Siempre quise empezar un diario, pero solía pensar que para tenerlo, uno primero tenía que viajar o al menos moverse. Y no sé si será una cosa de clase media o algo latinoamericano, pero solía pensar que mi vida estaba condenada a la quietud, y que por lo tanto, no merecía tener uno.
Incluso cuando es mi primera vez fuera de Chile, Nueva York no me parece tan nueva. Recuerdo que cuando salí del aeropuerto, me detuve frente a la ciudad y esperé un buen rato por un arranque de histeria que nunca llegó. Debe ser el sueño pensé. Debe ser la incredulidad o la madurez que se instaló sin darme cuenta. Pero de los nervios ni rastro. Recuerdo, eso sí, haberme preguntado por otra ciudad: la antigua Nueva York.
En mi ciudad natal, Valparaíso, hay una marca de helados producidos en una pequeña fábrica perdida en las afueras. Los helados se llaman igual que donde vivo ahora: York. La diferencia está en que esas paletas de sabores frutales siempre me parecieron viejas porque sabía que habían nadido antes que yo. Y pese a los vanos intentos de sus diseñadores por renovar el envase, nunca existió un nuevo helado York. Siempre se vieron como algo antiguo, atascados en un universo de colores pálidos y letras muy redondas.
Pero me gusta que Nueva York se llame así: nueva. Pareciera que nos condena a mirarla desde la sorpresa volviéndonos extranjeros o adolescentes primerizos. No importa lo que hagamos, la ciudad es más grande y más antigua.
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La cosa más extraña de esta ciudad ha sido comprobar que las imágenes que conocía sólo por televisión, son reales. Entonces aquello que debería ser nuevo, de pronto, me resulta increíble por ser justamente lo contrario: familiar. Hago una lista: El autobús escolar, el camión de los helados, trabajadores del tránsito que ayudan a los niños a cruzar la calle, ardillas, un club de ciencia ficción, una bomba en Chelsea.
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Mi celular dejó de funcionar en el aeropuerto. Cuando se quedó sin energía no despertó más. Entonces descubrí, con sorpresa, que la consecuencia más terrorífica de ése fallecimiento no era la de no poder hablar con mi madre, sino la repentina desaparición de google maps, un vacío que multiplicaba con muchos ceros las posibilidades de perderme. Entonces, ante un final inevitable, tomé la decisión radical de no salirme del camino, de ir siempre en una misma dirección. La idea de perderme en Nueva York me reultaba temible, resulta que además soy un poco cobarde y mi inglés un tanto inválido.
¿Qué puede incluir una persona temerosa de perderse en un diario?
En realidad, no sé nada de diarios. Nunca tuve uno y mis intentos por espiar la agenda de mi hermana no fueron tan fuertes como para concretar ese pequeño acto delictual. Pese a ello, recuerdo que sus secretos estaban pobremente protegidos por la punta de una página doblada y pegada con un pequeño sticker. Ésa era su cerradura: un papel autoadeshivo. Parecía estar tentando al crimen o a la lectura. Cuando se trata de diarios, es un poco lo mismo.
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Antes de viajar, R me advirtió: Es imposible ser infeliz en Nueva York.
Cuando lo dijo me pregunté cómo alguien podía apostar por la felicidad, así tan fácil, y que más encima ocupara la palabra “imposible”. Así que en respuesta, hice una lista mental de todas las veces que, sin intentarlo, me había convertido en una excepción a reglas que utilizaban palabras como imposible, siempre o nunca.
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Una de las primeras cosas que averigüé con mi llegada a Estados Unidos fue la ubicación de clubes en los que pudiera tener sexo, algo que fuera bien del primer mundo y que no pudiera encontrar en Chile. Pero pareciera que ninguno de esos lugares existe ahora y que todos en esta ciudad emigraron a internet, dejando los bares y los cines vacíos. En esa línea, no queda mucho por conocer allá afuera. No hay lugar al que google maps pueda decirme como llegar.
Un hombre de unos cuarenta años me contó que luego de la crisis del sida, el departamento de salud y los alcaldes sucesivos de Nueva York cerraron progresivamente los espacios para el cruising y el sexo anónimo. El objetivo era limpiar la ciudad para personas como yo, personas que paradójicamente, sólo querían conocer lugares cómo esos. Lugares que probablemente, ya son vistos como viejos.
Existe una geografía secreta en las ciudades. Si tuviera un diario de Nueva York, probablemente trataría sobre descubrir y marcar lugares. No haría dibujos, pero pegaría post its con números telefónicos y envases de condones de marcas de las que nunca oí hablar. Dibujaría estrellitas destacando cada lugar en el que tiré con alguien y así me iría aprendiendo los barrios de memoria, sin la necesidad de un celular.
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Hace unos días terminé el libro de R, que también trata sobre los diarios. El libro cuenta sobre como el mismo R, también estudiando en Nueva York, descubre en la biblioteca de la universidad el diario de una pareja francesa. La cosa curiosa es que el R del libro, a pesar de estar en Nueva York, no parece tan feliz como el R que en el mundo real afirmó que sí lo era.
¿Son los diarios un lugar para ponerse triste?
Tengo dos libretas, pero completarlas se convirtió en una tarea tan difícil que a veces pierde el sentido. La roja, encuadernada por una buena amiga, tiene alrededor de cuarenta páginas escritas (mi letra es pequeña y apretada). La otra, la morada, está vacía. Se supone que la estoy guardando para ideas sobre posibles textos.
Cuando los escritores hablan del pánico de la hoja en blanco, yo pienso en el pánico de no completar un diario. El diario que encuentra R en el libro tampoco está completo, pero en un buen sentido. El no tener final le permite seguir con la narración. A mí, no tener un diario completo, me recuerda que nunca termino nada. Lógico.
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El diario es un texto solitario, eso lo sabe todo el mundo. Pero tengo la intuición que no es porque creamos que nadie lo va a leer, sino porque gracias a él y sólo gracias a él, dejamos de ser extranjeros. La escritura vuelve las ciudades familiares y a nosotros un poco menos primerizos. Nos vuelve más comprensibles. Nos ubica en el mapa.
Las cuarenta páginas que escribí en la libreta roja fueron para sentirme menos solo. Intuía en ese entonces que ésa era la única forma que tenía para descifrar el territorio al que llamo “yo mismo”. En lo profundo creía que sólo podía tomar decisiones si escribía el dilema en ése pequeño cuaderno.
A la salida de un bar, un grupo de mujeres –emocionadas por el alcohol y la revelación de ser sudamericano- me preguntaron qué me parecía Nueva York. No alcancé a terminar mi respuesta cuando una de ellas la completó, o más bien, la inventó por mí: Cuando estoy triste, recuerdo que Nueva York está ahí afuera. Y me lo dijo como si quisiera enseñarme algo.
Yo, cuando estoy triste, recuerdo que mi libreta está allí dentro.