En el otoño de 2013, David Grann, el renombrado periodista del New Yorker, se hallaba enclaustrado en una oficina de la Biblioteca Pública de Nueva York. Grann, conocido en la no ficción norteamericana por su prosa medida, su reportería exhaustiva y sus historias sobre personajes obsesivos, trabajaba en un libro sobre los inicios del FBI y los asesinatos de los indígenas osage en Oklahoma.
El trabajo era diferente al de años anteriores, cuando se había acostumbrado a recorrer, entre otros lugares, las montañas de Cuba, las selvas del Perú y las corrientes del Océano Atlántico persiguiendo al espectro del comandante gringo de la revolución cubana, al explorador británico Percy Fawcett y a un biólogo encaprichado con un calamar gigante. Esta vez, debía revisar incontables archivos para construir su más reciente libro, Killers of the Flower Moon, eventual finalista del National Book Award.
Lo visité una tarde a comienzos de ese otoño para hablar sobre sus inicios como escritor, las diferencias entre la ficción y la no ficción, y los límites del periodismo.
¿En qué momento te diste cuenta de que querías ser un escritor?
Mi mamá trabajaba en la industria editorial. Era editor. Editó, de hecho, a un número considerable de autores conocidos. Cuando era pequeño, los escritores eran parte de mi vida, pues venían a nuestra casa. Judy Blume, una escritora de libros infantiles; Dick Francis, un escritor inglés que escribía novelas de crimen y misterio. Yo solía ver a toda esta gente, y creo que eso me influenció. Incluso cuando era pequeño, ya escribía cuentos en ocasiones. Tenía un pequeño cuaderno donde las anotaba.
No obstante, nunca sentí la necesidad de escribir hasta la universidad. Escribir siempre ha sido muy difícil para mí. Aún lo es. No es un acto natural, como lo es para algunas personas. Creo que la gente mitologiza la dificultad de escribir. Es decir, hay muchas labores físicamente mucho más exigentes. Pero creo que a uno se le pueden dar cosas de manera natural. Yo me convertí en un escritor a pesar de mí mismo, en ese sentido. Elegí la tarea que era más complicada para mí. Y aunque lo intentaba, no era natural y todavía no lo es. Me toma mucho tiempo y energía. Tengo amigos como David Remnick, mi jefe en el New Yorker, que es un escritor muy talentoso. Es casi como si sus pensamientos tuvieran musicalidad. Esa es la respuesta larga.
La respuesta corta es que, en la universidad, en mi último año, desarrollé un genuino interés por querer escribir. No sabía qué forma iba a adoptar mi escritura y no tenía idea de cómo iba a ganarme la vida con ello. Descubrir todo eso me tomó casi ocho años y diferentes caminos.
¿Y empezaste escribiendo ficción?
No, en realidad no. En ese tiempo, yo diría que estaba poco formado y sólo sabía que quería escribir, pero no qué tipo de escritura quería hacer. Yo no estudié periodismo ni nada parecido en la universidad. Estudié historia, particularmente historia latinoamericana, y relaciones internacionales.
Cuando terminé la universidad, gané una beca para hacer investigación académica en México. Mientras hacía esa investigación, había una revista que hoy ya no existe de cuyo nombre no me acuerdo. La publicaba el periódico La Jornada, de estoy casi seguro. Yo vivía en Puebla y tenía una pequeña máquina de escribir conmigo. Cuando llegué por primera vez, conocí a alguien de esa revista que me dijo que, si algún día escribía algo, él le echaría un ojo. Entonces, cada tantos meses, me montaba en un bus con mi máquina de escribir –esto, por supuesto, era en el tiempo antes de las computadoras—y escribía algún tipo de historia (dispatch) sobre lo que estaba sucediendo en Puebla, algo sobre política local, o religión, o incluso algo cultural. Lo llevaba en bus a Ciudad de México y allí se lo entregaba a este conocido. Creo que rechazaron uno de ellos, pero al final terminaron publicando cuatro o cinco.
Me ayudaban con los textos. Yo no sabía lo que estaba haciendo. Nunca había escrito nada de periodismo. Creo que me pagaban lo suficiente para ir en la noche a ver una película o tal vez cenar. Pagaban un par de dólares, pero para mí fue genial. Esos fueron mis primeros artículos publicados.
Y estando allí, empecé a escribir ficción en mi tiempo libre. Cuando regresé a los Estados Unidos, obtuve un trabajo como profesor y seguí escribiendo ficción en mi tiempo libre. Sabía que quería ser un escritor, pero en realidad no tenía idea por dónde empezar. Inicialmente, hice un año más de relaciones internacionales. Mientras hacía eso, empecé a trabajar freelance para un periódico local llamado The Transfer. De nuevo, creo que me pagaban unos cuántos dólares por cada artículo, lo suficiente para ir una vez al cine. Pero estaba ganando experiencia y publicando.
Luego obtuve una beca para enseñar ficción en Boston University. Fue allí donde me di cuenta de que yo no era muy bueno para la ficción. Eso fue iluminador. Luego pasé de trabajo en trabajo, según lo que dictara la necesidad. Finalmente, obtuve un puesto en un periódico nuevo en Washington, The Hill. Como era tan nuevo, en un año pasé de ser un Senior Copy Editor a ser el Director Ejecutivo. Para ese punto, ya estaba metido en el periodismo –aunque en ese momento era periodismo político, específicamente-.
A uno le gusta creer que tiene control de su vida, pero no es más que una ilusión. Tras todas esas vueltas, terminé escribiendo periodismo político. Durante varios años, todos querían que escribiera sobre el Congreso y Washington, y yo genuinamente quería escribir sobre cualquier cosa menos el Congreso y Washington.
¿Fue en ese momento que empezaste a trabajar en periodismo de largo aliento (longform journalism)?
Sabes, nunca había escuchado ese término hasta hace un par de años. No tengo idea cuándo lo habrán inventado, pero creo que es reciente. De The Hill pasé al New Republic y en ese momento me di cuenta de que tenía aspiraciones de escribir más largo, de escribir para revistas. En realidad, nunca me gustó escribir para periódicos. Siempre prefería poder contar una historia como si fuera un cuento. Mis historias en el periódico estaban editadas de tal manera que yo escribía algo y el editor me decía: “Eso está muy bien, pero ahora toma tu tercer borrador de la historia y que ese sea el final”. Siempre querían que les dijera de qué se trataba la historia rápidamente y yo siempre quería sentarme en un bar y contarte un cuento.
Bueno, en el New Republic lo que escribía era algo así como una opinión reporteada. Siempre debía haber reportería detrás, pues yo nunca he sido una persona con opiniones fuertes. Es decir, tengo opiniones, pero éstas se basan en la reportería. No soy alguien que se levanta, toma un café y empieza a soltar sus opiniones sobre el mundo –aparte de los deportes, cabe aclarar-.
En cierto punto, escribí una historia sobre un congresista supuestamente conectado con la mafia de Ohio. Pude hallar una vieja interceptación telefónica de la época en que el congresista estaba lanzándose para ser sheriff, tiempo antes de llegar al Congreso. En la interceptación, él hablaba con dos mafiosos. La transcripción de esa conversación era simplemente fantástica. Estaba llena de groserías y tenía una crudeza y vitalidad que eran muy efectivas, algo muy diferente al modo de hablar que solía encontrar en la Cámara de Representantes. En ese momento, me di cuenta de que precisamente eso era lo que me interesaba. Quería escuchar a la gente hablar. No a mafiosos, sino ese diálogo crudo y sin filtro que muestra el carácter real de las personas. Me llevó un tiempo, pero creo que a partir de ahí hubo un proceso evolutivo.
¿Cómo fue esa transición, ese paso de la opinión informada a la narrativa de no ficción?
Yo había leído muy poca narrativa de no ficción. No crecí leyendo el New Yorker. Leía, sobre todo, libros de historia, ya que me interesaban las ciencias sociales. Así que mi visión de la no ficción tardó un poco en cristalizarse.
Intenté educarme. Leí a Gay Talese, a los escritores del New Yorker y después, por supuesto, intenté ponerlo en práctica. Buscaba historias con personajes… Creo que eso era el tipo de cosas que me atraía. En cierto modo, nunca fui bueno para la ficción ya que tengo una mala memoria. Tengo que anotar las cosas. Es decir, tengo, por ejemplo, un buen oído para el diálogo, pero no me acuerdo de cómo habla la gente a menos que lo haya anotado. Además, tengo una imaginación limitada. Tengo que escuchar la historia para poder escribirla. Siempre me asombra cómo los grandes escritores de ficción dan forma a los personajes y crean una historia. Claramente, se apoyan o parten de la realidad, pero incluso con eso…
Ahora bien, en ficción, yo siento que debo construir una casa, por ponerlo de alguna manera. Tengo todas estas piezas que puedo unir para hacer la casa. En no ficción, siento que es algo opuesto: estoy limpiando los escombros. La casa ya está ahí debajo. No sé si trata de un ideal platónico de una historia, pero me gusta pensar que es así, y que de algún modo se trata de llegar a ese ideal, pero, por supuesto, siempre se falla. Y eso te motiva a seguirlo intentando.
¿Y sientes que alguna vez has estado a punto de alcanzarlo? ¿Cuál es la historia en la que has estado más cerca de ese ideal?
Siempre intento no volver a mirar mis historias a menos que me vea forzado a hacerlo. Tengo sentimientos encontrados cuando vuelvo y las leo. Hay unas cuantas, especialmente del inicio, que siento que eran muy buenas historias que desaproveché. Eran historias llenas de riqueza y yo no las conté de la mejor manera que habría podido hacerlo.
De vez en cuando, cuando me toca revisar mis historias, leo alguna y me digo, “bueno, eso estuvo bastante bien”. Soy un crítico muy exigente conmigo mismo, así que no sucede a menudo. Siempre hay algo en cada historia. Pero creo que eso es simplemente la naturaleza de la bestia. En cada historia hay algún tipo de limitación demarcada por lo que no sabes. Yo intento acercarme lo más que puedo, intento limpiar todos los escombros de la casa, pero siempre hay algo que no puedo descubrir, sea porque la gente que me podría haber ayudado ha muerto, o porque no hay documentos, o porque hay tanta evidencia contradictoria que no puedo llegar a una respuesta clara. Uno debe acostumbrarse a esas limitaciones en la no ficción.
Entonces, ¿en qué momento dejas de hacer reportería? ¿Cuándo dejas de limpiar los escombros que cubren la casa?
En este momento estoy trabajando en un libro. Podría seguir haciendo reportería e investigando, pero no puedo. En las historias para las revistas, para ser honesto, hay un factor económico que en cierto momento se torna dominante. Una historia te puede sostener solo por cierto tiempo. Esto es un trabajo, después de todo. Por tanto, tienes que trabajar con restricciones temporales. Y al final eso es bueno.
En general, me gusta llegar al 95% del trabajo en las historias. Uno nunca puede resolver todos los detalles, pero uno debe intentar responder a las preguntas centrales. Si no logro responder esas preguntas, simplemente abandono la historia o la dejaré en el tintero por un largo tiempo.
Cuando llego al punto en que me siento seguro de que he respondido a las preguntas más importantes, entonces puedo terminar. Cuando era más joven, pensaba que para contar una historia debía conocer todo. Pensaba que todo debía ser prístino. Creo que es porque en ese entonces no tenía una familiaridad con la suciedad y el desorden. Porque la vida es suciedad y desorden. Ahora que me he vuelto mayor, me he dado cuenta de que las historias también tiene un poco de eso. El reto es lidiar con ese desorden y mantener la coherencia y el atractivo de esa historia. Pero el desorden debe entrar en la historia. No se debe intentar de hacer que todo sea perfectamente limpio. La vida es la vida. Sólo la ficción puede ser perfectamente limpia.