano paseando con sus perritos poodle, después de entrar a los museos y llorar desconsoladamente con un cuadro de un pintor belga, después de ver un documental triste y pobre sobre los niños en Tombuctú, después del tour de la pobreza y los contrastes y de tomar el tren J, M, Z hasta el barrio judío, el mismo donde la gente usa trencitas y gorritos y los niños saltan a la cuerda y juegan a brincarse, el mismo donde los judíos te persiguen para que les cortes la luz, les abras la puerta o les apagues el calefón, porque hay días en que no pueden tocar con sus manos la realidad, en un apartamento llamado La Isla, piso uno, ahí lo encontré, pero no estuvimos abajo. Fuimos arriba, al cielo de su edificio paraíso hipster. Desde ahí se veía clarito, como un camaleón, cambiando de luz, el Empire State. Y el Jonathan me dijo, quédate ahí, lobita, te voy a tomar una fotografía, pero yo escuché despedida, hizo clic la cámara polaroid instantánea y comenzó a verse esta fachada, y el Jonathan me dijo: qué increíble estar los dos frente a frente y a nuestras espaldas el Empire State. A nuestras espaldas, los cadáveres del once de septiembre. Y a nuestras espaldas, esta ciudad descollante, coño. Porque el Jonathan, además de tejano, se había puesto español, y también decía, joder, y ya no decía culear ni conchetumadre. Yo, asustada, miraba el monstruo que era mi Jonathan. A mí, que me habían invitado tantas veces a Nueva York, esta vez me daba miedo, no sé bien qué, Carmen, el tiempo, supongo, lo que me pasaría cuando regresara a Chile.
¿Aló, Carmen?
La Leva se mete un turro de pastillas a la boca y bebe un vaso con agua al seco. Habla cada vez más drogada.
¿Aló, Carmen? Ahí po, ahí fue que escuchamos el único casete bueno de la Jeanette con marihuana que el Jonathan tenía, y el viento voló su sombrero y mi pañuelo y vimos a los dos, al sombrero y al pañuelo danzando en el aire mientras la Jeanette cantaba: “Junto a las manillas del reloj esperarán, todas las horas que quedaron por vivir, esperarán, esperarán”. Y yo tosía, no sabía que me venía el cáncer a los pulmones. No sabía. Sólo tosía. No sabía que venía el cáncer ramificándose hasta la laringe, no sabía. Solo tosía, sin saber en lo que se convertiría mi voz. Y el guatón tejano comía barbiquiú y tomaba cerveza y ya no era el mismo, ya no era el mismo, hablaba distinto, con más tristeza, ya no era el mismo, y yo me fui y nunca más lo vi hasta que una noche se apareció en un sueño. En él yo no hablaba con esta voz de Darth Vader, en él todos habíamos rejuvenecido y cuando digo todos, digo todos. eEn una fiesta en tu casa, Carmen, celebrábamos el cumpleaños dieciocho del Jonathan. Jodorowsky, la Rita Pavonne, Luis Miguel, Manu Chao, la Glorita, la Diamela, la Lina, Bolaño, hasta Perlongher. Ahí fue que Ginsberg gritó: He visto a las mentes más lúcidas de mi generación destruirse por la locura, y Perlongher muriéndose de sida, tímido y pálido, recitó su mejor poema, hipnotizándonos a todos con su sentido del humor y del buen gusto (En eso que empuja / lo que se atraganta, / En eso que traga / lo que emputarra, / En eso que amputa / lo que empala, / En eso que ¡puta! / Hay Cadáveres) y el Jonathan no lo podía creer, mi Jonathan, mi Johnny, que yo lo hubiera llevado de un día para otro a ese mundo en el que fuimos recorriendo la noche y después recorriendo escaleras en espiral, convocados a un concierto milagroso, de la mano, hasta una pieza repleta de disfraces y entramos y él se sacó la ropa y me dijo, ¿Qué quieres que me ponga, lobita?
Cualquier cosa te queda mejor que ese pantalón y esa camisa, le dije, y le pasé un traje que solamente había usado una persona en el mundo y esa persona era la Marilyn Monroe. Era un traje de película, Carmen. Verde oliva con el cuello de terciopelo, plumas como de pavo real y el Jonathan se veía tan lindo con ese traje, era El Principito, era la Lucecita Benítez, era la Rita Pavone. Era todas nuestras reinas. Entonces yo lo tomé en brazos y lo llevé hasta la ventana y ahí dibujé un corazón empañando el vidrio con mi aliento alcohólico y le dije, Quédate exactamente donde estás. Bajé las escaleras. Me paré al medio de la calle de los travestis con los autos pasando, paré el tráfico, igual que con los pescadores, me empiluché, y todos quedaron mirando. Así no más. Con una antorcha. Con una varita mágica. Con bencina. Con neopren0. Escribí en la calle:
Fe l i z c u m p l e a ñ o s
J o n a t h a n
En un corazón.
Y le prendí fuego a la frase y al corazón y todos los autos tuvieron que doblar esquivándolo, y yo de lejos cagada de la risa: Jonathan, cacha tu regalo de cumpleaños.
¿Aló? Carmen, ¿cortaste?
Espérame un cachito.
La Leva entra en el baño, sigue hablando.
Auricular: ¿Estai cagando, Leva?
Leva: Hay que hacer de todo mientras una habla por teléfono po niña.
Auricular: No podis ser tan rota.
Leva: Ay, Carmen, no empecemos. Tanta manifestación estudiantil, tanta acción de arte, tanto muerto, tanto, tanta, para que el Jonathan, el lindo, muriera de hambre en el puente de Brooklyn con el pelo teñido de verde y una cruz anarquista tatuada en la espalda, al lado de un león que él se mandó a tatuar para que lo protegiera.
La última vez que nos vimos, Carmen, caminamos por ese mismo puente. Vimos pasar un matrimonio, gente feliz. El Jonathan me tomó de la mano. Y volvimos a ser lo de siempre, la punta de un iceberg condenado a repetirse en la historia del tiempo, exactamente en este momento que es parte del pasado, parte del futuro, un iceberg, ese del que hablaba Hemingway, Carmen, ¿si tú fueras un iceberg, quién sería yo?
Carmen: Un caracol.
Leva: ¿Y si tú fueras un caracol, quién sería yo?
Carmen: Una caracola, para escuchar al iceberg.
Leva: ¿Y si tú fueras una caracola, quién sería yo?
Carmen: Un corazón donde apoyar la oreja.
La Leva se desmaya. Justo en ese momento, llega La Negrita, que abre la puerta de la casa con sus propias llaves. La Negrita al verla se asusta y lanza un alarido. La toma apenas en brazos y se la lleva al hospital. Su sueño, camino al hospital, es la siguiente crónica.