En abril de este año, la compañía haitiana de baile Ayikodans se presentó en un pequeño pueblo costero de su país: Aquin. Huáscar Robles regresó una vez más al aún devastado Haití para documentar el espectáculo. Encontró un país que, aunque ignora a la cultura en sus planes de reconstrucción, tiene grupos culturales que invitan a Haití a “dejar atrás el pasado y trascender al futuro”.
Desconozco por qué me demoré en regresar a Haití. Desde el día que lo visité en enero del 2010, luego del terremoto, juré que regresaría. Varias veces estuve a punto de mudarme de Puerto Rico a Puerto Príncipe, pero nunca ocurrió. El tiempo inevitablemente pasó y yo continué extrañando a ese pedazo de tierra.
En abril del 2015 tomé un avión de Nueva York a Puerto Príncipe para documentar el espectáculo de la compañía de baile Ayikodans en Aquin y a fotografiar el festival de vudú en la aldea de Souvenance. Conocía muy bien a Ayikodans, había documentado su trabajo en marzo del 2010 en el mismo festival.
Jeanguy Saintus, director y coreógrafo de Ayikodans, me recibió en el aeropuerto. En su Mitsubishi Montero con pecas de óxido transitamos la carretera polvorienta que conduce a su hogar en Pétionville. Soltamos las maletas y descansamos en mecedoras de madera en una sala inundada de luz. Máscaras y objetos escuchaban nuestra charla desde las paredes. Saintus –alto, delgado y de semblante serio– me informó que la compañía había inaugurado un nuevo estudio de baile. Como otras industrias culturales de Haití, la tropa se esforzaba para mantenerse a flote. Me comentó con entusiasmo sobre el espectáculo que presentarían en dos días en Aquin. “Este año es una celebración. La pieza de baile se llama ‘transcendence’”, dijo y enfatizó la pronunciación de la palabra en francés.
Saintus, el equipo de baile, sus músicos y yo hicimos el viaje en tres buses hasta Aquin. El trayecto nos llevó por los pueblos Carrefour y Leogane. En mi visita previa en el 2010 vi varios edificios desplomados por el sismo en esta misma vía. Uno de ellos era una escuela y fue difícil imaginar lo que ocurrió con los estudiantes. La cantante Marodie Pierre viajaba con nosotros entonces. “Nada va a ser igual”, me dijo al observar el paisaje campesino por la ventana del bus. “No importa a donde vayas, siempre algo te recuerda a ese día. Está por todos lados. Yo cantaba en el Habana Club, tocaba con una banda, tenía una vida. No he cantado en mucho tiempo. Extraño mi vida. Extraño cantar”.
Haití, poco a poco, resucitaba de sus cenizas con arte. En momentos de trauma y conflicto el baile, la música y –sí, hasta el desenfreno– sirven de válvula de escape y alivio. Pero el gobierno haitiano no se ocupó de su legado artístico. A pesar de que cientos de obras de arte perecieran durante el sismo, murales prominentes se desplomaran y artistas se trasladaran a otros países, el Estudio del Desastres y Necesidades –o PDNA por sus siglas en inglés– no discutió la reconstrucción cultural de Haití. “Hemos batallado para que incluyan a la cultura en el PDNA, pero cuando el resumen ejecutivo fue revelado, no había una simple oración sobre la cultura, ni un dólar para reconstrucción de la cultura de este país”, dijo Teeluck Bhuwanee, el ex-director de la misión de UNESCO en Haití en el 2010.
Arribamos al pueblito de Aquin el sábado en la tarde. En la Plaza de Armas los primeros haitianos en descender de varias ciudades del país compartían en quioscos y aliviaban el calor con una Prestige, la cerveza regional.
La Fundación Aquin Solidarité creó el festival para inyectar arte al pueblito costero. Entendía que al patrocinar la cultura haitiana a su vez suministraba fondos a la economía y por lo tanto colocaba dinero en los bolsillos de los residentes. Durante el día, la Fundación coordinaba charlas y semanarios para fortalecer a la comunidad y en las noches presentaba conciertos para entretener y educarla.
Esa tarde de abril que descendimos hasta Aquin el sol batía inclemente. El olor de especias se escapaba de los quiscos y de las calles nacían la percusión y las trompetas de la bandas de Rara Vudú. Estas bandas son responsables de encender la cultura campesina durante la Semana Santa. Se arman de maracas, percusión o trompetas de material reciclado llamadas vaksen y marchan junto a decenas de haitianos vestidos en uniformes brillantes. En el pasado, las bandas de Rara han criticado al gobierno disimulando su ataque con letras de doble sentido que en ocasiones sonaban muy vulgares para los oídos occidentales.
Al llegar la noche, los bailarines de Ayikodans se estiraban tras bastidores mientras que el equipo de percusión examinaba el sistema de sonido y luz del escenario. Al entrar al escenario fueron recibidos con aplausos, un estruendo. La primera pieza del espectáculo “Transcendence” –como había bautizado Saintus– comenzó con una coreografía al ritmo de la quinta sinfonía de Beethoven pero al estilo hip hop. Como predijo el título del espectáculo, la canción trascendió a ritmos menos populares, los del tambor del vudú.
El escenario y espectáculo que observé eran distintos al que conocí cinco años atrás. En aquella ocasión, Ayikodans se presentó en este mismo escenario y danzó una pieza solmene para calmar el monstruo debajo de la tierra que había quebrado los edificios, las carretas y la esperanza de los haitianos. Pero en esta presentación Ayikodans transcendía, celebraba e invitaba a Haití dejar atrás el pasado y transcender al futuro.
En instantes donde la audiencia ya era presa del tambor vudú, la cantante Renette Desir interpretó Soufle Van, una canción cuya melodía escalaba y descendía la escala pentatónica como niebla densa. El bailarín Blanchard Mackenson se desplegaba en el escenario. Emulaba recibir al loa, la deidad del vudú. Se estremecía, se desplomaba al suelo, se incorporaba y daba vueltas en estado meditativo. Trascendía o interpretaba una trascendencia espiritual.
Recordé mis estudios previos sobre las presentaciones de Ayikodans. Sus coreografías invocaban al loa para que intercediera entre el cielo y la tierra. En esta ocasión vi al loa descender en cuerpo y carne, y manifestarse en el cuerpo de Blanchard.
Esa noche supe que regresaríamos a Puerto Príncipe; el día siguiente conduciríamos a Souvenance a presenciar al loa descender otra vez, pero en esta ocasión en la carne y los huesos de los practicantes del vudú. De camino nos detuvimos por media hora en el centro de una calle oscura para permitir que una gran banda de Rara Vudú marchara. Solo las luces del bus iluminaban. Nos rodeaban la oscuridad y la música.