En 10:04, la segunda novela del norteamericano Ben Lerner, el protagonista –alter ego del autor– no deja de pensar en The Clock, la obra de Christian Marclay en la que, durante 24 horas, cada minuto es marcado por un fragmento de película en la que aparece un reloj o un línea de diálogo en la que se menciona la hora. La imagen marca la hora dentro y fuera del espacio de la representación; el tiempo real y el tiempo cinemático se superponen.
En la novela, el protagonista, cuya vida ha comenzado a perder consistencia temporal –pasado, presente y pasado se le mezclan y no siempre sabe distinguir entre realidad y ficción–, visita la sala donde se proyecta The Clock e intenta llegar a las 10:04, el momento en que el rayo que cae sobre el reloj de los juzgados de Regreso al futuro frena el paso de las horas y, a la vez, sirve como energía para activar el viaje en el tiempo de Marty McFly. Aunque no consigue llegar a tiempo, el escritor permanece allí más de tres horas, el tiempo justo para experimentar las distancias entre la imagen y la realidad y preguntarse sobre los límites de la ficción.
En un momento determinado el personaje, en un gesto inconsciente, mira la hora en su teléfono y se da cuenta de la paradoja: aunque en la pantalla las imágenes marquen el tiempo real, y esa hora sea la misma que la hora real, cada una pertenece a un mundo diferente. Había leído que The Clock era “el derrumbe definitivo del tiempo ficción en el tiempo real” y que la obra pretendía “borrar la distancia entre el arte y la vida, la fantasía y la realidad”, pero en ese momento toma consciencia de que esas fronteras, aunque porosas, siguen existiendo, y que siempre hay una brecha, una pequeña distancia imposible de solventar. El tiempo real y el tiempo de ficción se entrecruzan de modos extraños, pero la frontera no desaparece del todo.
La visión de esa obra es el desencadenante de la ficción en la novela. El protagonista –o el autor– decide volver a escribir ficción después de experimentar tres horas en la sala de exposiciones. La obra, por un lado, lo vuelve consciente de las conexiones entre realidad y ficción –algo que utiliza como escritor–, y por otro, la obra también alude a su existencia temporal y al modo en que siente que su tiempo se desvanece y todo se disipa, como sucede en la escena de Regreso al futuro en la que la fotografía del futuro comienza a desaparecer y el propio Marty pierde consistencia.
Tras el visionado de The Clock el protagonista –también el autor– decide volver a escribir ficción. La obra, por un lado, lo vuelve consciente de las conexiones entre realidad y ficción –algo que utiliza como escritor–, y por otro, alude a su existencia temporal y al modo en que siente que su tiempo se desvanece y todo se disipa. En cierta manera, la obra de arte funciona como desencadenante de la estructura de la novela.
10:04 está repleta de referencias al arte contemporáneo, a los ready-made alterados, al “instituto de arte siniestrado”…, unas referencias que, lejos de ser anecdóticas, muestran los conflictos del personaje. No se trata de un mero attrezzo o un paisaje de fondo; el arte ocupa un rol determinante tanto en la forma como en el contenido de la narración. El arte no aparece como un elemento encerrado en el museo o la galería para satisfacer la curiosidad cultural, sino que acontece en la vida de los personajes y afecta a su realidad. Hay un antes y un después del contacto con la obra. El arte penetra en el espacio cotidiano, lo toca, lo agita y lo altera. El arte transforma la vida.
Lo que ocurre en la novela de Lerner también sucede en otras muchas narraciones contemporáneas que tienen al arte como elemento desencadenante de la acción. Es el caso, por citar unos ejemplos, de Punto Omega, de Don DeLillo, Los lanzallamas, de Rachel Kushner, El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq, o Kassel no invita a la lógica, de Enrique Vila-Matas, o Mis dos mundos, de Sergio Chejfec. Allí el arte funciona en conexión con la vida. Las reflexiones sobre el arte, la referencia a los artistas, la experiencia del espectador frente a las obras, el recuerdo…, modifica y afecta a los personajes. Se podría decir que, en cierta manera, allí el arte tiene sentido, actúa, emociona, conmueve…, “funciona”.
Una de las claves para ese “funcionamiento” es que los escritores se sitúan en el espacio del espectador y describen la experiencia estética. Es lo que ocurre, por ejemplo, en Punto Omega o en Kassel no invita a la lógica. El personaje está frente a la imagen, observándola, experimentándola, y no sólo analizando su discurso crítico, sino dejándose llevar por lo que la obra sugiere. La obra que se contempla no está desconectada del relato, sino que ocupa un lugar en la sucesión del antes y el después. El personaje entra al museo con su mundo de vida y, después de la observación, la obra viaja con él. No hay una desconexión de los espacios ni de los tiempos, sino una superposición. El arte es un elemento más del discurrir del relato, una parte más de la vida. Su capacidad de actuación proviene precisamente de su conexión con los tiempos de la experiencia vital.
Este situarse del lado del espectador a través de la búsqueda de vínculos con el mundo de vida es una de las diferencias más palpables entre la escritura de la novela y la escritura crítica. Y es que, cuando nos acercamos a las obras de arte como críticos de arte, solemos perder la relación con la experiencia, con lo que traemos con nosotros y con lo que nos llevamos después. Observamos las obras como un todo cerrado situado en un lugar fuera del mundo y las analizamos despiezándolas, como si estuvieran en una mesa de autopsias. Cuando leemos un texto de crítica de arte, nos encontramos allí la obra abierta en canal, descompuesta, analizada, pero desactivada. El texto la desactiva igual que lo hace la institución –no en vano el texto crítico es una de las formas que toma la institución–. La novela –la narración de la historia y la experiencia– y las formas no analíticas de escritura, en cambio, afrontan el arte en su terreno, que no es otro que el de la experiencia del espectador. Una experiencia que muchas veces, como críticos de arte, dejamos lado, usando la escritura casi como una especie de armadura para protegernos de las obras. Y esa desafección crítica –aparte de negar la subjetividad del escritor– acaba negando muchas veces la potencia transformadora del arte. Los textos aparecen como discursos racionales, pero nada de lo que decimos ha sido “incorporado” a la experiencia estética.
Después de unos años saltando entre la narrativa y la crítica de arte, he podido constatar, entre otras cosas, una diferencia fundamental entre ambas formas de escritura a la hora de dar cuenta del alcance de la obra de arte. Cuando escribo ficción y utilizo el arte en la narración, cuando el arte es lo que me rodea –lo que rodea al personaje de la ficción– y no lo que está colgado de una pared aislado del mundo, siento que funciona. Cuando me dedico a él como crítico de arte y soy yo el que lo rodea, siento que lo desactivo. En un caso, dejo que el arte afecte a la experiencia –a la real o a la de ficción–; en el otro, de modo inconsciente –porque la “disciplina” del texto lo condiciona–, me sitúo fuera de campo. Es como si, ante las obras, tuviera dos opciones: estar fuera, buscando la distancia crítica, o dentro, nadando en la experiencia. Ambas posiciones son necesarias. Y es necesario encontrar un punto de cercanía-lejanía, un estar fuera y al mismo tiempo dentro, una forma de escritura que pueda acercarse al fenómeno artístico sin perder el sentido último de que el arte es acerca de la vida.
Eso es lo que he intentado hacer con mi narrativa, dar cuenta de ese continuum de la experiencia y entender el arte como algo que no está separado de la vida, sino que la afecta y la transforma. He descubierto como narrador esa fuerza del arte que creía perdida como crítico de arte.
En mis dos novelas hasta la fecha, Intento de escapada (Anagrama, 2013) y El instante de peligro (Anagrama, 2015), el arte funciona como motor de la acción. Ambas novelas se desarrollan en el mundo del arte. Los protagonistas son artistas, profesores de arte, estudiantes, investigadores, comisarios, galeristas… El arte es el escenario, el contexto en el que se desarrolla la historia, de algún modo sirve de atrezzo. Rodea a los personajes. Y sobre todo las ideas que se desarrollan provienen del campo artístico. Se podría decir que son novelas “acerca” del mundo del arte. Pero también son novelas escritas “desde” la experiencia del arte. Al menos desde su potencia.
Intento de escapada es una reflexión sobre las fronteras éticas del arte a la hora de denunciar la injusticia. Allí inventé un artista, Jacobo Montes, que podría ser un alter ego de Santiago Sierra, y una serie de obras que, partiendo de las obras de Santiago Sierra –que paga un salario mínimo a minorías y excluidos sociales para mostrar cómo funciona el capitalismo contemporáneo y cómo el arte no puede escapar de él–,el artista propone unas obras que están un grado más allá de las obras de Sierra y que explotan evidentemente a los inmigrantes con los que trabaja. Una de ellas es Intento de escapada, que consiste en encerrar a un inmigrante en una caja para que resista allí y muestre lo que uno está dispuesto a hacer por dinero perdiendo toda dignidad.
La contemplación de esa obra –y de otras de Montes– es lo que hace al protagonista, un joven estudiante de bellas artes, evolucionar, moverse, pensar. Las obras afectan su mundo de vida. La experiencia del arte es la que realmente activa la narración. El arte no está sólo en el museo o la galería, sino que penetra todos los rincones del mundo de Marcos. No hay un adentro y un afuera del mundo del arte. Se trata de un continuum. La obra no sólo trabaja en el museo, como sucede muchas veces en el arte contemporáneo, sino que se expande hacia la vida.
En El instante de peligro, mi segunda novela, de nuevo aparecen unas obras y una artista que en este caso reflexionan sobre la memoria de las imágenes, sobre lo que queda de los recuerdos en las imágenes cuando ya nadie los recuerda, algo así como una especie de postmemoria (en el sentido entendido por Mariane Hirst). La artista, Anna Morelli, borra fotografías para encontrarse en la ausencia de los demás. El protagonista de la novela es un profesor que tiene que escribir sobre unas películas anónimas, encontradas por la artista, en las que tan sólo se ve una sombra inmóvil proyectada sobre un muro. Tanto las fotografías borradas como la imagen sobre el muro son el desencadenante de la narración. No son un MacGuffin, sino que su contemplación afecta y mueve a los personajes. Es, de alguna manera, el motor que impulsa toda la narración. Igual que en Intento de escapada, todo lo que sucede aquí está mediatizado por las obras. La relación del personaje con su pasado, el modo de escritura, una especie de epístola, el recuerdo como sombra… todo tiene que ver con la experiencia artística.
La novela en cierto modo funcionaría aquí como una especie de laboratorio –por utilizar la expresión de Laddaga–. Si el arte, en sí, es un laboratorio social, un lugar en el que residen ideas y acciones que casi parecen morir o desactivarse cuando salen de su entorno, la novela, la narrativa, ciertas formas de escritura creativa –también la poesía–, pueden servir también como laboratorio para extender la vida de ese arte que tiene dificultades para salir al mundo real. Sería algo así como una especie de realidad virtual, un avatar, una posibilidad para que el arte se cumpla.
Me gusta imaginar la potencia vivificadora de la narrativa para simular la potencia del arte. Como escritor y como crítico de arte, creo que está en nuestra mano explorar las posibilidades para que el arte siga teniendo una función en el mundo real. Y ensayar narraciones en las que el arte funciona quizá pueda ser una tarea productiva.
Por supuesto, no defiendo aquí un abandono de la crítica de arte; cada disciplina tiene su contexto de actuación. Pero sí me interesa señalar que hay un aspecto esencial del arte –la experiencia afectiva– que está presente en la novela y que se escapa a la crítica de arte. Y que los críticos de arte podemos aprender algo de los narradores acerca del modo en que el arte se despliega y actúa en sus escritos. Por eso quisiera concluir este breve texto resaltando la necesidad de un cruce de caminos y abogando por la creación de intersticios y espacios de contacto entre la crítica y la narrativa, lugares en los sea posible desplegar una escritura capaz de dar cuenta de lo que verdaderamente debe importarnos de una obra de arte, que no es otra cosa que su potencia para afectarnos y transformar nuestra experiencia del mundo.