Foto: Daniela Duque Rincón
Deambula Diana entre sus niños y sus viejos (Extracto de la novela Serpiente)
Traigan a los niños, que vengan a jugar. Pasada la iglesia, al costado, una ruleta y un carrusel. Que vengan los niños, tráiganlos a jugar. Suben. Una cuncuna gigante monta una loma y vuelca veloz. Se recubre umbrátil entre la lona verduzca, gira sobre su eje y retumba el ambiente. Los niños gritan. Ella curva centrífuga sobre sí. Baja a tierra y descienden, una vez más, crías diminutas, los niños, con la cuncuna de metal grabada en la infancia del país. Arriba, casi por sobre la iglesia San Francisco, se eleva la rueda de la fortuna. Se divisa el Parque Forestal. La Alameda cuelga de las pupilas suspendidas. Los niños bajan. Y más abajo, circula tieso el carrusel de caballos postizos. Circuye el grito de jinetes: impúberes entumidos con hoyos en los zapatos, niños peinados y abrigados, niñas con sweaters picados y otras de vestidos importados. Hombres de etiqueta y otros borrachos, también. En el centro de Santiago, en Alameda 866, los Juegos Diana son un parque de entretención para todas las edades. Desde que abre a las seis de la tarde hasta que cierra a las seis de la mañana, los Diana reciben a su público de precedencia ecléctica que se trueca por tandas a medida que corren las horas. Entre los niños que sonríen, entre las mujeres acicaladas para una fiesta en el Club de la Unión, pasando por los ludópatas embriagados de las máquinas tragamonedas y una que otra prostituta un poco perdida, un poco sedienta, un poco feliz, una manga de jóvenes se pasea con una invitación en la mirada: los mostaceros de los Juegos Diana, Baltazar.
Apoyado contra el paredón, Baltazar acecha la clientela del parque. Alegre por la recompensa que recibió del encuentro rápido del cine, siente con orgullo el peso del reloj robado en su bolsillo y moldea su sonrisa en un gesto de seducción. Por una de esas contradicciones del azar, por el lenguaje críptico que encuentra en la urbe el deseo en destierro, el recorrido de la serpiente ha ungido este parque, coágulo de infancia en la arteria principal de la capital, con la clientela más moribunda de Baltazar. Imperceptibles entre padres, niños, mamás y niñas, acobijándose en el resguardo de la multitud familiar, se camufla dulcemente un puñado de abuelos sin prole. Merodean los tatas, una clientela vieja y solitaria. Los viejos cola de la ciudad acuden solos a los Diana para levantar carne joven como la de Baltazar. Abuelos sin nietos, pero de muchos sobrinos. Viudos ilegítimos de cónyuges no reconocidos o de marineros de los que nunca se pudieron despedir. Los octogenarios caminan lento, tropezándose con la niñez, auxiliados por sus bastones roídos o con mangos de plata roñosa y marfil. Son ellos, los tíos excéntricos relegados al margen del núcleo familiar. Los de novias escondidas o extranjeras que nunca nadie les conoció. Los que vivían eternamente con el mejor amigo o con el empleado que se tomaba demasiadas licencias para su labor. Los que decoraban su apartamento con un gusto impecable. Demasiado impecable. Hoy son hombres de hombros nevados y de abrigos constelados por la caspa seca de sus nucas. No pudieron envejecer junto a otro par de manos que sacudan esos hombros, ni que los arropen para el frío de esta noche. En el mercado de la fantasía, entre cuncunas de metal y los caballos plásticos del carrusel, acuden a la compra abyecta de una noche de compañía. Caminan acompasados y cadenciosos como contándose los latidos. Saben que van a acabar en tumbas alejadas a las de su corazón y ya no tienen mucho que perder más que el vozarrón ronco de boleros dedicados a otro varón.
Las tías colas, los taitas del patín, Baltazar conoce a muchas. Lo invitan a sus departamentos, le ofrecen un té, pagan con diligencia. Hablan, siempre, perfumados a roble y anestesia. Y Baltazar escucha. Le cuentan historias al nieto arrendado, ese que nunca pudieron tener. Las repiten desde la garantía del olvido. Póngame el agua a hervir, mijo, y échese acá. Debe andar todo entumío, niño ¿No tiene frío usté, que anda así de pilucho? Piden que les llenen los guateros, que los arropen de abrazos. Que les bajen el libro de la repisa que ya no tienen la altura para alcanzar. Pero, por sobre todo, piden que los escuchen, ruegan recordar. Decoran sus discursos como más pueden por el terror que le tienen a aburrir. Don Rigoberto es fanático de la historia de Chile, que narra desde el revestimiento rosa que esconde el archivo: ¿Te he contado de los dos marineros de la Batalla Naval de Iquique? Figura que en la Guerra del Pacífico los pillaron en pleno amancebamiento. Desnudos en la Esmeralda, ¡anda a saber! Los condenó a latigazos, nadie más ni nadie menos, que el mismísimo Arturo Prat Chacón. ¿Y te he contado de los mapuches? ¿Sabías que antes de los españoles, antes de dios, antes de ponerle nombre al crimen nefando, las machis eran hechiceros hembras? ¡Quién lo diría! Curanderas penetradas que podían penetrar. En otra esquina, don Eladio, poeta de parva pensión, arrinconado en el olvido, rememora sus andanzas con una picardía añeja. Recrea sus aventuras de galán y la memoria despierta en su cuerpo los retazos de una coquetería que aún trazan sus gestos. Endereza la joroba y sonríe sin dientes. Cuando se percata, se ruboriza y suprime la sonrisa apretando los labios o la cubre con sus dedos tiritones: ¿Te he contado de Bahía Pelícanos en Horcón? Íbamos todos los veranos y algunos inviernos también. Pactábamos con las hábiles mujeres de los pescadores. Nos entregaban a sus hombres cubiertos de arena para recibirlos enredados en cochayuyos. Esparcidos sobre la playa, entre todos, brillábamos contra la luna como nudos de caracolas esperando el alba. Los ojos de don Eladio se pierden y alza las manos, como si todavía le estuviese limpiando la arena a su pescador del horizonte, descascarando la nostalgia en costras de sal y la bruma del mar.
Don Mauro vive en un cuarto diminuto. Se acuesta en su cama y se arrebuja en tres chales pesados y apolillados. Toma una fotografía de su velador donde se ven dos jóvenes, tomada en el instante en que estallan en una carcajada. No le habla a Baltazar, le habla a la imagen. Se dirige a ella y a ese hombre de risa salvaje con la cara desdibujada por su huella dactilar. Hola, mi amor. Ya volví a casa. Hoy vino la señora Lucía a dejarme un caldo, está más delgada. ¿Te acuerdas cuando entró y tropezó con el gato? Cómo te burlaste, Fernando, qué maldá. Y don Mauro sonríe y tose. Le cuenta de su día casi vacío, siempre en su cuarto del que apenas sale, inventándole partes para divertir al hombre inmóvil de la fotografía: Olvidé comprar la mecha para la cocina, pero mañana sí que sí voy, te hubieses muerto de la risa hoy en la feria, había un perro despeinado y pelucón igualito a ese que llevábamos al sur, ¿te acuerdas cómo se llamaba? Don Mauro se compra en Baltazar un testigo. Alguien, quien sea, que lo escuche y presencie la intimidad que, con el amante en vida, nunca pudieron revelar. Se despide siempre de la misma forma. Buenas noches, Fer, hoy tengo invitados y te tengo que dejar, espérame un rato más allá. Un día don Mauro le contó a Baltazar que después de décadas juntos, cuando Fernando murió, nadie entendía en el funeral por qué el viejo sólo sentado al fondo lloraba tanto. Me lo quitaron de mis brazos y lo llevaron a una tumba familiar, un cementerio demasiado caro para enterrarme cerca de él. A veces los abuelos se quedan dormidos a medio camino de sus historias. Otras, Baltazar se quita la ropa y se entrega a la rugosidad de sus yemas, a la lascivia arrugada de sus miradas y a esas bocas tísicas en cuentos de amor. Lo tocan para recordar y alimentar al tiempo del cuero joven de Baltazar. Encarnan en él un pasado mordisqueado por encías que palabrea la soledad de sus mandíbulas y la ternura de sus huesos que amenazan en desaparecer junto a ellos y sus cuentos para hacerse polvo en el olvido.
El diablo tiene una pena
¿Y si me compongo de días y
te tejo en horas y me arde el siglo
y te tiempo las aves y todas las aves?
Entonces, no me cantes,
no me mires, no me digas,
cuando yo viento
la verdad
Aúllame pájaros azufrados
y desde el vértice de tus abismos,
un graznido de abismos
y un graznido de abismos
y un graznido de abismos,
pero ya está
Es que yo no soy hombre,
soy el vientre pirómano de la loica
y la condena que nace golondrina
impelo al alba a gritar queltehue
y de tristes peucos
fecundo tu día
es que yo no soy hombre,
lloro-lloro
lloro-lloro
vientro loicas, tristo peucos,
atrapo pájaros,
al alzar
Ven, pactemos ruina, pan y desvarío
grítame queltehues, péname golondrinas
y que una lluvia de cesaciones,
empape nuestros nidos
aquí estoy, ven,
acércate, atento, te advierto
que aquí la palabra humedece,
ahúma la voz que se hunde,
y, sin embargo,
vamos a trinar
Y vienes volando por ramas sin rumbo,
una bandada de imprecisiones, un apátrida foliar:
te veo desdentado, implume y alicaído,
te veo, pájaro miope,
extraviaste tu cielo, una vez más
Por eso digo, que no amaine el viento,
que cundan las horas y las olas,
desandemos tus himnos y todos los himnos
para así escuchar al lago
hablar de puelches con el mar
Y mientras tú adoquinas de prolepsis tus antaños
y mientras tú aras las aves y las alas
y se destiñen de pretérito en penumbra
los pistilos, los pétalos y el polen
yo me enredo noche por tu sábana
y te pájaro el día de contradicciones
Es que yo no soy hombre,
amo al llanto, al vértigo y al azar
Viérteme que vientre loicas
trísteme que triste peuco
lloro-lloro
lloro-lloro
Hómbrame que te hombro,
llórame que te lloro
Alfredo Andonie Kraushaar nació y creció en Santiago de Chile. Estudió economía y filosofía en la Universidad de Columbia. Saltó por mucho tiempo de una a la otra. En la mitad de un doctorado en economía comenzó a escribir una novela. Nunca terminó el doctorado ni la novela. Actualmente está escribiendo una que sí pretende terminar. Descubrió que también le gusta escribir poesía y dramaturgia. Le gusta fumar y tomar café por las mañanas. A veces se le pasa la mano con el café. Por las noches come pasta casi siempre. A veces también se le pasa la mano con la pasta. Sorprendentemente, no le cuesta quedarse dormido.