Pintura: Ekaterina Popova
Éramos los únicos en la pequeña buseta que pasaba solo tres veces al día, y nos llevaría de nuestro onsen al pueblo abandonado sobre el que habíamos leído. Uno de esos sitios en vías de extinción, donde los viejos mueren y los jóvenes emigran. Fue tu idea ir allí, porque leíste sobre una persona excéntrica, una loca, que se había dedicado a crear muñecos de tamaño real de cada una de las personas que morían. Cosas así te gustaban a vos, y a mí no. Soy un hombre simple, o vacío, como te gustaba decir hacia el final. Dije ok, como siempre, pero ya para entonces me interesaba ser más yo, y en ese proceso había recordado lo mucho que me gustaba caminar en las montañas. Hacer hiking, algo que en tu lengua no tiene una buena traducción. No hablamos en el bus. Era una mezcla de reverencia por la sólida belleza de ríos y verde de la isla de Shikoku, la más desolada y más al suroeste de todo el Japón, y aburrimiento entre los dos. Todo estaba ya dicho, o nunca hubo nada que decir. Nos tomamos las manos con cierta rigidez, mientras el pequeño bus se perdía entre bosques que aumentaban en frondosidad y soledad, casi en ferocidad.
Llegamos a la última parada después de un tránsito de más de una hora. Lo único que se escuchaba al bajar era el chirrido de un tipo de chicharra, agudo y solitario. Un insecto que cantaba en japonés. Tomados de la mano dimos los primeros pasos.
Creo que ambos nos arrepentimos de estar allí, en ese lugar inhóspito y abandonado, pero no dijimos nada, porque ese era el pacto, no decir nada, fingir que todo estaba bien, y así se nos pasó toda una vida. ¡Ah!, dijiste con un gestito que te quitó el aliento y me creí, porque si una cosa no sos, o no eras, es falsa, y en ese gesto y suspiro pude ver a una niña sorprendida, dichosa de probar ciertas golosinas selectas. Allí estabas, en aquel lugar extraño e inaccesible del que luego le hablarías a todo el mundo con un detalle solo importante para vos. Mirá, decías, y el pequeño gesto volvía al ver esas figuras de muertos realmente espeluznantes. Muñecos dispuestos en el minúsculo pueblo en las actividades que una vez hicieron sus dobles vivos. Una pareja de la mano charlando, una reunión de amigos en el salón social, un granjero arando el campo, niños recibiendo una lección. En no más de diez minutos recorrimos la calle de arriba a abajo que era el lugar. Te tomé varias fotos, hicimos algunos selfies a tu petición, y allí acabó, al menos acabó lo mío con vos, porque mi plan era subir a las montañas, hacer mi hiking, volver a mí.
En los selfies del final me veía gorda, porque siempre me veo gorda, pero también porque lo estaba. Sin embargo, no era por eso que te pedía que los eliminaras. Era el susto en mi cara lo que no quería ver. No el susto por ese lugar, o esos muñecos, sino el susto de la soledad, de no saber existir sin vos. Yo me voy a hacer hiking, dijiste, y esa frase, esa afirmación tan normal en esa extraña unión de tantos años, nombró una grieta, un deseo, una disfuncionalidad tácita. No pasa nada, dije, pero me quedé inmóvil como esos muñecos ajados que me rodeaban en toda dirección, mientras vi tu espalda haciéndose cada vez más pequeña, tan pequeña que podía triturarla entre las yemas de mis dedos, hasta que finalmente desapareció.
El plan era vernos más tarde en el onsen, el plan era estar sola, regresar sola. Miré a mi alrededor, y me di cuenta de que por primera vez en mi vida no tenía a nadie vivo cerca; tan solo esos insectos que chirriaban en un idioma que no lograba entender.
Tuve miedo de estar allí, y me alegré al mirar el reloj, y darme cuenta de que faltaban tan solo diez minutos para que el bus que me llevaría de vuelta al hospedaje pasara. Era una sola calle, una sola parada, era imposible perderme. Caminé entonces hacia el extremo norte de la callecita, por el que había visto a mi marido desaparecer. Allí, al lado de una casa con un coche en ruinas, con las llantas ponchadas y los vidrios rotos, pasaba un pequeño arroyo donde una pareja anciana de muñecos veía hasta la infinidad el agua correr. Los imaginé en aquel auto, hablando, riendo, quizás metiendo las puntas de los pies en aquella agua fresca y viva.
Tuve miedo de perder el autobús. Era el único del día que me podría llevar de regreso, y en Japón la puntualidad es excepcional. Cinco minutos antes de la hora estaba allí, sola y tonta, sin saber muy bien qué gesto asumir. Miré hacia las montañas que crecían en bucles, e imaginé a mi marido solo, sumido en una gran felicidad. Sentí unas ganas enormes de estar de vuelta en mi pequeño hotel, y con alivio miré el reloj. El bus estaba por llegar.
Se veía enana, como un puntillo perdido, como una chicharra al lado del cartel de la parada de un bus que ya nadie tomaba ni nadie iría a tomar. El marido no volvería, y ella lo sabía, en algún sitio de su cuerpo, de su respiración, ahora agitada porque el bus no llegaba, y pasaban los minutos, lentos, penosos y ella miraba para un lado, y el otro, convocando un milagro, negando esa certeza que ya sentía en los huesos, en la piel erizada, de que el marido no volvería, y de que el autobús jamás pasaría. A la distancia, con ojo clínico, la miré, y supe exactamente las medidas. Caminé lento, sin prisa alguna, hacia el sótano, y en mi canasta de paja metí la justa medida de hilo, tela, tijeras y algodón.
Sara Caba nació en San José, Costa Rica, hace algún tiempo. Aunque ese siempre será su hogar, ha vivido durante casi dos décadas en el extranjero. Se graduó de Psicología de la Universidad de Costa Rica, hizo una maestría en Sociedad y Tecnología en la Universidad de Roskilde de Dinamarca, estudios de postgrado en la Escuela Graduada de Educación de Harvard University, y actualmente cursa el MFA en Escritura Creativa en Español en New York University. Se ha dedicado a la docencia de español como lengua extranjera, ha publicado relatos cortos en inglés y español en varios medios, y en Londres fundó y dirigió durante una década el muy querido centro de lengua y cultura hispana Battersea Spanish. Vive en una casita bella en Brooklyn con sus dos gatos.