Arantxa Rochet
Ilustración por Jaque Jours
Mi casa está llena de cajones hambrientos. Lo devoran todo. O, mejor dicho, lo devoraban todo hasta que llegó el sobre. Mientras bajo los muebles a la calle y espero al camión que se los llevará lejos, a ellos y al sobre, pienso en cuando lo descubrí todo. Fue el mismo día en que mis dolores de cabeza, habituales ya desde hacía algunos meses, se volvieron permanentes y se convirtieron en una migraña incapacitante. Tirado en el sofá del salón, con las persianas bajadas y mientras intentaba abrir los ojos en la penumbra sin que me reventara la cabeza, me di cuenta además de que no estaban solos: también las mesas, las estanterías, los armarios y el resto de mis muebles se dedicaban a jugar conmigo, a revolver mis pertenencias, a cambiarlas de sitio y, al final, a devorarlas y hacer que desaparecieran para siempre.
Al principio pensé que el extravío de algunos papeles era cosa de mi mala cabeza. Siempre he sido despistado. Ya de niño era proclive a perder las gafas, a dejar el paraguas en el vagón del metro o las monedas del cambio encima del mostrador de la panadería. De adulto, la cosa no mejoró. Así que el hecho de que algunos objetos o papeles desaparecieran me parecía solo consecuencia de mi propio despiste. Hasta que empecé a sospechar que los cajones actuaban por su cuenta.
Las sospechas se convirtieron en certeza el día que devoraron unos documentos del trabajo, lo que, unido a mis continuas bajas a causa de la migraña, provocó que me despidieran. Ese mismo día compré varias cajas de cartón y las puse en una habitación que no usaba. Dentro metí las pocas cosas que habían sobrevivido después de meses a merced de los muebles: algunas carpetas de gomas desgastadas, cuadernos, una decena de camisas, pantalones, jerséis y zapatos, los medicamentos para la migraña, varios utensilios de cocina y del aseo y algunos objetos de decoración. A partir de entonces, tuve especial cuidado en guardar todo aquello nuevo que llevaba a casa en las cajas de cartón.
Hasta el día que recogí el sobre del hospital. Ese sobre con los resultados de las pruebas médicas a las que llevaba sometiéndome desde que empezaron las migrañas, aunque la cita con el especialista no la tenía hasta después del verano. Ya en casa, sentado encima de la cama, con el dolor como un gusano que reptaba dentro de mi frente y sin pensar en lo que estaba haciendo, abrí el cajón de la mesilla de noche y metí el sobre.
No me di cuenta de lo que había hecho hasta el día siguiente. Al despertar, me incorporé de golpe en la cama y abrí el cajón de la mesilla. El sobre seguía allí, justo donde yo lo había dejado: en el fondo. No se había movido nada, ni siquiera un centímetro. Aun así, lo saqué y fui corriendo a la habitación contigua. Elegí una caja al azar y al abrirla vi folios amarillentos, los cuadernos de anotaciones de otro tiempo, cuando aún tenía algo que hacer, cuando los dolores de cabeza no me impedían hacer vida normal. Cuando tenía trabajo.
Dejé dentro el sobre, pero cogí un cuaderno de espiral rojo y regresé a mi habitación. Lo puse en el fondo del cajón de la mesilla de noche, igual que había hecho con el sobre, creyendo que tal vez mis muebles se habían cansado de jugar. Y al principio eso pareció; durante el día el cuaderno no se movió de su sitio. Pero cuando me levanté a la mañana siguiente, después de una noche asfixiante de calor, ya no estaba. Me arriesgué entonces a probar de nuevo con el sobre. Funcionó. Y también las noches siguientes.
El cajón no solo no lo devoró, sino que todas las mañanas me lo ponía a la vista para que no lo perdiera: a veces aparecía directamente a mi lado, sobre la almohada, como un acompañante inesperado y nocturno; otras, lo encontraba apoyado en la lamparita de la mesilla, como si alguien lo hubiera recogido del correo y me lo hubiese dejado ahí para que lo abriera.
Poco a poco empecé a sacar de las cajas de cartón otros objetos y papeles para acompañar al sobre y confundir a los cajones, a las mesas, a las estanterías. Estaba seguro de que aquella carta era una píldora amarga que podría hacer que mis muebles no devoraran nunca más mis cosas, que en algún momento les obligaría a dejar de tragar y revolver a cada paso todo lo que encontraban. Así desaparecieron mi documento de identidad y el pasaporte, las facturas del gas y la luz y el contrato de alquiler del piso. Nunca volví a ver mis gafas, mi cartera, mis paraguas y media docena de camisas, amén de la mitad de mis calcetines. Mientras, mis migrañas crecían en intensidad. Los muebles devoraban y desordenaban todo a su paso, todos aquellos objetos guardados en cajas durante meses y que yo sacaba y repartía por el salón, por el baño, por las habitaciones, a veces a rastras, cuando mi migraña no me permitía ni ponerme en pie, convencido de que el sobre era la clave de todo y en algún momento extendería su poder para no perderse nunca al resto de mis cosas.
Hace unos días me di cuenta de que ya no me queda nada. El sobre es el único superviviente. Ahora sé que también es cómplice, que participa en el juego de mis muebles. Desde que lo descubrí, me acompaña por toda la casa. Espera a que me duerma y da igual dónde lo coloque: siempre está visible, a mano. Observándome.
He intentado romperlo, pero es demasiado grueso. Así que esta mañana lo he metido en el cajón de la mesilla de noche y he tomado la decisión de tirar todos los muebles. Incluso las cajas de cartón, que también se han vuelto en mi contra.
Ahora, en la calle, el calor de agosto cae a plomo sobre la acera, pero casi no lo siento. El camión municipal de recogida de enseres llega y mi dolor de cabeza me da una tregua. Ayudo al operario a subir los muebles a la parte de atrás; pongo especial cuidado en la mesilla de noche, fijándome en que quede atrapada entre los demás muebles y el cajón no se pueda abrir. Cuando el vehículo se aleja, haciendo tronar el motor y escupiendo una bola de humo grasiento por el tubo de escape, la migraña casi ha desaparecido.
En casa, el espacio diáfano me llena de paz. Olor a vacío, a limpio. Ya no tengo nada más que la ropa que llevo puesta. El calor del sol entra por los cristales cuando subo las persianas. La luz, que hasta ahora me provocaba dolor, me toca los párpados cerrados mientras bajo las manos hasta el radiador de pared que hay debajo de la ventana.
Un pinchazo agudo entre los ojos me obliga a abrirlos de golpe y entonces mis dedos reconocen una textura de papel. Sobre el radiador ha aparecido el sobre. Tiene la solapa casi despegada, a punto de abrirse. Se ve el borde del documento con los resultados de las pruebas y el logo del hospital, una cruz azul y verde. Abro las ventanas para respirar, para intentar que el aire se lleve el dolor que ya me repta de nuevo por las sienes, sobre las cejas. Como un pez sin agua, boqueo mientras el sobre me mira y dibuja una sonrisa sobre su cara de celulosa. La solapa ya se ha despegado del todo y el documento de su interior comienza a salir y a mostrar las letras negras y las cifras impresas sobre el folio blanco.
Y cuando estoy a punto de rendirme, cuando el dolor ha vuelto a envolverme las sienes y la frente como una máscara, me doy cuenta de que no está todo perdido. Por suerte, aún me quedan las ventanas. Su ansia por liberar las cosas.
Este relato fue publicado en el número 3 de la revista en papel La Gran Belleza, que se publicó en España en septiembre de 2018.
Arantxa Rochet (Madrid, España · 1979) es periodista y escritora. Fue seleccionada en 2008 para formar parte del programa de la Red de Arte Joven de la Comunidad de Madrid y en 2011 ingresó en la III Promoción del Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid, donde dio forma a su primer libro de relatos, Jaulas de aire, publicado por la Editorial Torremozas en 2017. Arantxa ha participado también en las antologías II Premio Ripley (Triskel, 2018), XXX Premio Ana María Matute (Torremozas, 2018) y Actos de F.E. (Cerbero, 2019). Además, ha publicado relatos y microrrelatos en revistas como La Gran Belleza, Cuentos para el Andén o La Rompedora. Como periodista ha colaborado con medios como Radio Nacional de España, La Razón, Cambio 16 o NTR Guadalajara (México). En la actualidad trabaja como escritora de libros por encargo, de jurado literario e impartiendo clases de escritura creativa.