A Diego Falconí Trávez (Quito, 1979) no le gusta la monogamia, al menos en el sentido académico. Cree en que más de una vocación pueden abrirse paso en la vida y ser ríos caudalosos que, en algún punto, se encuentran. Así ha sido para él, entre otras alegrías pantanosas, el derecho y la literatura, a las que siempre ha visto como sistemas de representación que hay que poner en crisis. Quizá por eso piensa que la escritura más intensa del siglo XX la hizo un abogado: Franz Kafka. A otro jurista escritor, el ecuatoriano Pablo Palacio, le dedicó largas páginas de su tesis doctoral, De las cenizas al texto. Literaturas andinas de las disidencias sexuales en el siglo XX, que fue galardonada con el Premio Casa de las Américas 2016, categoría ensayo. Además de escritor, ha sido profesor universitario en Ecuador y Cataluña, donde vive desde hace 17 años.
Desde la teoría y sus investigaciones: ¿Se podría hablar de una literatura queer? ¿Cuales serían sus características?
Sí, existe una literatura queer. Se caracteriza por ser muy carnal, por ser cabreada e irónica, por incorporar diversos archivos en sus textos, por desmontar el binario hombre/mujer en el uso del léxico, la narración y los personajes, por buscar audiencias no heterocentradas, por articular construcciones autoriales menos convencionales y no focalizadas en la sexualidades cis, por sexualizar lúdicamente el espacio-tiempo.
También existe una literatura cuir o cuy-r. Que además de las características que te comento, y al ser propuesta desde el Sur, busca que cuestiones anticoloniales se implementen en los textos. Esta segunda es la que personalmente más me interesa.
Justamente, en su libro De las cenizas al texto indaga en las transgresiones identitarias gays, lesbianas y queer en el ordenamiento literario andino contemporáneo. Luego de analizar a Pablo Palacio, Julieta Paredes y Fernando Vallejo, ¿cómo ve esas transgresiones en la literatura posterior, la que se escribe hoy?
Me parece que hay ciertas matrices estructurales que se mantienen en el tiempo en la zona andina, tales como la tensión entre lo oral y lo escrito, entre lo occidental y lo nativo, entre lo popular y lo letrado. Creo que esas tensiones, propias del territorio andino, sirven para analizar el ayer, el hoy, el mañana… una heteromaricageneidad, una heterotortillerageneidad, una heteroarrozconchanchogeneidad… todas contradictorias, que articulan formas de resistencia complejas y de difícil homogeneización.
En el uso de crónicas coloniales insertadas en el videoarte marica de Carlos Motta; en literaturas como las de Mónica Ojeda, Luis Borja o Esteban Mayorga, que usan elementos de disidencia sexual para hablar de formas tradicionales de la sexualidad; en las performances o en las letras de canciones de grupos activistas como Pacha Queer; o en la elaboración de fanzines de la residencia artística Con Registro Queer, veo ese deseo de transgredir las sexualidades tradicionales de los Andes pero con las limitaciones propias de la región, en la que no existe una cultura sino varias culturas colisionando una con la otra. Por ello, la literatura andina es siempre tan rica como desarticulada, porque la propia noción de literatura está puesta en entredicho al considerar otros signos que la circundan. Hay pues un constante sabotaje por otros sistemas de conocimiento, nativo, afro, que desestabilizan la seguridad que teóricamente otorga la escritura literaria occidental.
En todo caso, creo que estos serán años muy jugosos para las letras sexodisidentes andinas que en sus múltiples contradicciones encontrarán sentidos muy interesantes para transgredir la literatura y sus señas heteropatriarcales.
Pablo Palacio se ha convertido casi en escritor de culto para los lectores de la literatura ecuatoriana, pero su mirada sobre él todavía no está muy difundida. ¿Cuál es la vigencia de Palacio, como ícono del canon ecuatoriano, en las reflexiones en torno a lo queer?
Debo comentar que el canon literario crea un repertorio de textos, garantiza la “buena” escritura y la “buena” lectura a través de textos clásicos y es fuente pedagógica para enseñar valores sociales. Respecto a esta última característica, la de ser una herramienta de enseñanza, tengo muchos problemas con Palacio.
Raúl Serrano, un colega ecuatoriano, que es uno de los críticos especialistas de Palacio, comentaba en la primera antología literaria LGBTI hecha en el país, que el cuento “Un hombre muerto a puntapiés” era la piedra angular del canon de la diversidad sexual en el Ecuador. El relato en cuestión basa su trama en la muerte violenta del joven sujeto homosexual, que no se resiste, mientras el narrador, presumiblemente heterosexual, realiza el relato con cierto extasiamiento. Aunque pueden encontrarse transgresiones e incluso sutiles críticas a la homofobia en dicho texto de Palacio, hay que preguntarse si es factible que la base del canon LGBTI sea un cuento que explicita lo que hoy llamaríamos un asesinato de odio cimentado en la homofobia, además sin oponer resistencia. Creo que Palacio sin duda es parte del canon ecuatoriano y del mini canon de las disidencias sexuales. No obstante, no creo que deba ubicarse como “piedra angular”, siguiendo el afán pedagógico que debe tener el canon. Debe ser un recuerdo de la homofobia profunda que ha tenido la literatura nacional y regional pero no servir para pensar la producción vital de las culturas sexodiversas y sexodisidentes.
Se percibe que los estudios queer, al menos en gran parte de la academia, sobre todo anglosajona, se han vuelto el paraguas que cubre a los estudios literarios y culturales. ¿Por qué se ha dado este fenómeno? ¿Hacia donde va?
Una de las cuestiones claves de pensar lo queer es entender que problematiza a todas las prácticas y formas de articulación de la sexualidad. A diferencia de los feminismos o los estudios gays y lésbicos, que se preocupaban de la sexualidad de mujeres o de gays y lesbianas, lo queer, al no ser una construcción identitaria, atiende a todas las sexualidades, las desidentifica pensando en las posibilidades del cuerpo, lo cual permite una aplicación más amplia. Adicionalmente, las estéticas lúdicas y enfadadas que han emanado del pensamiento y las prácticas queer han sido muy inspiradoras, sobre todo en el norte.
Ahora bien, los estudios queer han sido problemáticos porque en esa pretensión de analizar la sexualidad de modo amplio y desencializador se ha caído en una cosa que algunxs de sus teóricxs, como Judith Butler o Katie King, pronosticaron: que se tendió a la universalización de las sexualidades, lo cual era justamente lo que la teoría queer no quería hacer. Hoy en día pareciera que si eres un hombre cis que hace transformismo, con una canción de RuPaul de fondo, estando en cualquier parte del mundo, “eres queer”.
La teórica Marcia Ochoa proponía que ante esa lógica de la globalización queer es mejor atender a la lógica de la loca-lización. Por ejemplo, si decimos queer en Ecuador o Bolivia no se va a entender lo mismo que si lo decimos en Inglaterra o Estados Unidos. Lo queer en los Andes no fue insulto referido, por igual, a personas maricas, tortilleras o medio-medio; tampoco estuvo ligado al movimiento de respuesta a la crisis del sida; y no se relaciona con sujetos con fluidez corporal e identitaria. Por eso, para combatir ese origen anglosajón que pareciera que universaliza lo queer es importante traducir lo queer. Y cuando digo traducir no me refiero a buscar una palabra que ayude a que se aplique lo queer del Norte en el Sur, pues esta sería una práctica colonial que no ayudaría a emancipar a ciertos cuerpos. Me refiero más bien entender qué palabras, qué gestos, qué prácticas propias del Sur podrían dialogar y encajar de alguna forma con lo queer del Norte sin esa relación vertical que las traducciones coloniales nominativas acarrean. Creo que ese es el devenir actual más prometedor de los estudios queer: el entender la contigencia queer para resaltar otras formas de articulación de las sexualidades, en medio del desigual sistema geopolítico que tenemos. Pienso en autorías latinoamericanas como la de Carlos Velázquez, Ena Lucía Portela, Alexánder Obando, que en sus relatos han loca-lizado lo queer sin necesidad de traducir formas sexuales del Norte, sino buscando un registro propio en sus culturas.
La literatura ecuatoriana, y un momento específico de la continental, estuvo caracterizada por la denuncia y el compromiso político. ¿Han vuelto esas nociones?
Me parece que distintas formas de compromiso han estado presentes a lo largo de la construcción regional, sea latinoamericana o abyayalista. Me parece que ese compromiso ha ido mutando, dependiendo de cuestiones como las posibilidades de resistencia a los discursos ideológicos, el impacto global de las luchas, las coyunturas nacionales y regionales.
Hoy los feminismos, el ecologismo, las luchas LGBTI por ejemplo hacen más legible esa resistencia. Eso no implica que estas luchas, con otros nombres, hayan existido en la región antes, solo que hoy es más sencillo entenderlas y legitimarlas por las nomenclaturas globales que se han socializado más en los contextos nacional y regional. La literatura ecuatoriana actual recoge algunos de esos postulados. Pienso en ciertas improntas feministas en textos de Gabriela Alemán, por ejemplo, que no sé si se denomina a sí misma como una escritora feminista, pero que de todas maneras tiene preocupaciones y estéticas que hoy podrían ser consideradas como parte de un compromiso feminista.
Pregunté lo anterior porque percibo que hay preocupación al respecto. El crítico colombiano Carlos Granés observa que ha comenzado una época en la que las reivindicaciones políticas sirven para promocionar y vender arte, en un contexto de extremismo político. Te pregunto: ¿En la producción de literatura, cómo diferenciar el uso del arte con fines políticos y el asumir una práctica política del arte?
Considero que la política en el arte y su difusión no puede pensarse como una cuestión novedosa, más aún en el contexto latinoamericano, que es del que me interesa hablar. El Boom, por ejemplo, fue muy aleccionador en su momento. Las ideas revolucionarias en torno al hombre nuevo de la revolución cubana y su posibilidad anticolonial ayudaron a vender muchos libros y a posicionar autorías latinoamericanas como nunca antes. ¿Hubo cierto utilitarismo político en la literatura? Sí. ¿Hubo, a la par, grandes obras literarias con fuertes compromisos políticos? También. Esto permite comprender la fina línea entre el arte como fin político y la práctica política del arte. Por ende sus diferencias que no son tan sencillas de determinar. En todo caso, creo que el proceso político autorial sí que permite entender prácticas políticas más ricas, más coherentes, más radicales.
Con esto quiero decir que cuestiones como quién escribe, qué escribe, cómo escribe, dónde publica, con quién dialoga, qué coherencia articula en el acto de escribir son cruciales para medir una práctica política del arte. Pensando en esto, hay autoras que han construido discursos muy vinculados a prácticas y procesos feministas. Gioconda Belli, Diamela Eltit o Yolanda Arroyo, por ejemplo. Sus prácticas políticas se pueden rastrear en sus obras y en sus procesos de escritura y publicación. Por otro lado, hay otras autoras que hoy construyen figuras autoriales feministas inciendiarias, que twitean a favor del aborto, que dan entrevistas sobre la libertad de la mujer, que incluso son “buleadas” por parte de sus seguidores por estos posicionamientos críticos, pero que en el pasado, por ejemplo, escribían artículos en revistas “de mujeres” y publicaciones destinadas a perpeturar la imagen burgesa del ángel del hogar. Los procesos de escritura y publicación en sus casos hacen dudar sobre la unicidad y coherencia de su práctica política feminista. Y además de ellas, hay otro tipo de escritoras, todavía más complejas, y que tienen procesos políticos menos coherentes como Luisa Valenzuela, que ha afirmado considerarse feminista pero fuera de la literatura, a pesar de que algunos de sus textos pueden ser leídos como feministas.
En suma, aunque ciertas obras son valiosas para el desmontaje del sistema heteropatriarcal, y por tanto son profundamente políticas, los procesos autoriales marcan en mucha medida el compromiso que conlleva una práctica política del arte. Con esto quiero decir que para hacer la diferenciación que comentas no podemos eliminar, tal como sugería Roland Barthes, a la subjetividad autorial porque esta nos permite leer la intensidad política en el fenómeno comunicativo literario. En lo personal, yo valoro los textos que dan cuenta de procesos de escritura y publicación política porque creo que traen resultados honestos y que permiten pensar en formas más novedosas, e incluso más justas, de habitar el espacio literario; aunque también disfruto del texto literario que siendo político puede sobrevivir sin la intencionalidad y el proceso autorial.
Al igual que con el Boom, lo que hay que celebrar es que todas estas obras y autorías, con diferentes intensidades y maneras, ayuden a cuestionar el patriarcado, tan enraizado en la literatura.
También está la delagada línea entre arte y propaganda, que por ejemplo en un momento de la Revolución Cubana pretendió que sus escritores produzcan una literatura con discurso único (revolucionaria o arma de la revolución, decían), en la que se reprimieron otras voces, como la de los escritores homsexuales. ¿Más allá del ejemplo, no sería la exclusión de otros discursos el riesgo de una literatura militante?
Como mencionaba Claudia Gilman creo que es crucial atender a la figura del intelectual en América Latina, que se diferencia de un/a artista porque además de articular un texto literario, quiere construir un discurso de responsabilidad social a través sus trabajos. Me parece que la escritura militante y comprometida devenida de ese compromiso intelectual es muy importante, sobre todo para incendiar algunos paradigmas tradicionales, incluso si se vuelve excluyente; pero también es importante la literatura que, con mucha conciencia, sabotea al compromiso, que se ríe de esas fachadas rígidas que pareciera olvidan la precariedad de nuestras existencias. Incluso te diría que es importante que exista la literatura que ataca a la escritura comprometida, porque además de permitir entender las reacciones más conservadoras posibilita dudar sobre las propias verdades que construimos.
Creo que por ello en la literatura es fundamental defender la libertad de expresión: para que podamos articular argumentos ideológicos y contraideológicos, dentro de un fenómeno comunicativo tan complejo como es el literario.
En este sentido, opino que ciertos discursos militantes que no defienden el derecho de la libertad de expresión y que, por ejemplo, creen que es una cosa de liberales de la ultra derecha, deben repensar sus argumentos. Desde la disidencia sexual, por ejemplo, hay que atacar, excluir y reírse de ese monigote homofóbico, machista y poco lúdico que fue el hombre nuevo cubano (y latinoamericano). Aunque también te digo, hay que atacar, excluir y reírse de ese otro monigote homofóbico, machista y poco lúdico que es el sujeto libertario, que hemos visto durante décadas en América Latina. E incluso está bien que existan esos monigotes y que sigan apareciendo, pues implica que allí, en la coyuntura de ciertos temas que buscan denigrar a determinados seres humanos, es donde se tiene que escribir con más racionalidad, más entereza, más pasión.
Como abogado y escritor, quizá sea el indicado para responder esta pregunta: ¿Cuál es la pertinencia de los estudios comparativos e interdisciplinarios entre literatura y Derecho en el marco de los estudios queer? ¿Cómo mirar desde esos campos del saber la violencia contra el cuerpo queer?
Me parece que es fundamental dejar la monogamia. También la monogamia académica. Afortunadamente esos límpidos conceptos como comparatismo o interdisciplinariedad ayudan a ello. Pero a mí que me gustan las metáforas corporales, prefiero otras denominaciones como la poligamia académica o la promiscuidad de las disciplinas. Por ejemplo, a través del derecho y de la literatura que son compartimentos del saber a menudo tan puritanos que para que tengan más sentido hoy deben intercambiar fluidos.
Pensando en esto, hay que reflexionar sobre cómo el derecho y la literatura han sido cómplices de ciertas representaciones indignas para muchos cuerpos humanos. El derecho, usando la metáfora teatral, instauró que para actuar en el escenario teatral debíamos ser personas. De hecho, persona es literalmente la traducción que en latín hoy tendríamos como máscara, por lo que aquí opera un diálogo promiscuo, intertextual, entre la literatura y el derecho. El objetivo de que se comparta este lenguaje era ficcionalizar al cuerpo. Efectivamente, la máscara jurídica se añadía sobre el rostro para poder ser y estar en el derecho. Por tanto los derechos no le correspondían al cuerpo sino a la máscara que, eso sí, se otorgaba en función del cuerpo. Para el sistema legal las mujeres tenían media máscara, los niños tenían media máscara, los esclavos, y peor aún las esclavas, no tenían máscara. A esa historia legal le correspondió un correlato literario, en el que las representaciones artísticas de estos cuerpos fueron también grotescas, bastante indignas.