La primera de las once novelas de Edmundo Paz-Soldán (Cochabamba, 1967) cumplirá treinta años dentro de poco. Antes de debutar como novelista, publicó un libro de cuentos. De esos, al día de hoy, supera la docena. La lista de publicaciones hace que sea difícil de creer, pero antes de la literatura, para Paz-Soldán estuvo la ciencia política. El camino ya se había corregido cuando estudió Literaturas y lenguas hispánicas en UC-Berkeley, donde obtuvo su título doctoral con una tesis sobre el escritor boliviano Alcides Arguedas. Durante las últimas tres décadas, los temas de Edmundo Paz Soldán han pasado por homenajes a su último año de colegio, la distopía en un mundo de ciencia ficción y las historias de migrantes mexicanos en Estados Unidos. Deep fakes, voyerismo, colisionador de partículas y selva amazónica parecen ser las palabras clave de los proyectos que tiene entre manos, y que adelanta a la par de su trabajo en el departamento de Romance Studies de la Universidad de Cornell. Esto nos dijo en conversación con Temporales.
La ciencia ficción es uno de sus temas recurrentes. ¿Qué tan profundo ha sido el cambio que ha provocado la tecnología en nuestras formas de escribir?
Sergio Chejfec tiene un muy lindo libro al respecto, sobre las diferentes formas en que la tecnología está cambiando nuestras formas de escribir. Para él, como para muchos otros, aunque nos haya costado aceptarlo, existía una especie de idealización de la escritura manual como lo que era “natural”, que era a la que se debía aspirar, mientras que la escritura a máquina tenía algo artificial. Lo que Chejfec sugiere es que, con los años, la escritura a mano es cada vez más artificial y lo natural, hoy en día, es escribir a través de las máquinas, que no solamente sirven para escribir, sino que también nos están enseñando. No es que nosotros programemos a las máquinas, sino que las máquinas también nos programan a nosotros.
¿El hecho de ser latinoamericano filtra de alguna manera la experiencia que se tiene con las máquinas?
Creo que si hay algo que ocurre en Latinoamérica es que te pone mucho más consciente de la división digital. En una sociedad hay diferentes formas de hacer que crezca la desigualdad social, y una de ellas, cada vez más pronunciada, tiene que ver con la desigualdad de acceso a las máquinas. Hace poco estuve en el Chaco boliviano, con unos amigos. Su hijo, que tenía 16, 17 años, sufría mucho porque viven a las afueras del pueblo y cuando volvía a casa perdía la conexión a internet. Algunas veces tenía que quedarse a dormir en casa de una tía en el pueblo, si es que tenía que hacer una tarea importante. Ese tipo de precariedad en cuanto al acceso a las nuevas tecnologías o el acceso a la comunicación es también una de las formas en las que se manifiesta la desigualdad.
Otro factor que está haciendo mutar las prácticas de la escritura es la academia. En Norte, aunque el tema central de la novela es la migración, usted también se detiene en la tensión entre los lectores que llegan a los textos con cierto desenfado y los lectores que han pasado por procesos de profesionalización. ¿Cómo se negocia esa tensión para alguien que escribe ficción pero que a la vez trabaja en la Universidad de Cornell?
No creo que haya una fórmula general, es algo que vas encontrando en el camino. A mí, al comienzo, me costó mucho porque son dos discursos y dos formas muy distintas de acercarse a la literatura. Tengo una novela que espero no volver a publicar más porque en su escritura, que fue al mismo tiempo con mi tesis doctoral, se filtró un lenguaje muy académico. Yo estaba escribiendo sobre el indigenismo clásico en Bolivia, sobre Arcides Arguedas. Eran temas que tenían que ver con la heterogeneidad sociocultural, las diferencias raciales, y esos debates entraron de una manera muy acartonada, que no parecía natural en la novela. En ese momento yo no tenía perspectiva para darme cuenta, pero con el tiempo, comienzas a desarrollar estrategias para poder tener una vida esquizofrénica que te permita funcionar de manera más fluida.
¿Y cuáles son esas estrategias?
No escribo para alguien en abstracto. Generalmente, con cada texto de ficción, trato de que sea leído por algunos amigos, tres, cuatro, cinco personas, mi pareja. Trato también de que no se repitan esos nombres, para no sobrecargar a nadie. Nunca estoy pensando en la audiencia académica ni en la audiencia general, sino que tengo en mente cómo estas personas cercanas pueden aprobar la novela. Mi mirada es mucho más acotada. Hay gente que, por sus sensibilidades, hacen que yo confíe en sus lecturas y luego, bueno, la última versión ya es mi responsabilidad.
Esa práctica también parece desmentir el mito del genio individual, ¿qué tan colectiva es su escritura?
Creo que la responsabilidad final siempre es individual. A mí siempre me han gustado las largas listas de agradecimientos que aparecen en los libros de Rodrigo Fresán, que son casi que un subgénero. También está toda la infraestructura comercial de la editorial o de la agencia, pero ante todo está el grupo de escritura, los amigos que te leen. Es muy importante que el texto esté circulando a través de diferentes voces antes de que pueda ser publicado. El proceso es colectivo y el trabajo individual del escritor debe estar salpicado por el diálogo, pero no hay que perder de vista que al final tú eres el único responsable del texto.
Eso me recuerda a Rio Fugitivo. En esa novela usted presenta un narrador que escribe para apropiarse de la tradición de Agatha Christie. También en Las visiones, aparece una nota con los autores y las obras de las que beben cada uno de los cuentos. ¿Cómo funciona ese diálogo con figuras que no necesariamente están allí para leerlo, pero que, al ser leídas y apropiadas, también dialogan con lo que escribe?
Cuando estoy tocando un tema, por ejemplo, un cuento ambientado en la universidad, lo primero que pienso es que hay escritores antes de mí que lo han hecho muy bien y que me pueden ayudar. Si estoy abordando una novela ambientada en la selva, tengo que pasar una vez más por La vorágine y tengo que ver qué me puedo apropiar de esa novela. No llegamos a una historia de manera inocente o ingenua, sino que estamos precedidos por una serie de textos que nos pueden iluminar el camino. Para mí es fundamental poder armar una genealogía en la que también incluyo películas, música y otras fuentes de cultura popular, aunque en general mis textos se alimentan de otros textos, es una deformación profesional.
Después de tantos años en estados Unidos, ¿cómo funciona su relación con Bolivia en la escritura?
La última novela que había escrito ambientada en Bolivia es Palacio quemado, de 2006. Después, pasé a novelas ambientadas en Estados Unidos y luego entré a cuentos ambientados en un paisaje de ciencia ficción, en Iris. Parecía una casualidad, pero no lo era: en todo este tiempo no había narrado la Bolivia de Evo Morales, principalmente porque siento que hubo muchos cambios. Hasta 2006, Bolivia se correspondía al país del que yo me fui en los años ochenta y había coordenadas que todavía podía entender. Aunque escribí muchos artículos de prensa y columnas de opinión sobre la revolución de Evo Morales, me costaba procesar los cambios desde la ficción. Justamente ahora estoy terminando una novela, que está ambientada en la selva, entre el Amazonas boliviano y el Brasil. Obviamente es una Bolivia diferente, pero volver a narrar mi país, casi después de quince años después es un desafío interesante.