Después de un sobresaltado sueño, Eva despertó en pleno día, recostada sobre un extenso y plano pastizal rodeado de manzanos. Le dolían los músculos como si se hubiera ejercitado demasiado. En su pesadilla, fue perseguida por una amenazante turba de hombres con antorchas. La arrinconaron en la cima de un risco en plena tormenta eléctrica. No había escapatoria: debía lanzarse o ser linchada. Entonces despertó.
Todavía acostada y acariciada por los amables rayos del sol y el rocío del pasto, Eva se observó las manos. Las encontró manchadas de rojo y el miedo la sacudió: ¿era su propia sangre? Pero no sintió ninguna herida. Al girar su cabeza la sobresaltó el cadáver de un hombre desnudo que yacía a su lado. Su rostro se enmascaraba con una expresión tan serena que cualquiera juraría que estaba dormido en vez de muerto. Un agujero del tamaño de una manzana en su costado sangrante y la palidez de la piel lo delataban.
Eva se incorporó de un brinco e inspeccionó su cuerpo. Estaba desnuda. No encontró su ropa por ninguna parte. Cerca de ella había un tocador con espejo, colocado incongruentemente sobre el pasto. Se acercó hacia él, pero no se reconoció en el reflejo. Su propia forma le resultaba extraña, como si hubiese dormido toda su vida, desde bebé, encontrándose ya adulta al despertar.
El paisaje era excepcionalmente pacífico y bello, intacto. Lo único que denotaba intervención humana eran el tocador y otras cosas que se encontraban a la vista, como un sillón y un pequeño comedor. No tenían ningún sentido en un paraje tan rural. Parecía como si alguien hubiese robado las paredes, el piso y el techo durante la noche, dejando atrás tan solo algunas muebles propios de la casa.
Todavía frente al espejo, Eva intentaba lidiar con su propia humanidad y situación, mirando de reojo el cadáver que dormía detrás de ella. De pronto, en el horizonte, distinguió un considerable grupo de personas que corrían hacia ella. A lo lejos parecían enanos. Fue entonces cuando pensó que su sueño no fue una pesadilla: sucedió en realidad. Recordó que logró escapar del risco con un salto milagrosos, a punto de ser linchada y que, antes de caer se sujetó de unas raíces a su alcance. Quedó suspendida precariamente mientras arriba la masa informe de gente vociferante clamaba su caída. Sus fuerzas no fueron suficientes, y los nervios y el miedo lograron que se soltara. Dio tumbos hasta el fondo de un cañón, a donde llegó ya muy golpeada.
No supo cómo despertó en ese lugar, ni por qué había un hombre muerto a su lado. Pero al ver a otra turba tras de ella, o quizá la misma, comprendió que era momento de huir. Pero, ¿hacia dónde? Excepto por algunos manzanos, todo estaba plano hasta donde se unían el cielo y la tierra.
Decidió correr en dirección opuesta a sus perseguidores. Corrió y corrió a la mayor velocidad que le permitieron sus pies descalzos. A lo lejos escuchaba a la turba enardecida vociferando: “¡Alcancen a la bruja! ¡Quémenla!”, gritaban. Eva no comprendía por qué le gritaban eso o qué hizo para merecerlo, ni siquiera recordaba quién era.
Se lastimó un poco por el esfuerzo, pero la adrenalina la empujaba hacia adelante. Pensó que su mejor opción sería treparse a uno de los árboles cercanos y defenderse desde ahí, aunque no eran demasiado altos. Jadeante, y con el sudor escurriendo por su frente volteó hacia atrás. “¡Maten a la puta!”, gritaron los que corrían tras ella. Notó que otros se quedaron a inspeccionar el cadáver con rostro consternado.
Al verlos más de cerca, comprendió que no parecían enanos: eran enanos. No por ello lucían menos amenazadores, pues muchos empuñaban machetes y cuchillos. Eva llegó al pie de un árbol y decidió treparlo. Aunque no era muy alto, posiblemente le ofrecería algo de protección temporal contra los enanos. Éstos últimos gritaban, agitaban sus cuchillos con furia asesina. Ella no sabía cómo saldría de esta situación, pero su cabeza trabajaba a toda velocidad para encontrar una salida. Muy pronto le dieron alcance y le gritaban desde el pie del árbol.
Pero pronto se las ingeniaron: uno de ellos se inclinó para permitir que otro subiera sobre sus hombros. Eva se propuso finalmente dejar de observar y actuar. Las ramas del árbol estaban llenas de apetitosas manzanas. Siguió su instinto: arrancó uno de los frutos y lo arrojó al enano que escalaba sobre la espalda del otro. Erró el tiro, y los dos hombres ni siquiera notaron el improvisado proyectil. Eva tomó otra manzana, y la lanzó cuidando más su puntería. Esta vez acertó: golpeó al enano que estaba trepado en hombros del otro.
Al golpearlo, el agresor explotó con una pequeña llamarada de fuego y se desvaneció dejando tan sólo una nube de humo. Su machete se desplomó al suelo. El otro enano comenzó a toser y a apartar el humo con sus brazos. Eva se desconcertó tanto como él cuando aquello sucedió. El hombre tardó un momento en reaccionar, pero la ira regresó más intensa todavía: “¡Maldita perra! ¡Voy a mat…!”. No terminó la frase pues recibió otro manzanazo que lo desapareció del mundo.
Los demás gritaron: “¡Cuidado! ¡Ya empezó con sus brujerías!”. Unos se lanzaron valientemente a la carga, mientas otros retrocedieron asustados unos cuantos pasos hacia atrás. Los más arrojados brincaban al tronco queriendo escalar, pero uno a uno recibieron golpes frutales que los desvanecían. Mientras, Eva se las ingeniaba para conseguir más munición del árbol.
Al sentir la batalla perdida, los enanos restantes emprendieron la retirada. Corrían con sus piernas cortas mientras volteaban de cuando en cuando con gestos amenazadores. Después de unos minutos se perdieron en el horizonte. Eva se desplomó, exhausta, en una rama del manzano. Bañada de sudor, de pasto, hojas, tierra y algo de sangre en sus pies; intentó serenarse para determinar cómo actuar.
El sol se colaba entre las ramas del manzano. Fingió que nada sucedía, que solo subió al árbol para reposar plácidamente. Quizá así podría relajarse y pensar lúcidamente.
“Hola, Eva”, dijo la serpiente que reptaba desde ramas más altas, “luces muy cansada”.
“¿Quién eres?”, preguntó alarmada. Aunque nunca vio animal semejante, una inquietud la invadía al verlo.
“Digamos que soy un amigo”, respondió agitando su lengua, “un amigo que acaba de salvarte de una situación difícil”.
“¿A qué te refieres?”, preguntó ella.
“Vamos, no creíste cuando los enanos dijeron que eres una bruja, ¿o sí?”, siseó la serpiente mientras subía a través de la pierna de Eva, “La manzana no les hubiera hecho cosquillas si no hubiese intervenido yo. Fue un pequeño regalo de mi parte”.
“¿Por qué lo hiciste?”, dijo un poco asustada por el contacto animal con su piel desnuda.
“Como ya te dije soy amigo. No quiero que te pase nada”. La serpiente reptó por su vello público, siguiendo hacia el vientre y posándose entre sus senos.
“Necesito irme”, dijo ella, intentando incorporarse para descender del árbol, “Quizá los enanos regresen”.
“¿Por qué tanta prisa?”, respondió la serpiente, “Mientras estés conmigo nada te sucederá. Te sugiero que permanezcas en este árbol y descanses un poco. Además, debes estar hambrienta, ¿cierto?”.
“La verdad sí, no recuerdo haber comido nada en mi vida”.
“Eres una mujer con suerte: estás en un árbol de manzanas”.
Eva observó a su alrededor. A pesar de su lucha con los enanos, todavía quedaban muchas manzanas colgando, su estrés le había impedido pensar en que podía comérselas. Observándolas con más calma, verdaderamente lucían apetitosas. La serpiente definitivamente tenía la cabeza más fría.
“Mi consejo como amigo”, continuó la serpiente, “es que hundas tus dientes en uno de estos jugosos frutos. Con el estómago lleno pensarás con mayor claridad”.
“Creo que tienes razón”, dijo ella.
Estiró la mano y arrancó una manzana. Era tan brillante que se reflejaba en ella. Después de hablar tanto, la serpiente guardó silencio mientras observaba. Eva abrió la boca para morder la fruta, pero la detuvo un pensamiento. Observó a la serpiente.
“¿No tendrán dueño estas manzanas?”, preguntó.
“No creo que al hipotético dueño de este árbol le molestaría alimentar a una indefensa mujer en un momento de necesidad, ¿no crees?”.
“Tienes razón”.
“Me has simpatizado y te haré un favor extra”, dijo la serpiente, mientras recorría sus hombros y la rodeaba por la nuca, “En cuanto muerdas esa manzana, te concederé un deseo”.
Eva se recostó en la rama del árbol, exploró su mente, pero su memoria estaba casi vacía. Lo único que tenía grabado fue la mañana de ese día y la posible pesadilla del día anterior. Obviamente quería sobrevivir, pero sentía que podría lograrlo por sí misma. Había algo más que la inquietaba.
“No lo sé… Supongo que quisiera tener una historia. Quiero saber quién soy y qué sentido tiene todo esto”.
“Muy bien”, exclamó la serpiente, “Muerde la manzana y lo sabrás”.
“Gracias amigo”, le dijo Eva.
La serpiente se desconcertó un poco por la gratitud, no estaba acostumbrada a tales tratos, pero respondió con una pequeña reverencia. Lengueteó varias veces a la expectativa de lo que estaba a punto de suceder. Eva mordió la manzana, masticó el pedazo y lo tragó. Observó el limpio cielo sin nubes y, poco a poco, cayó en un profundo sueño.
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