Por: Pedro Ghergo
A partir de cierto momento la vida se vuelve fragmentaria, pierde unidad. La vida se resquebraja y se convierte en montones de pedazos y me veo saltando de uno a otro para no hundirme en el abismo. Vivir en medio de este tembladeral exige un valor inusitado; ya nada es como fue.
Iba a encontrarme con mi padre.
Era uno de nuestros dos o tres encuentros anuales. El viejo pasaba cada vez por Buenos Aires para seguir luego hacia sus dos hogares, uno en el sur de la Argentina, y otro al norte del continente, en Canadá. Tal vez no sea apropiado usar el término “hogar” en ninguno de los dos casos. En cualquiera de los lados mi viejo se encontraría una vez más consigo mismo, sin nadie que lo reciba, con excepción de sus plantas (en el sur tiene una pequeña huerta con distintos tipos de lechugas, probablemente tomates, aunque la vez que fui no los vi). No hay “mujer” ni al norte ni al sur, ya no, no hay perro ni gato… Hay las montañas de las altas latitudes, cuando el mundo pronuncia su comba anunciando los polos. “Las montañas dementes”, como dijo el poeta.
Así que iba yo a encontrarme con mi padre en mi estado habitual de nerviosismo cada vez que esto ocurría. Sabía que ese nerviosismo era compartido con él y muy probablemente fuese el mismo: un estado más o menos alterado que hace escapar algún insulto por tener que ir, por no poder evitar el encuentro; un desánimo ante tamaña tensión. Afortunadamente esto se disipaba en el momento del encuentro. No quiere decir que uno se sintiera cómodo ni que quedaran descartadas las fricciones, pero aun así, la resistencia al encuentro desaparecía.
Yo estaba yendo, entonces, y estaba muy justo con el horario. No era tarde todavía, pero no debía retrasarme. Mi andar se tornó rápido y ansioso. Nos encontrábamos siempre en dos puntos específicos. Esta vez correspondía al punto que más me gustaba: el de la estación de trenes. Alrededor de su perímetro había una plaza que estaba rodeada por bares, confiterías, pizzerías, pubs, heladerías y esas librerías selectas propias de los barrios adinerados.
Había decidido pasar antes por la puerta de la pensión donde vive Illich. No sabía con certeza si mi camino, desde donde bajaba del colectivo hasta donde me encontraría con mi viejo, pasaba por la puerta de la pensión. Probablemente debiera hacer algún rodeo (y estaba dispuesto a hacerlo). Había estado una única vez en la habitación de Illich, pero el recuerdo era muy lejano y revestía visos de ensoñación e irrealidad, al punto que hubiera dudado si alguien afirmaba que yo jamás había conocido la habitación de mi amigo. Por lo demás, ¿reconocería la fachada de la casa? ¿pasaría de largo sin darme cuenta? ¿caminaría por calles cercanas sin dar jamás con la calle en cuestión? El propio andar me dio la respuesta. No guardaba esperanza alguna de cruzarme con Illich; sabía de sobra que a esas horas él ya estaría yendo rumbo a su trabajo en el teatro. Además, de encontrarlo hubiera estado en un aprieto pues el tiempo apremiaba, mi padre probablemente ya estaría en el lugar de nuestra cita, y apenas hubiésemos cruzado saludos precipitados.
Los árboles y las fachadas parecían conjugarse en la tarde, y eso mismo ya era como la imagen de un sueño o una alucinación declarada… En todo caso, yo estaba saltando de pedazo en pedazo, intentando hacer equilibrio sobre ellos en esta etapa irreversible de la vida –de mi vida–, la de los témpanos de hielo de la fragmentación que nos arrastran hacia los polos desconocidos.
De pronto, un viejo nervioso apareció con una bolsa de pan recién comprada. Sabía que el papá de Illich vivía en la misma pensión pero en otra pieza. También sabía que tenían un diálogo acotado, seco, pendenciero. Siempre había sido así, hasta cuando vivía toda la familia junta. Yo fui testigo de esto. En el living, el retrato de Tolstoi –ídolo del viejo– apadrinaba a la familia. Lo había pintado Illich… Sin colores: negros, grises y blancos ensombrecidos; tal vez un celeste pálido asomando apenas en una de las mejillas o en el cuello. También a instancias del viejo, Illich leyó “El castillo”, de Kafka. Alguna vez contó cómo había sufrido la historia del agrimensor que jamás llega al castillo y que su padre blandía como estandarte de la genialidad y la sabiduría.
–¡Me hizo mal! –confesaba Illich, recordando la obligada lectura.
Mi viejo, a su vez, ya debe estar a puro insulto esperándome en la esquina, entre los libros en inglés de las vidrieras recién apagadas de la librería de nuestro encuentro.
El otro viejo pasa con la bolsa de pan y yo no sé, a fin de cuentas, si es el padre de Illich o no. Apuesto conmigo mismo que va entrar en la pensión. Lo sigo con la mirada desde la vereda de enfrente. Pienso en llamarlo y recordarle quién soy. Pienso en saludarlo. Efectivamente, se detiene ante la puerta del “Hotel Familiar” y entra. Está más pequeño, más flaco, con una energía nerviosa muy marcada que contrasta con el antiguo aplomo que yo recuerdo… Pero tal vez no es el padre de Illich; tal vez es uno de los tantos inquilinos… Podría ser.
Todos estos son mis juegos. Me quedo con la duda. Lamento no poder estrechar la mano del papá de Illich, no poder escuchar su voz de hoy de ochenta años, no poder conversar una o dos horas y hablar del retrato de Tolstoy colgado en aquel líving, y de “La guerra y la paz”, y de Kafka y su “Castillo”, que para mí también es un texto memorable aunque no lo haya terminado. Pero es que justamente estoy por encontrarme con mi viejo que ya debe haber llegado y no puedo retrasarme más. Lo veo dos veces por año y vamos siempre a los mismos lugares; ni siquiera conoce mi casa (vivo en un departamento de un ambiente, bastante grande).
El papá de Illich vive arriba, creo. Illich vive abajo, y hay días que ni se cruzan. Semanas, quizá.
Al final llego a la esquina.
Mi viejo no está. No llegó todavía. Me alivio: yo quería llegar antes. El retraso tampoco es tanto: 10 minutos a lo sumo. Así que me dispongo a esperar, mientras miro los libros en inglés de la lujosa librería a oscuras.