Sara Cordón y Mercedes Cebrián
En estos días aparecerá en las librerías El genuino sabor (Random House), la primera novela de Mercedes Cebrián. En ella, una madrileña cuarentona llamada Almudena, cumple su sueño infantil de marcharse al extranjero y, en su periplo, trabajará exportando jamón ibérico, dando clases de español y realizando otras actividades relacionadas con la difusión de la «marca España».
Mercedes Cebrián (1971) vivió en Londres, Roma o París y, tras publicar El malestar al alcance de todos (Caballo de Troya, 2004), Mercado Común (Caballo de Troya 2006), Trece viajes in vitro (Blur Ediciones, 2008), Cul-de-sac (Alpha Decay, 2009), La nueva taxidermia (Mondadori, 2011) y Oremos por nuestros pasaportes (Random House Argentina, 2012), ha llegado a los Estados Unidos para cursar un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Pensilvania. Aunque durante años escribió poemas, relatos e hizo sus pinitos con la novela corta, admite que, por fin, se ha visto capaz de escribir una novela. «Algunos autores dicen que el cuento es más interesante. No lo creáis. Lo que pasa es que escribir una novela es más difícil».
En los Estados Unidos, de repente y como la propia Almudena, Mercedes Cebrián se ha descubierto como embajadora de la cultura hispana por el mundo. «A pesar de todas la vueltas que he dado, ciudades como Nueva York me impresionan tanto que no puedo evitar sentirme abrumada y un poco provinciana».
—En el año 2012 antologaste Madrid, con perdón (Caballo de Troya), un libro de relatos en el que participaron autores como Elvira Navarro, Carlos Pardo, Juan Sebastián Cárdenas o Fernando San Basilio y donde que, entre muchas otras cosas, se habla de «lo oscuro» de la ciudad. ¿Viniste a los Estados Unidos huyendo de «lo oscuro» del Madrid actual?
Precisamente en El genuino sabor le di bastantes vueltas a eso. Ahora, mientras el editor y yo terminamos de producir el libro y preparamos la contraportada, hemos coincidido en que no se trata de un libro sobre gente que se tenga que ir de España porque no haya otra solución.
En este tiempo en los Estados Unidos estoy aprendiendo a no idealizar tanto este lugar. Es más, incluso tengo ganas de castigarlo de algún modo porque siento que los norteamericanos nos han colonizado desde niños. Yo veía la serie Fama y parecía que lo único que merecía la pena era estudiar en Nueva York baile o canto. En realidad me siento muy paleta por haber deseado yo misma algo así.
—¿Cómo es estudiar lo español desde fuera de España? ¿La academia norteamericana te aporta alguna visión diferente de la que tenías?
Principalmente estoy colmando lagunas. Tengo una asignatura de Teatro Barroco y, aunque había visto representadas muchas de esas obras, jamás las había leído o analizado. Me está gustando descubrir cosas que realmente desconocía. Por ejemplo, el pequeño tratadito de cómo escribir comedias que tiene Lope de Vega en verso. En España no lo habría valorado tanto. Allí Lope de Vega se da por hecho, como otras muchas cosas que uno sabe simplemente porque las ha visto desde pequeño.
En los Estados Unidos, en cambio, durante una de las clases, el profesor de Poesía Modernista nos hizo una pregunta que aquí resulta muy pertinente, aunque en España sería de risa: «¿alguien ha estado alguna vez en Castilla?». Y, claro, había una chica de Nueva York y otra de Colorado que jamás habían estado en Castilla pero para mí, que se pregunte algo así en una clase de hispanismo, no deja de ser sorprendente. Estas clases te obligan a asombrarte de lo que ya conoces.
—Al estar en contacto con hispanistas que investigan acerca de Latinoamérica, ¿estás descubriendo nuevas tendencias literarias que no se dan en España?
Yo ya había desarrollado una especie de filia hacia Argentina y su literatura. Si hubiera que hacer bandos, yo sería del bando de la poesía latinoamericana antes que de la española.
La manera de usar el lenguaje en Latinoamérica es distinta. Creo que lo más destacable es el mestizaje. Como, por ejemplo, todo lo que aportaron los italianos a Argentina. Es algo que envidio. Algo que, como española, me gustaría copiar. Algo parecido a la libertad que tiene el inglés para inventar palabras.
Me gusta mucho la palabra «tercerizar», ¿sabes? La usan en Argentina y se refiere a cuando subcontratas un servicio. Me da la impresión de que el lenguaje allí es algo blando que se puede moldear. En cambio, en España parece que estuviera más anquilosado. Siento que, por más que en Latinoamérica se haya leído a Góngora o a Quevedo, no padecen ese enorme peso de la tradición.
—Parece que algo así como treinta y cinco millones de estadounidenses hablan español en sus casas, ¿qué percepción tienes sobre el panorama de la literatura hispana en los Estados Unidos?
Creo que, en el campo de la literatura en español escrita desde EE.UU., lo peninsular está de capa caída y me parece que ya iba siendo hora. Es decir, por más que me sienta “parte” del fenómeno, hay una vocecilla interior que me hace ver que la cosa va por otro lado, por lo latino, y que España está más bien poco presente. Espero que el diálogo transatlántico se siga manteniendo: sería muy empobrecedor para la literatura escrita en España que no fuese así. Pero de eso también somos responsables los escritores españoles. Tengo, al menos, curiosidad por ver cómo siguen las cosas y qué voces nuevas aparecen. Y bueno, cuáles se mantienen, que no todo va a ser descubrir talentos cada quince días.
—Has traducido a autores como Georges Perec o Alan Sillitoe, entre otros pero, ¿cómo es traducir a Mercedes Cebrián? Al leer tus textos, no puedo evitar pensar que debe ser muy complicado traducir tu humor cuando viene asociado a expresiones o referentes tan españoles o madrileños. ¿Has sido traducida a algún idioma? ¿Serías capaz de traducirte a ti misma?
Me han traducido al sueco La nueva taxidermia, y algunos textos al inglés y francés. Siempre he colaborado con los traductores, que no sé si me odian por metijona: a mí, como traductora, me gustaría que me dejasen un poquito tranquila. Yo al menos lo paso muy bien con mi traductor de poesía al inglés, Terence Dooley, cuando le cuento de dónde salen ciertas imágenes y trato de encontrar equivalentes en inglés, normalmente equivocados, por supuesto.
—El título de tu novela, El genuino sabor, podría recordar a estos anuncios de Campofrío en los que, para promocionar embutido, se apela a cierto sentimiento de unidad nacional a pesar de que España esté pasando por un período complicado. Se ha criticado que, de alguna forma, estos anuncios se queden en el tópico, en cambio tú desde El malestar al alcance de todos siempre has trabajado el costumbrismo español y «la marca España» con una agudeza especial…
Vuelvo a hablar de Argentina para decir que muchas de las novelas contemporáneas que leo son muy locales. En ellas, los autores hablan de sus barrios sin explicárselos a nadie porque presuponen que el lector los conoce y, si no los conoce, se las arregla. Entonces aparecen Boedo, Caballito, La Boca… y los autores no explican nada. Ni sus costumbres del día a día, ni sus comidas… No les importa si su escritura no llega a un lector internacional y yo creo que es precisamente eso lo que salva a la literatura.
Hay otros libros, sobre todo escritos por angloamericanos, que responden a un mercado muy bien organizado. Estos autores, para vender muchos libros, escriben con vistas a ser traducidos. Yo siento que eso es una traición a uno mismo, aunque a cambio obtienen dinero, eso sí.
Creo que es bueno escribir de lo local. Siento que nuestra misión es hablar de nuestro mundo. Obviamente la literatura es el escenario donde imaginar y recrear situaciones no vividas, y por tanto se puede hablar del Japón Meiji y de la revolución rusa. Sí, bueno, pero yo por lo menos no lo voy a hacer.
Abordar el costumbrismo es muy delicado. Temo quedarme en una serie de retratos chuscos que agraden a un lector. Como si les ofreciera una comida fácil de comer pero de mala calidad. No sé, como una hamburguesa o algo así. Te satisface pero al minuto dices: «qué porquería me he comido».
—Pero consigues siempre mostrar la gravedad de ciertos temas gracias, precisamente, al humor…
No es que yo aliñe la ensalada con humor. Ese es simplemente el tono que me sale, el mío, y no lo puedo elegir. Aunque, yo creo que los libros que escribo son trágicos. Tremendamente trágicos.
—Trayendo de nuevo el tema de tu vida en los Estados Unidos, publicaste hace varios años un poema llamado Futuro americano. En él hablas de una mujer que vaticina su porvenir: tendrá que irse a vivir a un lugar de los Estados Unidos con una obesa de cuarenta y cinco años llamada Mandy. Es un poema divertidísimo y a la vez tremendamente crítico, como lo son la mayoría de tus narradores…
Soy consciente de mis limitaciones: no sé hacer muchos narradores, no sé hacer diálogos… Si te digo la verdad, no sé imitar la voz de un niño sevillano aunque lo intente. Sólo sé escribir a través de mi manera de ver el mundo y por ello al final me quedaré cada vez más limitada. De hecho en El genuino sabor la protagonista es una mujer cuarentona porque no sé escribir de otra cosa. Si intentara recrear, por ejemplo, las voces de los adolescentes de hoy el resultado sería muy pobre. Creo que al final acabaré escribiendo no ficción y hablando desde mí. Sí, creo que estoy abocada a eso.
—¿Qué nuevos proyectos tienes?
A finales de 2014 aparecerá una miscelánea de textos publicados en prensa, relatos que me encargaron en su día… Como, por ejemplo, una crónica sobre mis vacaciones de infancia que apareció en Letras Libres. El libro también incorporará algún textito inédito a modo de bonus track. Se titulará Regalo de Empresa y lo publicará la editorial Periférica.
—Has publicado en las redes sociales fotografías de un montón de filadelfianos y de estudiantes de la Universidad de Pensilvania que duermen en las bibliotecas y en los restaurantes, mientras tú trabajas. ¿Dónde escribes, Mercedes?, ¿en la biblioteca? ¿Tienes algún fetiche?
Si voy a una biblioteca me pongo muy maniática con los susurros. Estoy muy atenta y me digo: «está hablando demasiado alto, eso no es exactamente susurrar…». En esos casos, al final no me compensa porque no me concentro. Por eso prefiero trabajar en casa normalmente y tener bebida cerca, especialmente té.
También he aprendido a trabajar donde me pille. Parece muy contemporáneo esto, ¿no? Eso sí, lo de trabajar en cafés, al menos en Madrid, es una fantasía que no puede tener lugar. Te saludan, te desconcentran, hay ruido siempre. No son cafés para estar muchas horas. Lo del «voy a escribir a un café», definitivamente, yo ya no lo digo. Al menos, a un café español.