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07 · 2025

Dorado, Laura Duarte

María del Carmen, Daniela Arbeláez Suárez

Ilustración: Daniela Arbeláez Suárez

 

Al comienzo yo no lo tocaba porque creía que el rosa de mi piel y el dorado de su pelaje se llevaban mal. Cuando G y yo estábamos en una habitación él corría, movía las caderas de lado a lado en su desplazamiento, se chocaba contra los muebles, las piernas, las esquinas y las puertas. G era un perro que brillaba en el movimiento, arrastraba sus patas con cabello indomable (crecido hasta debajo de las almohadillas de sus huellas) y se resbalaba en la madera, rozaba con el hocico el suelo y se volvía a levantar fingiendo que no había estado cerca de un contacto doloroso, fingiendo que no se había sumergido peligrosamente en las tablas cafés. Él, una mancha amarilla con lengua rosa, así era que conocía el mundo, olfato y gusto por delante. Viéndolo arrastrar ese músculo gigante y baboso por los cuartos que habitabamos entendí que en realidad no eran nuestros dos colores los que se llevaban mal, mis tonos chocaban con los suyos más por un tema de textura que de pigmento: él fue un ser húmedo y yo siempre he sido falta de agua. Al comienzo, cuando G corría a mi alrededor yo me trepaba en los muebles y recogía mis pantorrillas porque me imaginaba su lengua contra mi dermis haciendo contacto y veía la piel de mis piernas llenarse de ronchas rojizas que me rascarían por horas y horas. Sentía mis uñas sobre ellas, adelante y atrás, sobando y rompiendo y sacando el agua que mi cuerpo produciría solo por la necesidad de igualar la humedad de la lengua de G sobre mi piel. Agua que solo crearía para mostrarle que yo era como él, que aunque no lo pareciera yo podía, así fuera temporalmente, volverme un ser mojado. Me imaginaba, también, que el germen de las ronchas se extendían a todas mis extremidades, que se escondía en el revés de mis uñas largas y se pegaba, inevitablemente, a mis brazos. Imaginaba cómo mis palmas, subiendo y bajando en caricias, llenaban de partículas mi dermis y cómo esta se inflamaba, se redondeaba, se enrojecía y pedía transformarse. Ya con la piel de mis piernas y mis brazos en congestión, pasaba a imaginar que se me escurrían las gafas y que, al rozarme la cara con la mano, mis cachetes reaccionaban como si los hubiera refregado contra el pelaje de G. Que mis mejillas actuaban igual a como lo habrían hecho si yo hubiera alzado, besado y acariciado al perro con el rostro.

          G era enfermo y curioso, ambas cosas iban de la mano. De su hábito de contonear las caderas y explorar con la trompa abajo y el rabo arriba se desacomodó los huesos de la espalda baja y desarrolló una cojera. Cuando lo sacábamos a pasear, G saltaba. Cada paso le recordaba algo importante, en cada uno recibía una idea, asemejaba a un conejo que se aburre de caminar plano y decide hacerlo entusiasmado en impulsos que lo separan del suelo y de la cotidianidad de los pasos comunes. La curiosidad de G, y mi desconocimiento de los comportamientos perrunos, me llevó varias veces a acompañarlo al veterinario. Una vez acostada en la cama comiéndome un chocolate, olvidé su nariz prodigiosa. Pensé que él, igual que yo, si no veía pruebas concretas de la existencia de algo no la asumiría. Entonces, me levanté y escondí la barra medio abierta debajo de una almohada como para no dejarle tentaciones, pero él, húmedo, olfativo y gustoso, siguió su nariz y yo, seca, ciega e ilógica, lo acompañé por horas y horas esa noche en el médico.

          La primera vez que me decidí a tocar a G tenía un shot de aguardiente encima. Mi imaginación asustadiza quedó atrofiada y no me resistí al tono de su pelaje. Lo atravesé. Mi mano pasó de la punta mojada de su nariz hasta el final de su rabo cortado que se movía, como sus caderas, de lado a lado por la felicidad del contacto. Tocarlo me dejó en el dorso de la mano una roncha roja que emergió sin réplicas. Me sentí casi decepcionada, pero era una fiesta y me dieron otro shot y de repente pasó el tiempo y la fiesta se había acabado y yo ya me iba a dormir y la roncha había desaparecido. Al conocer el controlado rojo ronchoso que me daba G perdí el miedo y cedí muchas veces más a los encantos de su dorado pelaje. Me di cuenta que otra consecuencia de su curiosidad, de la velocidad de su movimiento y su amistad con el suelo, era que debajo de su color, que tanto me atraía, él cargaba con una capa de polvo y tierra que me manchaba las manos de mugre negra. G se sabía sucio y con sus ojos y sus patas me pedía que le arrebatara, caricia a caricia, la suciedad para que quedara esponjoso como cuando lo traían del spa recién lavado. Me conocía y quería un baño seco que solo alguien como yo podía proporcionarle porque él, su lengua y su contoneo, conocían la naturaleza de mi piel.

          G, como todos los animales con quienes me cruzo, fue receptor de mis preguntas absurdas. Lo cuestionaba a diario sobre la política del país y del mundo, sobre su opinión acerca del estado del medio ambiente, sobre su preferencia entre el pollo asado y el frito y la variedad de tonos de verde que existían en el parque donde solíamos pasearlo. Hubo, sin embargo, cuestionamientos de los que G fue receptor único. Él vivía en una casa ajena a mí, tenía acceso completo a información que yo recibía de manera parcial. G era el testigo sin filtros de la vida de alguien a quien yo amaba. Por eso, a veces, sentados en el suelo mientras le consentía la cabeza y le despeinaba el cabello largo de su coronilla y sus patas, que se le arrastraba sobre los ojos y por el suelo, le preguntaba por qué y si algún día sería diferente. G y yo teníamos largas charlas en las que sus respuestas consistían en dormirse, girarse, traerme un juguete o levantarse e irse. Yo aprendí a leer sus códigos, sabía, por ejemplo, que si me dejaba sola con mis cuestionamientos ya era hora de dejar de darle vueltas al tema. G se iba y yo entendía que tenía, a mi manera, que hacer lo mismo. Me levantaba de nuestro sitio de encuentro predilecto, me lavaba las manos y me limpiaba la cara. Nunca sentí verguenza de consultar a G, aunque lo sabía un perro comunicativo no lo consideraba capaz de replicarle mis preguntas a su dueño, al menos no de manera exacta, no lo veía plasmando en sus movimientos de cadera, saltos, ladridos y golpes de su pata izquierda mis lloriqueos, gritos ahogados y nauseas, esas que me impedían comer por horas. G me guardaba los secretos, me permitía verbalizarle a él mis dolores y me iluminaba el camino para dejarlos ir desde nuestro pacto de confidencia, resultado de mi convencimiento en su incapacidad de conversar con ese otro tan importante para mi y para el perro. Mi acto de soltar después de hablar con el animal tenía dos formas: o reempaquetaba mis miedos en palabras nuevas, más aptas para los oídos del dueño de G, o los absorbía en silencios de conformidad como una realidad inalterable.

          G no fue el primer perro de mi vida, antes estuvieron E y A; sin embargo, lo considero mi primer perro. Recuerdo a mi mamá contándome de su primer perro, Q. Cuando ella era niña Q acompañaba a mi abuela a tomar a diario el bus para su trabajo. En la mañana, mi mamá los veía caminar juntos hasta el paradero mientras esperaba en el marco de la puerta que el animal volviera para poder cerrarla con llave. En la tarde, Q pedía salir e iba a recoger a mi abuela. Un día, al dejarla dentro del bus, el conductor no esperó el suficiente tiempo para que Q cruzara la calle y regresara a la casa antes de arrancar. Se supone que el perro y el bus tenían ritmos sincronizados, que respondían el uno al otro. Bajo esa lógica Q hizo su movimiento, pero el conductor le respondió fuera de tiempo. Mi mamá me hablaba de la buena memoria de Q y de su color amarilloso (como el de G, pero menos vibrante, lo sé aunque nunca lo conocí). A Q lo enterraron en el patio de la casa. Hubo ceremonia funebre. El desfase del conductor aun vive en mi mente, me hizo tener cuidado extra en mis contactos con G, nosotros dos también compartíamos ritmos y yo me cuidaba de no estrellarlo con mis acciones. Era gracias a G que me abrían la puerta sin mayor aviso porque él entendía que no me gustan los timbres y me hacía la cortesía de avisar siempre mi presencia. La avisó desde el día que nos conocimos, cuando me decidía entre si golpear, escribir, timbrar y aguantar el ruido o irme y fingir que nunca estuve esperando en el pasillo. Esa vez él me delató, se volvió costumbre. Él me sentía en el ascensor desde que estaba pidiéndolo en la portería y me olía desde el piso previo al suyo cuando me decidía a trepar las escaleras, cada vez que me abrieron esa puerta G me saludó en dos patas con la lengua afuera, húmedo y dispuesto a besar, saltando hacia mi cadera retraída, seca, que, hasta la vez del aguardiente, lo rechazó.

          Cuando G murió no sentí nada. Escuché y miré la noticia con distancia, como un hecho que siempre había sido verdad, como si nunca hubiera estado vivo, como si jamás me hubiera peleado con él por un juguete baboseado ni le hubiera contado mis secretos. En mis oídos era una verdad absoluta ya presente hacía tiempo. El bloqueo emocional duró un día completo, pero luego recordé su mirada cuando volteaba la cabeza para observarme, sus ojos cubiertos de pelo, sus patas con fragmentos de ramas del parque, sus orines en el piso de la casa, el color de las bolsas de su popó, la pesa usada para medir su comida, las reuniones de trabajo en las que no me dejaba sola y requería mis manos en su pelaje sucio, las ronchas sobre mi piel, las veces que dormimos juntos en la cama, las horas en el veterinario, su peso sobre mis piernas, la rasquiña en mis ojos por la alergia temida (pero mínima) que a veces se extendía más de lo normal, las lágrimas que derramé no en su nombre (pero sí en su presencia), la costumbre que tenía de golpear el piso con la pata izquierda luego de sentarse y lo dorado de su pelaje (incluso en las secciones blancas donde la edad lo había alcanzado), su dorado en medio del parque de noche o en el pasillo durante mis caminatas de madrugada al baño o saliendo de la ducha en toalla. Sentada en un tren en movimiento recordé y me di cuenta que G no se comparaba con E y A, animales que adopté de niña y se perdieron en la finca de mi abuela, desaparecidos en una salida de exploración del campo o engullidos por una serpiente que mi familia no vió venir. No se comparaba a ellos en la calidad de sus ojos, ni en la emoción de mis regaños por sus malos comportamientos. Las formas de esos perros eran lejanas a mí a pesar de ser animales que en su tarjeta de presentación llevaban inscrito mi nombre y no el de otro. Las travesuras de G eran mucho más serias, sus juguetes más pesados, sus sonidos más presentes en mi corazón. Recordé y deseé que G, y no E, hubiera sido el perro que me dieron a los seis, encaletado en el busto de la mujer embarazada que me lo entregó. Me hubiera gustado recibir a ese G cachorro y haberlo envuelto en mis brazos, haber sido más grande que él, más sabia, más confiable, más, por una sola vez, húmeda. Pensé que me hubiera gustado que hubiera sido G y no A quien mordisqueó, cuando yo tenía nueve años, las luces nuevas del árbol de navidad. Creo que habría recogido los cartones de la caja en que venían con la misma serenidad con que lo hice entonces, pero que habría volteado a verlo y que él, como demandando explicación por mis acciones contra su juguete nuevo, habría puesto la pata firme en el piso y se habría quejado. Sentada recuerdo y pienso e imagino cómo habría sido mi vida si G hubiera estado ahí y si estuviera acá conmigo en medio del frío de esta ciudad prestándome su dorado y dándome calor con su luz siempre presente. La última vez que vi a G le consentí la nariz, le dije que lo iba a extrañar y le pedí que se mejorara. Me le acerqué a la cara mucho, demasiado, pudo pegarme un lenguetazo, uno de esos que siempre había temido, justo por todo el cachete dejándome una alergia que no se me iba a quitar por horas, pero ese día, aunque veía en sus ojos que no sabía que era una despedida, guardó la lengua despreocupado de los temas de humedad que siempre bordearon nuestra relación y dejó que recorriera con mi índice y corazón el puente de su hocico desde el pentágono aplastado, negro y mojado por el que respiraba hasta sus cejas largas de anciano que le cubrían los ojos, esos que, en los años que lo conocí, nunca envejecieron.

Texto editado por Paola Buitrago.


Laura Duarte

Laura Duarte (Bogotá, 2000). Le encanta contar historias y la crítica literaria. Trabajó como promotora de lectura para la Universidad de Los Andes de donde es egresada Cum Laude en Literatura con formación complementaria en Artes Plásticas y Escénicas. Exploró por años el ámbito teatral como actriz, traductora, asistente de dirección y tallerista con figuras como Pedro Salazar, Alain Maratrat, Juan Luna, y Jorge Hugo Marín. Inició su labor como escritora desde muy pequeña, pero empezó a perfeccionarla en talleres con autoras colombianas como Pilar Quintana y Andrea Salgado. En su quehacer creativo explora la figura de la mujer desde el horror y la animalidad.

 

Filed Under: Ficción, Narrativa Tagged With: Colombia, Cuento, Escritura Creativa en Español, ficcion, Laura Duarte, MFA, narrativa, New York University, NYU, prosa, Revista Temporales, Temporales

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