Por: Julio Palma
El Bosque Sumergido, de Diego Vargas Gaete, editorial Planeta Emecé Cruz del Sur, 2019, Santiago de Chile, 153 páginas.
Una silenciosa mañana de domingo en Santiago, muy temprano, la abuela del narrador despierta, se levanta, recorre el largo pasillo con la lentitud de la carne vieja y toma desayuno mientras hojea el periódico. Josefina, dueña de una vida larga e intensa, se ha recogido en su departamento, obligada por las arrugas y la decadencia del cuerpo y de la mente. Casi nunca sale y sus cuidados son repartidos entre familiares. Uno de ellos, su nieto y narrador, la visita continuamente, a veces enternecido y a veces con miedo. Josefina no es la abuela débil que no sabe golpear la mesa aunque a veces no sepa ni su nombre.
En largas conversaciones en la penumbra del living, ambos reconstruyen la historia familiar que atraviesa América del Sur, desde Venezuela hasta Chile, en una conversación desmigajada, donde las verdades y las ficciones de Josefina serpentean como hilos al viento desde los que el narrador irá tirando para reconstruir los amores, los exilios, las tragedias de esta familia larga y compleja, historias que no se sabe bien cuáles son ciertas y cuáles son producto de la mente cansada y juguetona de la abuela Josefina. A veces ella sabe muy bien quién es ese joven que la visita. Otras veces cree que es su hermano. Otras, un primo lejano o alguien desconocido, y estas maromas de la memoria le permiten al narrador el acceso privilegiado a los mundos emocionales en que Josefina ha vivido su larga existencia.
Decidido a escarbar por todas las vías posibles en ese pasado neblinoso y confuso que le entrega su abuela -historias medio deshilvanadas en una memoria que va y viene desde un país a otro, desde una verdad a una verdad a medias, desde invenciones hasta la más concreta realidad-, el narrador visita a otros familiares, a antiguos amigos, oficinas de servicios estatales, revisa documentos de la familia, fotos amarillentas, viejas grabaciones de audio, hurgando, tratando de unir lo inasible en explicaciones que se funden y se disparan en todas direcciones apenas las toca, apenas logra ordenarlas en una coherencia aparente y frágil.
El bosque sumergido es, antes que todo, una historia de fantasmas que comienza con un lejano pariente en el siglo XIX, se asoma al nacimiento de Josefina, alrededor de 1921, y se despliega atravesando el siglo XX, desde la huída familiar desde Venezuela hasta su muerte en Chile, ya en el presente siglo. Y digo fantasmas porque todos los que importan han muerto, menos Josefina y su nieto, un escritor atrapado por el deseo de saber de dónde viene tanto silencio o, lo que es lo mismo, de dónde viene el ruido que hacen los muertos que habitan con él en el mismo departamento antiguo y enorme, donde rumia unos esbozos de novelas que no logran cuajar.
Con un uso delicado del lenguaje poético, Vargas Gaete sortea con sutileza los peligros del relato edulcorado e inverosímil, desplazando a sus personajes a lo largo de más de cien años con una habilidad narrativa poco usual. Se dice que un buen relato es tal cuando no se notan sus “costuras”, cuando los aspectos técnicos están tan bien disimulados que el lector se sumerge hasta amalgamarse con la historia. En El bosque sumergido Vargas Gaete hace algo aún mejor: muestra los útiles cargándolos de una ternura sutil. El carpintero, su martillo, su trozo de madera, sus clavos y escuadras hacen parte de la obra, fundiéndose en una armonía narrativa arraigada en las emociones más profundas, las que son tratadas con un manejo tal que no hay un solo asomo de cursilería. Vemos, por ejemplo, que Josefina padece de incontinencia urinaria y su nieto, el narrador, la socorre en ese trance que para ella ya no tiene nada de impúdico porque las fronteras del pudor ya se han desvanecido en su mente, que divaga de senilidad, pero que para el narrador debe haber implicado –no lo señala explícitamente- un enorme esfuerzo. Esta ternura intensa, atraviesa todo el relato.
En esta, la tercera novela del autor, hay amantes felices y tragedias insondables. Exilios, detenciones, traiciones, rabias furiosas y desbocadas junto a toques sutiles de humor. Hay paisajes del sur de Chile y de la llanura venezolana, hay secretos y hay falsedades, y hay, sobre todo, un tratamiento intimista de la narración. Vargas Gaete abre un mundo intenso y silencioso, vuelto hacia la intimidad de los personajes y aunque da cuenta de momentos históricos precisos, no es ese su centro. Los usa para viajar hacia dentro, hacia la materia primigenia de las emociones más antiguas de los seres humanos: el miedo, la rabia, el amor, el odio, la tristeza.
Traducido al francés y al polaco, y publicado en Chile, Argentina, Francia y Polonia, Diego Vargas Gaete constituye una voz literaria que da cuenta de lo humano en su intimidad más profunda. Sus novelas El increíble señor Galgo (Editorial Furtiva, Chile, 2014, y Editorial Marciana, Argentina, 2016) y La extinción de los coleópteros (Editorial Momofuku, Argentina, 2014; Editorial Planeta Emecé, Chile, 2016; Editions L’Atelier du Tilde, Francia, 2015, y Czytelnik, 2017, Polonia), recurren a hechos históricos para sumergirse en las mentes y en las almas de sus personajes. Así sus novelas, especialmente El bosque sumergido, cumplen a cabalidad con la máxima de Franz Kafka: “Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros”.
Cuando todo se desmorona, cuando las últimas resistencias del cuerpo viejo se deslizan hacia la muerte y el olvido, cuando ya se han vivido todas las miserias y todas las glorias, Vargas Gaete logra, con precisión inusual, extraer toda la belleza que hay en la sola y simple existencia humana.