¿Dónde está ese reino? Siento sus ladrillos crujiendo en mis huesos. Siento los cimientos de la cordillera cascándose entre sí.
Manuel Elías Laroze
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Por las mañanas no puedo levantarme. Mi cuerpo se rebela. Los párpados revientan los ojos y los nervios se estrujan. Antes de dormir pienso, y eso consume. Pienso en las órdenes de acá, voy cada vez más tieso con el espanto. Aprieto la boca, me la chupo por dentro. Cuando llego a sentir la presión ya es tarde, ya tengo la espalda hecha chuzo. A veces logro llevarme algo adentro, tragar. Cuando la guata derrite esa comida mis pómulos se apoyan en las palmas, recojo las piernas, me vuelvo un espiral dentro de un huevo. Espiral que es huevo. Piedra que cae con el ripio en las laderas de lo que fue un bosque.
Un poco más. Puedo esperar un poco más, pienso.
POR DÓNDE
NO HAY
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Esperé. Alguien pudo conmigo. Una mujer con la que viví me tuvo paciencia.
Cuando aparece yo iba a por cualquier cosa, lo que fuese. Concentrado en el eco del eco. Tengo los dientes podridos y los hongos me comen hasta detrás de las orejas. Las colonias, les digo rascándome. Ya no hay comida y es imposible salir. Ni lo pienso. Una tormenta que va a durar seis semanas. Yo no llevo la cuenta de los soles, me muevo con la poca luz de adentro. Yo hago que leo. Podría haber quemado los muebles cuando se acabó la leña pero para qué, me digo. Para qué más fuego. Pienso en eso, en el fuego, cuando la mujer paciente se muestra. Revienta una de las tablas de la ventana a hachazos. De ahí corre el trabuco. Viene cubierta con un manto, botas de goma hasta las rodillas y un respirador con forma de pico. Nos miramos pero es como si la silla estuviese vacía. Yo zanjo con las uñas mi entrepierna nada más. Tirito un poco, tirito en tiña. Me mira de lejos, con un palo de picana extendido. Se relaja. Arrastra el velatorio hasta la ventana y el viento rojo se calma. Prende una lámpara de piso, la apoya sobre la cocina. En cuclillas frente a mí ensaya los reflejos del ojo con un puntero. Busca alrededor de mis pies algo que no encuentra. Me toma el pulso. Vacía la mochila sobre el mesón: bolsas plásticas, dos frazadas, calcetines, medias de lana, un botiquín, varias ampollas. Calienta la casa con parafina. Calibra los tendones un rato, la cabeza hacia abajo, colgando. Espesa un caldo que tenía yo de antes y me lo sirve con pan y queso. Suspira. La cara le cambia en el brillo y músculos. Me aprieta una mano, me pasa un peine por la chasca, tomamos té áspero. Recemos, dice. Y rezamos. Rezamos lento y tendido, como no había rezado hace tiempo. La lengua me queda adolorida. Siento las heridas, las aftas. Le crece la sonrisa. En silencio se vuelve de espalda. ¿Molesta? pregunta con una radio de mano por delante. Muevo la cabeza. Despacio, entiende. Me echo a esperar la comida de la noche. Enrollo una frazada en mi cabeza, me hago ovillo.
Escuchamos las noticias del mundo.
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La primera semana es horrible. Apenas nos conocemos y ella sólo viene de una conversa que tuvo con alguien de la parroquia. Que alguien le había dicho de mí. Dice cosas hirientes pero es vulgar. Me instalo a tomar café junto a la quemadora, donde se cuecen las habas. Varias horas juntos, múltiples jornadas. Ella pica y separa y distribuye. Ella ordena, contiene, traslada, levanta, deshoja. Yo tengo una nube en mi cabeza que no me deja ver. Trato de estar tranquilo, callado, pero la radio, aunque baja, suena. Las frecuencias altas y bajas, la mezcla total, la banda saturada. Sólo se para cuando la desenchufa. Pero es demasiado pedir. Además escucha la estación mariana. Quizás sea por eso. Porque escucha la estación mariana que lo mueve todo. Porque es la primera y la última siempre. Es una semilla de mostaza, un cuesco de aceituna. Es vulgar y yo necesito algo parecido a un dique. Una estructura, un cuerpo, poder seguir remando, aunque sea con una mano, hundir el brazo y abrir los dedos. Desestancar los ojos y volver a la Buena Nueva. Algo vulgar, como mi ministerio.
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Antes de la ventolera total se podía llegar al pueblo. La mujer me pide permiso, no dinero. Yo no toco dinero hace cuatro años. Tuve que hacerlo un par de veces. Ella se acostumbra. Cuando las provisiones se acaban comprende y empieza a administrar los billetes como si fueran desde ya lo que deben ser, lo que van a ser: parafina, papas, avena, vino. Ella empieza a transformar las cosas. Seguir la vida. Yo ahí no veo nada porque ni en mis manos veo algo. Va y vuelve con verduras, tubérculos, partes de animales a veces. Trae clavos también. Repara las tablas rotas con martillazos secos. Esa mujer sonríe. Tiene cosas de las vigas. Racimos, conejos, carne al aire, colgajos de fruta seca. Aprovecha el techo y en sus ojos no hay condena.
¿De dónde todo esto? Me digo yo a mí.
¿De dónde todo esto?
El ser es una fuente podrida; gentes como ella moscardones, libélulas. Precisos en sus vuelos, trayectorias de los justos, sin líneas rectas o solo con líneas rectas.
LAS TRAYECTORIAS DIÁFANAS DE LOS LIMPIOS
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Ella es lo que necesito, pienso. Sus dedos anchos. Ya no voy a perder el tiempo con el gallinero, con la comida de los perros, con las ollas sucias, con la ropa negra. Ya no voy a perder el tiempo, voy a poder quedarme todo el día acá, cerca del fuego, tomando café de ayer y haciendo que leo. Así pasamos semanas. Me arrastro entre la colcha de paja y la silla junto a la estufa. Ella se ocupa del resto. Es alta, es de verdad, pienso. Con la parafina azul crece contra las paredes. Las sombras esquinadas. Usa pantalones apretados. Tiene cubierta la piel pero expuesta la forma muscular, el tono. Y tan descubiertas sus piernas como sus dientes (los que siguen y los que no), tan despejada su frente como su dentro. Ella no me defrauda, pero termina diciendo una verdad antes que se fuera el día un día: Eres flojo porque te crees la cabeza, dice. Pero tal y como podemos decir que tenemos cabeza o que somos cabeza, también somos ojos, orejas, dientes, pelos, piel, uñas, huesos, conductos y tapones. Lo que crees de la cabeza lo podemos decir de cualquier otra parte del cuerpo – y esto mientras pica zanahorias. Acá está la tiranía del nervio mental. Donde tenías que leer PAN escuchas NADA y donde NADA ves RUIDO.
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Le muestro el gallinero. El Gran Rambo tenía a Don Julio casi sin plumas. Las gallinas se movían mareadas por el viento. Las antiparras no funcionaban siempre, y a veces hasta se morían ahogadas por las mismas máscaras que tenían que salvarlas. Se lo explico. Ella camina en círculos con las piernas abiertas, cubre espacios y las pájaras se corren solas. Cuando se cansa me acerco y le digo: «Las gallinas ponen todos los días. Cuando están viejas menos. Ahí hay que calcular el tiempo exacto entre que dejan de ser productivas y la carne se vuelve incomible». Pienso en la cacerola de los buenos tiempos, con mi madre. «Es crucial para esta comunidad que las mantengas vivas. A todas las que puedas. Todo lo que puedas».
Deje de llorar mejor, me abraza. Las gallinas siguen en lo suyo. De ahí que puedo encerrarme y me encierro. Abro los pliegues contra la mesa negra, cerca de la luz, hago que leo.
Pasar los ojos por el texto.
Volver a pensar en cualquier cosa.
Volver a pasar los ojos por el texto.
Acordarme del ministerio. De las cosas por hacer.
Acordarme de las cosas por hacer.
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Estoy cabeceando y escucho una escopeta. Tres tiros. Me asomo por la ventana y ahí está. Sus dedos anchos sobando la culata, los perros desparramados del seso. Entra a buscar una pala y se los lleva a otro lado, lejos de mis ojos.
Yo vuelvo a hacer que leo.
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Está viviendo ahí, en mi pena negra intersticio.
DÓNDE ESTÁ ese MINISTRO
Vaya a rescatar algo del invernadero mejor – obliga una vez. Me pongo las botas, meto el hocico en la máscara y salgo. No se puede escuchar ni lo que pienso. Me amarro la cintura a una de las vigas en la esquina y camino entre la polvareda. Las planchas se habían volado. Las lonas plásticas son pedazos secos. El vergel reventó de verde en verano y ahora se ha cubierto con la sal del viento. Busco entre las malezas y encuentro correas con papas. Salvo varios kilos.
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¿No se aburre de estar tan triste? dice lavando las raíces. Trato de responderle algo de ingenio, pero me quedo callado. De ahí en adelante dejo de pedirle perdón por dentro. Yo la imagino levantándose la falda, pero ella usa pantalones. Me la imagino sin pantalones gracias a los pantalones. Se lo explico. «Es un asunto de formas, no de telas o cortes». Ella no entiende. «No te pagan de la parroquia para entender». A ella no le pagan de la parroquia, me termina diciendo. Las formas me visitan, quiero agregar. Disculparme, volver a disculparme. Las formas detrás de mis ojos. Las opiniones. Las frases. El mal es sintagmático, el mal son los sintagmas. Empaladoras. ¿De dónde salen? Ella no entiende de lenguas empaladoras. Ella no quiere estar sin jeans. Con un cuchillo me miro a la cara, en la hoja el ojo. Estamos junto a una sartén chispeante. Ella remueve o amasa. Cómo decirle que no es que sea flojo, es que acá dentro hay demasiado.
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Sueño con ella así y al otro día usa una falda negra y gorda. Le pregunto de dónde la sacó, pero está ocupada. En silencio. Parece que mastica algo. Sobre la mesa las papas peladas, blancas. La boca llena, las mejillas revolviéndose. Escupe contra un tambor de lata. Chicha. Yo me sirvo lo que queda de vino. Ella no quiere, se lo fabrica ella el trago, se la fabrica ella la falda. Para no complicar las cosas ahora no se saca las botas. Lo dice, que nunca más se va a sacar las botas. Yo puedo quedarme adentro, pienso. Tomar más café. No pasa nada. Es mejor así.
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Tanto movimiento ajeno termina por cansarme. Fantaseo con los techos del pueblo. Con ver a personas caminando por una calle. Trato que tomemos algo juntos. Vino de verdad. Mientras esperamos a que fermenten las gredas. Que conversemos sobre el orden de este reino. Como practicando lo que en algún momento yo tengo que volver a hacer, afuera de estas tablas, entre o idealmente bajo los techos del pueblo. Me pasa un vaso de chicha en vez. Me dice que ya está lista, y que es mucho mejor que cualquier otro trago. Nos servimos y trato de explicarle.
Hay una ciudad sobre esta ciudad, le digo. Una ciudad por venir.
¿Y dónde está esa ciudad que no la veo? responde.
Se ríe.
Yo no prometo desde mi pecho, contesto. Yo reproduzco lo que me vino dicho, lo que debo.
Las nubes son el cimiento, a lo mejor, dice. O en volada no, ni eso, dice. Deja el vaso en la mesa y sale a buscar más papas.
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Ella está enferma, me dice. Se levanta la falda y de entre los vuelos y el enrejado sale un huevo negro. Brota simplemente, se queda tambaleando sobre el mesón. Está como azul, media momia, suspirona. Yo me activo y corro con la frazada. El huevo se equilibra sobre un eje propio. Si se la tocas se tambalea un rato, después recobra el equilibrio. Cerca la linterna no refleja cosa. Su superficie es opaca y lisa y no da sombra. No huele a nada.
Este es un hijo mío que tengo, me dice. Se queda dormida y yo con ella. En la mañana las cosas son distintas. En la mañana ella tiene más energía que nunca. El huevo es más grande, flota alrededor de ella, la acompaña. En los días la cuida, se cuidan. Pienso que hay que acompañarla al principio con las cosas de afuera pero apenas voy una vez. Yo amarrado, ella con las puras piernas, el huevo en el aire. Las gallinas hablan con él, lo miran un metro por debajo. Lo persiguen y revolotean alrededor.
Un día la amarro y revivo la cocina con leña. Hiervo el huevo negro media hora, en agua negra. Cuando despierta lo tengo al frente, en la mesa, acostado. Lo rompo y me como la mezcla de dentro. Su hijo negro.
Se ríe.
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Conversamos un día y medio. Qué va a pasar cuando la suelte. Yo quiero soltarla, ella quiere que la suelte, pero también tengo dudas. «Quiero que sigamos como antes». Como antes de mi hijo. «Como antes del huevo». De mi hijo. «Tu hijo huevo». Así hasta que me convenzo por piedad. La mañana que la suelto empieza a mover las cosas de a poco. Acumula cerca de una esquina. Me conversa de buen ánimo. No le digo nada por la estación mariana, ella lo sabe, pone la radio más fuerte. En la tarde, ya comido, me da a tomar de la chicha y yo pierdo el sentido de las cosas. Despierto adentro de frazadas, en un nido. Cerca, detrás de un mueble, ella ronca. Se escucha el viento afuera de los tablones, yo me acuerdo del ministerio tarde, de los techos del pueblo. Al lado mío están los perros, tiesos también, con el olor de los días.
Cuando despierta se acerca, ordena a los perros, me mira tranquila. Yo abro la boca y cae más chicha. Se rasca la cabeza, cae caspa. Con los días la caspa ya me tiene los ojos blancos. Casi no veo sino alguna luz. Huelo la parafina, tomo un trago de chicha, la siento moverse o instalada quieta, por ahí en un mueble.
Ella fabrica su rincón.
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