Ariel Florencia Richards
Ilustración por Azul de Metileno
¿Y si lo que nos dicen nuestros padres sobre nosotras mismas fuera, también, una forma de hechizo? ¿Una forma de condena? En 1962, el filósofo J.L. Austin escribió que las cosas, al ser nombradas, se convierten en acción: Expresar la oración es realizar una acción. Por eso es una voz la que declara a una pareja casada y fue también la voz de dios la que dijo que se hiciera la luz.. Y la luz se hizo. ¿Es posible que lo que escuchamos pronunciar sobre nuestro futuro se transforme en realidad?El padre de la escritora Camila Sosa (La Falda, Córdoba, 1982) le dijo que un día la iban a encontrar muerta en una zanja, porque ese era el único destino posible para las travestis. En su libro Las malas (Tusquets, 2020) la autora, además de escribir una novela extraordinaria, creó un libro de magia negra donde comparte literariamente una serie de contra-hechizos para sortear y enfrentar esas palabras, esa muerte y ese destino.
Tienes que leer Las malas, me dijo el muchacho del parque. Nos habíamos conocido hace poco tiempo, ahí mismo, entre los árboles. El encuentro había sido rápido. Primero una mirada y luego una frase pronunciada como instrucción. Él, al principio se mostró reacio, frío, indiferente. Luego comenzó a soltarse. Nos sentamos sobre el pasto y me contó que estaba escribiendo el guión de la que sería su primera película, una historia de amor trans. Cuando le pregunté de qué se trataba Las malas, él se demoró en responder. Ese día sus ojos estaban más verdes que nunca. Es una historia sobre la bondad, dijo. Bien, pensé, y le hice caso. Pero ya en sus primeras páginas me di cuenta de que la novela de Camila Sosa no solo era una historia sobre la bondad, sino además era un tratado sobre la belleza, la vergüenza y sobre todo, la supervivencia.
En Las malas no existe el miedo. Más bien hay celebración. De cómo todas, quienes alguna vez hemos sido sentenciadas a morir enfermas y solas, podemos ocupar la creatividad, el humor y el cariño para conjurar otro destino. Para la autora, ser travesti es tener la capacidad de transformarnos y de convertir algo delante de nuestros ojos en otra cosa. En Las malas la vida de la escritora está trenzada con la de la narradora. Su memoria está travestida en ficción. Esta es una memoria maquillada, escribe. En Las malas las palabras funcionan como invocaciones. La historia trae a presencia vidas precarias y hermosas que luego se disuelven en el aire. En la novela hay magia porque hay maquillaje, sentido del humor y goce. Hay un grupo de travestis que se espejean y se cuidan las unas a las otras, una manada pequeña que merodea los márgenes del mundo. Hay un grupo de mujeres capaces de nombrarse las unas a las otras cuando nadie más las ve, cuando no son nombradas por los demás.
Es desde ahí, desde el margen, que las personajes de la novela crean sus vínculos con otras formas de vida también sentenciadas a la soledad, al aislamiento y a la marginalidad. Donde las travestis aprenden a reconocerse invocando a otras fragilidades: los niños, los migrantes, los muchachos hermosos de piernas inservibles, las mudas, las raras y las viejas. Lo que comparten entre todas es el trauma, pero también la salvación. El contra-hechizo que propone esta novela es la bondad. Las malas arranca de noche en un parque de Córdoba, que bien podría ser el Parque del Retiro en Madrid o el Forestal en Santiago de Chile. Un parque guiado por lo oculto y por el deseo donde ocurre algo extraordinario: en vez de muerte y tragedia, emerge la vida. Dice Camila Sosa que hay cosas que no pueden ocurrir de día. Y así, como por acto de magia, entre los matorrales, en una zanja, surge el amor y el esplendor. Literalmente nace el Brillo de los ojos.
En esta novela la palabra travesti está ocupada intencionalmente con toda su potencia como instrumento de reivindicación. Es muy difícil de explicar a los niños qué es una travesti, dice la narradora. Pero para resolver ese y otros misterios están las palabras. El lenguaje.
Lo sobrenatural ha sido trabajado en Las Malas, al igual que lo femenino, como una dimensión poderosa, salvaje, de la naturaleza. En sus páginas hay mujeres que se transforman en pájaros y vírgenes que lloran simultáneamente porque se emocionan y porque hay humedad en el ambiente. La verdad nunca la sabremos. No necesitamos saberla.
Las malas es una constelación de filiaciones improbables que funciona como consuelo para la soledad. Hay una mamá travesti que saca a pasear a su hijo en coche para tomar el sol y hay hombres brutos capaces de tener los más dulces gestos paternales con quienes los necesitan, hay machis que aparecen en los momentos en que la vida abandona los cuerpos y hay niños clarividentes. Entre todas esas presencias, entre todos esos cuerpos, hay una red de cariño y cuidado, quizás las más hermosas de las magias.
Rondando la novela está siempre el riesgo de la muerte, la violencia, el odio, la intransigencia, la tradición del mandato masculino y todas sus palabras hirientes. Está la sombra de preocupación que se extiende sobre los padres de un niño afeminado, están las marcas en la piel de una travesti hermosa golpeada por su novio. Están los empujones, las pateaduras, los escupitajos, los asesinatos. Pero también hay un viento parecido al que se siente en el cuerpo por las tardes en el puerto de Valparaíso. Hay un frescor que corre en el patio de jacarandas de una pensión pintada de rosado. Eso invisible que todas las personas podemos sentir en el cuerpo es el amor. Ese monstruo espantoso por el que mendigamos, pero también por el que vivimos.
El amor duele, dice Camila Sosa, pero se enfrenta hablando. Escribiéndolo. Y ese es quizás el hechizo infalible. El de convertir a través del lenguaje un conjuro entre memoria y ficción. El de transformar esa realidad particular, esa vida condenada a la soledad, en una ronda hermanada de muchas vidas. Las vidas de personas que al terminar de leer Las malas lloramos no porque nos sintamos solas sino porque nos sentimos mágicamente vinculadas a algo más allá, fuera y dentro de nosotras.
Cuando era chica, en mi colegio, había un juego cuyo nombre no recuerdo, pero que sus leyes se quedaron grabadas en mi cuerpo. Nos dividíamos en dos grupos: quienes eran fuertes y el resto. Yo pertenecía naturalmente al segundo grupo y nuestra misión era sobrevivir. Debíamos correr, desde un punto lejano, sorteando como pudiéramos a los fuertes, para llegar hacia un muro de mosaico. Sólo ahí estábamos a salvo. Si durante la carrera uno de los fuertes te empujaba o siquiera te tocaba, te paralizabas y no podías volver a moverte hasta que el juego terminara. Quedabas muerta en vida. Pero como todas las leyes había una excepción que la rompía: si alguien podía sortear a los fuertes y llegar fuera como fuera al muro de mosaicos, al espacio seguro, podía decir una frase que nos descongelaba y nos salvaba al resto. Esa frase, pronunciada siempre con un grito desgarrado también era un hechizo. Las malas me hizo recordar lo que se sentía cuando inesperadamente alguien llegaba al muro y con su último o primer aliento decía: Por mí y por todas mis compañeras. Y el hielo se derretía.
Ariel Florencia Richards (Santiago de Chile · 1981) es escritora y crítica de artes. Publicó la novela Las olas son las mismas (Los libros de la Mujer Rota, 2021) además de poemarios, fanzines y textos en publicaciones independientes. Actualmente es alumna del Doctorado en Artes de la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde estudia la performance como ejercicio de resistencia política. Su cuenta de Instagram es @transitodeariel.