Enrique Aureng Silva
Ilustración: Camila Arango Echeverri
No voy a mentir. Solo hasta que fui aceptado, o, mejor dicho, solo hasta después de confirmar que vendría al MFA, fue que investigué sobre quienes daban clases en el programa. No conocía a ninguno de los profesores.
La foto de Sergio apareció en la web de NYU junto a su apellido, un apellido bastante peculiar. Me gusta la gente que tiene apellidos raros, o al menos raros para mí, como es el suyo. Chejfec. Sergio Chejfec. Seguro lo escribí mal la primera vez.
Busqué su nombre en google y llegué a enriquevilamatas.com. Resulta que Enrique, el catalán, era amigo, a lo mejor hasta cercano, o íntimo, quise pensar, del escritor que estaba por convertirse en mi profesor. El texto que leí entonces fue el prólogo a la edición en inglés de Mis dos mundos, y si lo traigo hoy, es porque ahí, Enrique elogia a Sergio mucho mejor de lo que yo podría hacerlo ahora. Dice así:
“Me acuerdo de Georges Simenon que dijo que no es en absoluto necesario que un novelista sea inteligente, sino todo lo contrario: cuanto menos inteligente sea, más posibilidades se abren para él de ser novelista. Sin duda llevaba toda la razón del mundo, porque yo he tratado a grandes novelistas a lo largo de mi vida y ninguno me ha parecido muy inteligente, sobre todo comparado con otras personas que he conocido, dedicadas a otras artes, negocios o ciencias. Claro está que hay excepciones a esta regla. El gran novelista argentino Sergio Chejfec es una de ellas. Aunque, si lo pienso, Chejfec es alguien inteligente a quien no le cuadra la palabra novelista, porque él más bien crea artefactos, narraciones, libros, pensamiento narrado antes que novelas.”
Para mí no podía haber mejor introducción. Leí Mis dos mundos, hice anotaciones, imaginé que en un momento no muy lejano le haría preguntas al propio Sergio sobre el libro.
Pero mi primer semestre, como el de algunos de quienes estamos aquí hoy, estuvo condenado a empezar en pandemia, a la distancia, por zoom. Cuatro meses se fueron volando y yo no interactué en forma alguna con Sergio: no había pasillos en los que cruzarse, ni eventos a los que asistir, ni puertas que tocar. Es cierto que tampoco hice el esfuerzo de escribirle, de buscarlo a través de la pantalla. Ahora me arrepiento un poco de eso.
Entonces arrancó el segundo semestre. Debía tomar dos cursos, y elegí los dos que Sergio dictaba. Para mí, la primavera del 2021 transcurrió, como el título de este evento, En Modo Chejfec. Lunes y martes, días consecutivos. Sergio sentado a la computadora, con audífonos de diadema sobre la cabeza, de esos que tienen el micrófono exterior, en una especie de patita. Su voz, tenue, pausada, con el acento inconfundible, acompañada de un resoplido que le aumentaba la parsimonia a todo el asunto.
De su curso Forms and Techniques, le debo lecturas clave que no voy a enlistar ahora. De su taller me quedo con un comentario que me caló y que cito digamos de memoria: “Me parece que, por lo poco que te leí, la escritura tuya sucumbe todavía a la ilusión de crear un efecto, un efecto novelístico. No lo sé, tengo la impresión. A lo mejor ese no es el mejor camino para encarar una primera novela. Perdona si soy brusco. Pero me parece que tu texto está excitado, tu narrador está excitado. Yo estaría muy interesado en leer cual sería el resultado de tu escritura si bajaras un poco los decibeles de la ficción, de la ficción como adorno, como ajuste”.
Sergio me estaba diciendo que fuera inteligente. Que fuera más que un novelista. Que escribiera de otra forma, tal vez más cercano a lo que hacía él.
Cuando por fin pude venir a Nueva York para el tercer semestre de la maestría, lo primero que hice, después de vacunarme, fue ir al 19 University Place. Subí al cuarto piso por las escaleras de servicio, que por cierto nunca más he vuelto a usar, y recorrí los pasillos. Sin planearlo, pasé junto a la puerta de Sergio y noté que estaba entreabierta. Toqué. Sergio me invitó a pasar. Me presenté, le pregunté si me ubicaba, por ahí cambiamos tanto entre pantalla y realidad que a lo mejor se confundía. Además, ¿cuántos alumnos como yo, y mil veces mejores, no habría tenido ya? Recuerdo que Sergio iba vestido con shorts y unas licras negras debajo. Como si hubiera llegado hasta ahí corriendo, o caminando, o trotando. Me senté y comenzamos a charlar. No quería importunarlo. Había calculado estar cinco, quizá diez minutos en su oficina. Al final fui yo quien tuvo que excusarse y salir media hora después porque tenía otro compromiso.
Esa generosidad de tiempo no es tan común en las graduate schools. Lo sabemos todos: las office hours son más bien quince minutos de oficina. Las siguientes tres veces que me pasé por la suya, Sergio me regaló casi horas completas. Y me prestó libros, varios libros, otro detalle, a lo mejor banal, pero que, al menos en mi experiencia, no es común. Le regresé todos, y no voy a mentir, a lo mejor me arrepiento de no haberme quedado con alguno.
Sobra decir que lo escogí como lector de tesis y que en el spring 2022, mi último semestre, y el suyo también, volví a escoger su taller de ficción. Un tanto preocupado por esto, pues era mi tercera clase con él y aparte me estaba leyendo la tesis, que para colmo era el mismo texto que trabajaría a lo largo del taller, le dije al finalizar el primer martes de clase: Sergio, tú dime, si crees que es mejor que tome otra clase lo hago, no me gustaría viciar la relación. No exagero si digo que Sergio me palmeó la espalda y contestó: “no te preocupés, esa shá está viciada”.
Mi traslape con Sergio fue demasiado breve, pero ya empezaba a intuir algunos lazos que apuntaban más allá de los estrictamente académicos, más allá de profesor a alumno, de esos que más bien corren entre mentor y pupilo, o entre escritor y lector, o mejor aún, entre pares. Me quedo con eso: con la nostalgia y el cariño de lo que pudo ser. Y con mucha gratitud.
Enrique Aureng Silva es arquitecto, escritor, docente y traductor amateur. Además de escribir narrativa, traduce textos literarios en versiones.press.